Castillo de naipes



Stephen King no es un escritor especialmente conocido por su calidad literaria, más bien lo es por su volumen de ventas y por sus numerosas adaptaciones al cine. En la época en que mi suegro ingresaba de urgencias en el hospital me acostumbré a llevar un libro en el bolsillo para matar las largas horas de espera en las salas de espera para acompañantes. No era el caso llevar libros complicados o especialmente densos. Más bien me interesaban libros gordos y entretenidos como terapia para el aburrimiento.


En un videoclub cercano al hospital encontré alguno de sus libros en edición de bolsillo y descubrí en él un autor más interesante y con más calidad de la que jamás hubiera esperado. Si bien su obra adolece en general de exceso de verborrea innecesaria, entre ellas se encuentran pequeños fragmentos deliciosos que describen con amarga ironía y sarcasmo la vida en los Estados Unidos y sus personajes. Amas de casa obsesionadas en el orden, adolescentes violentos a punto de estallar, escritores alcoholizados o retrasados mentales. Stephen King es excesivo cuando se deja arrastrar por las escenas violentas y macabras en que suelen culminar sus libros. Algunas de sus novelas, no obstante, alcanzan un nivel mucho más que aceptable. Cuando simplemente describe ambientes o personajes lo siento como mucho más creíble. Una de las novelas que me entretuvieron por aquel tiempo, los Tommyknokers, hablaba de la transformación de los habitantes de un pequeño pueblo tras la aparición en el bosque de una nave enterrada en tiempo indeterminado. Los seres humanos adquirían, por contacto con un gas que escapaba de la nave, una capacidad inmensa para la tecnología. Eran capaces de crear poderosas baterías generadoras de energía con unos pocos elementos domésticos o ingeniárselas para inventar cualquier máquina. Paralelo a la mejora de sus habilidades técnicas se producía una pérdida de la identidad propia y la degeneración de los valores éticos y morales propios de los seres humanos normales. Como suele ocurrir con las novelas de horror y ciencia ficción, la filosofía y los retos a los que se enfrenta la humanidad aparecen escondidos en forma de parábolas que permiten reflexionar sobre la realidad y el futuro que nos aguarda.


Hoy mismo la mayoría de periódicos abren con la noticia del inmenso avance científico que supone la regeneración de células madre a partir de células de la piel humana. Es una noticia que impresiona por la magnitud y calado que puede tener en el futuro si somos capaces de llegar a dominar los mecanismos celulares. El viejo mito de la eterna juventud, el sueño de la humanidad, parece estar al alcance de la mano y centenares de enfermedades hallar su curación. La ciencia ha seguido un camino ascendente desde aquel posicionamiento antropocéntrico del hombre renacentista. La progresión geométrica acelera en todo el mundo las capacidades del ser humano haciéndonos soñar con ser dioses.


Demasiada experiencia deberíamos tener a estas alturas de la historia como para no ser más modestos y limitar nuestras expectativas. Los científicos deberían tener la sólida formación humanística de los sabios renacentistas. La escuela capitalista especializa a los ingenieros, médicos y científicos en general olvidando muchas veces la formación en valores más que en técnicas.


La generación de Openheimer, que desarrolló la bomba atómica, puso todos sus conocimientos en el desarrollo de tecnologías que defendieran la democracia frente al avance de los fascismos. Sajarov, el inventor de la bomba H soviética luchó por su país y por lo que consideraba la defensa de los valores socialistas. Ambos fueron defenestrados cuando manifestaron una postura ética contraria al uso agresivo de los engendros que habían ayudado a generar.
La situación no ha cambiado mucho en los últimos años. Generaciones de investigadores desarrollan miles de tecnologías; el airbag, el teflón, los circuitos, los semiconductores, los polímeros, las terapias genéticas, los trasplantes, naves espaciales y generadores de energía más eficientes. Nada parece poner freno al ser humano por igualar a Dios tras la muerte de éste que proclamara Nietze. Estamos viviendo tiempos donde nada parece imposible y con ello se extiende un engañoso positivismo. Cuando se habla del cambio climático mucha gente sigue estando convencida que vamos a poder hacerle frente. Recuerdo la época del Titanic, un tiempo histórico mucho más inocente donde los periódicos proclamaban la insumergibilidad del famoso transatlántico. Parece mentira con todo lo que ha llovido desde entonces que sigamos confiando tan ciegamente en el poder de la ciencia.


Somos como Tommyknokers útiles a los políticos y a las grandes corporaciones. Sabemos construir miles de mecanismos ingeniosos pero nos falta la ética y nos permitimos crecer a costa de un tercer mundo en estado de inanición. Entretenidos en nuestras máquinas nos olvidamos de sus repercusiones. Los dirigentes mundiales miran el beneficio a corto plazo y juegan una partida de póker donde los intereses se miden en la jugada, más basándose en la suerte de las cartas que en la estrategia. Como ludópatas los chinos, rusos o americanos apuestan hasta el último dólar contando los beneficios y el poder que les reportará.


El resto de humanidad, como los seres de la novela de King, vamos montando piso a piso un castillo de naipes tecnológico que por momentos aumenta en altura. Conforme vemos el mundo desde lo alto de la torre nos sentimos poderosos, sabios, dioses del universo capaces de controlar la entropía. Abrimos en canal las entrañas de la corteza terrestre y pulverizamos minerales y rocas por toda la superficie del planeta. Liberamos al aire el dióxido de carbono que millones de generaciones acumularan en forma de depósitos de petróleo o carbón. Jugamos con el uranio sabiendo que tardará más en descomponerse de lo que ha tardado el hombre en montar su civilización. En nuestra loca carrera subimos y subimos pisos en nuestro castillo de naipes ignorando que cuando más crecemos más inestable se torna la estructura y más cerca estamos del colapso.

Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy