Vanessa y el cazador cazado

Vivir en la periferia de Madrid ya era de por si malo, pero vivir en la periferia de Albacete tenía todos los inconvenientes de una gris capital de provincia y nada del glamour de una capital. Pasó años de instituto en la rutina de la ida y vuelta al barrio de bloques donde sus padres, venidos de Chinchilla en los ochenta, habían establecido su cuartel. El estudio no era lo suyo y las horas de aulas fueron un tedioso interludio en su vida apenas llenado con dibujos estilo manga y notas con florecillas hablando de amores juveniles. Con varias repeticiones a cuestas no entró en ninguno de los programas especiales y fue trastabillando curso a curso hasta que a los dieciseis años sus padres y la jefe de estudios decidieron que aquello no era lo suyo y que para dar el coñazo mejor hacerlo en su casa y a sus padres. A estas alturas Vanessa era aprendiz de veinte cursillos del INEM y maestra en nada. No era fácil encontrar un puesto de trabajo que combinara unas nociones de inglés, cuatro técnicas de ofimática, dos gotas de peluquería y algunos conocimientos en restauración de iglesias. Los buenos oficios de su madre, limpiadora en un hipermercado de la periferia, le facilitaron un trabajo de cajera que entretenía horas muertas. Aquel verano Vanessa había acumulado unos cuantos euros, pero eso de ahorrar no estaba de moda y el mar no quedaba lejos. Con diecinueve gloriosos años, cabeza llena de pajaritos, tanga diminuto y dos amigas se subió al Autorés un veinte de Julio camino a la costa Mediterránea.
Tendida sobre la arena se sentía llena de vida y segura de su cuerpo joven. Tres generaciones de paletos habían bastado para pasar de la boina al tatuaje sofisticado de Vanessa en la zona lumbar. Sin operaciones ni arreglos Vanessa lucía descaradamente el volumen que sus hormonas habían generado tapando y enseñando en la justa medida de sus deseos. Pelo ondulado teñido en rojo, unas gafas de Armani regalo de la abuela y el bikini de Doce Gabana formaban el decorado perfecto donde debía caer la víctima de su primera aventura playera.
Desde la distancia llevaba vigilando unos días a aquel socorrista rubito, pero la ocasión no se había presentado. Unas veces él andaba de machito en comité masculino de trabajadores playeros, otras veces ocupado con otras hembras, otras en lo suyo en el mar. Cuando lo vio llegar un suave temblor recorrió todo el espinazo muriendo en la base del tatuaje. Viejas técnicas transmitidas por la genética y ensayadas miles de veces en el instituto le hicieron mostrar su mejor cara de jugador de poker. Los cristales ahumados le ayudaron a disimular cualquier emoción cuando vio que él se había fijado en ella.

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