Mirando el suelo, subiendo al cielo


Y a mi enterradme sin duelo
entre la playa y el cielo...
En la ladera de un monte,
más alto que el horizonte.
Quiero tener buena vista.
Mi cuerpo será camino,
le daré verde a los pinos
y amarillo a la genista...
J.M Serrat, Mediterráneo


La noche se rompía por el este en un suave juego de color del negro al azul con una sutil línea de color anaranjado. El día se presentaba magnífico tras las primeras noches de frío otoñal intenso. Troy subió en el portamaletas veinte minutos antes sabiendo que algo se cocía y preparando su lugar en primera fila.


La llegada al circo de la Safor me sorprende siempre por la magnificencia envolvente, por ese sentimiento de acogida amable a pesar de las descomunales proporciones. Me sentía eufórico. Para mí si la montaña es la casa íntima de mi espíritu, la Safor es el principio y el fin de mi sentimiento de amor por la naturaleza. Desde niño las ascensiones a ésta, nuestra referencia comarcal, han marcado momentos que se han grabado en mi memoria. Días de sol, dias de nive o días de lluvia siempre acababan por dar fuerza y mejorar el paisaje imponente de riscos que se aprecia desde el centro del medio cono invertido. Es un decorado épico, extraño y único, que por desgracia ha sido mancillado durante años por empresarios oportunistas que se han saltado todas las barreras éticas. La cantera de la Safor aparecía como una lepra que no había cesado de carcomer la dignidad del paisaje durante décadas. Años y años, de lento desgaste. Las máquinas, como imparables termitas, han arrancado miles de toneladas de piedra y grava que jamás recuperaran la gloria de la que gozaron en su lugar de origen. De la gama de grises y verdes se pasa al calvero de enfermizo color claro. Aunque se han propuesto replantar tímidamente pinos en las zonas altas nunca se recuperará la belleza original perdida.

El grupo, o mejor dicho, el grupo de grupos, cuajaba entre reencuentros y primeros saludos. Decidimos acortar parte de la ascensión con la mitad de los coches y ya en el punto de inicio de la misma senda tomamos una foto de grupo. Entre los treinta y los cincuenta, muchos de ellos profesores y de diferentes procedencias, formábamos un grupo alegre deseoso de un baño de naturaleza agreste. Típicos urbanitas con carga diaria entre cuatro paredes a la búsqueda de la arcadia perdida. Caras animadas, bastones y ropa deportiva de abrigo para hacer frente al frío de la mañana. La ruta comenzaba en ese mismo instante.

Conocía demasiado bien el camino como para no estar preocupado por la posible respuesta de mi propio cuerpo. La primera rampa de ascensión es dura y de mis años de adolescente la recuerdo plagada de paradas para acoplar el ritmo a amigos y amigas que no estaban hechos para estos negocios. Troy, mi perro, como un niño malcriado, se empeñaba en ir delante molestando sin dudar a todos los que nos antecedían cuando se colaba entre las piernas en mitad de una subida. En cuanto se daba cuenta que me había dejado demasiado atrás hacía parte del camino de vuelta volviendo a molestar el ascenso ya de por si penoso. Una vez comprobaba que no me había perdido rehacía el camino y vuelta adelante.
Yo, por mi parte, estaba preocupado por la respuesta de mis pulmones ante el reto. Recibo medicación diaria contra el asma y eso la mantiene controlada, pero hasta que no llegáramos a la finestra no iba a tener la seguridad que iría todo bien. La concentración me llevó a fijar la vista en el suelo y la atención en la dosificación del esfuerzo más que en el disfrute del imponente paisaje que se levantaba al ritmo de la ascensión más abajo del horizonte. Como dijera Mario Benedetti el simple hecho de plantearte estas cosas, el congraciarte con tu propio cuerpo si sigue respondiendo, es el primer síntoma de la edad. Cada día que ganamos las batallas y los retos físicos nos sentimos bien porque sabemos que todo podría ser mucho peor. Qué diferencia con el periodo de juventud en el que el cielo es el único límite a nuestras ambiciones y la tierra una mera referencia que nada cuenta. Recuerdo esa misma subida con el ansia juvenil competitiva, marcando las distancias y las fuerzas con mis amigos como si de una carrera se trataba. En estos momentos la carrera es contra ti mismo, contra tus fuerzas y posibilidades. Es la carrera consciente en la que se gana o se pierde contra uno mismo. Cuerpo y espíritu ya no son los aliados de la adolescencia sino dos viejos cascarrabias que pelean y no siempre trabajan al unísono.

El tiempo ha poblado de carrascales las crestas cercanas a la cúspide de la Safor. El terreno cercano a la finestra que yo recordaba casi pelado, ahora está cubierto de matorrales de casi dos metros que dificultan el paso y la visión. Decidí unirme al grupo de compañeros que se acercaron a la formación, que con toda lógica, recibe el nombre de la finestra (ventana en valenciano). Aquel diminuto pino que agarrado a las rocas es ahora un arbol con fuerza juvenil que seguramente está destrozando las entrañas de la piedra que le da cobijo. La vieja piedra sigue encajada con fuerza entre las dos columnas naturales resistiendo el embate de cien tormentas y otras tantas noches de viento huracanado. La batalla silenciosa del tiempo se ceba con las montañas como con los seres vivos, pero si nuestra escala temporal se mide en años en la montaña se hace en décadas, siglos y milenios.

El barranco casi vertical que se despeña entre contrafuertes pétreos, abre el camino a un torrente de piedras sueltas que van a unirse al vértice del cono. Paredes y agujas de piedra van zigzagueando por toda la cresta como viejos dioses olímpicos yaciendo en su trono. El ser humano empequeñece ante tal magnitud del paisaje y sólo queda el abandono y el disfrute. Algo muy profundo, casi místico emana del paisaje sacando el resto de sentimiento animal que todavía nos queda, cuando más que antagonistas éramos parte de la naturaleza. Entre las rocas, por el hueco de la finestra, se adivina el amenazante paisaje de la civilización. Las arterias del tráfico rodado, los polígonos plagados de naves industriales y el cúmulo de edificaciones que se apelotonan robando cada metro de playa o arrebatando espacio al centenario verde de los campos.

La siguiente etapa nos llevó a la pequeña meseta que alberga la vieja nevera. Decenas de personas de nuestro grupo y de otro procedente de Gandía se relajaban sobre la hierba y al calor del sol otoñal. El pequeño valle se alzaba verde y feliz con más apariencia de pradera alpina que de secarral mediterráneo. La subida había abierto el apetito y todo el mundo devoraba sus reservas con fruición.

En todas mis ascensiones la pequeña pradera es un momento de paz antes de la última rampa. Es el momento de tumbarse en el pasto y perder la mirada en el cénit anulando cualquier percepción y sumergiendo todo, pasado, presente y el futuro en el azul celeste. Si se tiene la oportunidad de hacerlo en soledad y en silencio, se tiene la sensación de ser una pieza más del universo, olvidando toda miseria, tiempo o dolor. Por un momento aquel muchacho de quince años y este hombre de cuarenta y cuatro son simplemente el mismo ser feliz en la grandeza de la montaña.

La última colina ya es simplemente un pequeño obstáculo después de la feroz pendiente del principio. Tras la última revuelta del camino surge el vértice geodésico que marca la cúspide de la Safor. Una placa metálica señala los 1013 metros con los que culmina nuestra comarca. Allá se siente el poder de las alturas. La euforia acompaña la vista mientras se escruta cualquier detalle del paisaje para poder reconocerlo. El Monduver, el Mongó, Segaria, los valles de Albaida y el Comtat, el Benicadell o Marxuquera. Más allá de todo nacionalismo barato, se siente la comunión con un paisaje que sentimos como nuestro pero al que en realidad permanecemos. No seremos más que un momento de su historia como lo fue el Cid Campeador cuando en su gesta se habla de la Penya Cadiella, el cercano Benicadell. Somos parte del paisaje no sus dueños. No nos pertenece por más que nos empeñemos en violarlo y destrozarlo como si nuestra muerte se llevara nuestros pecados. Toda esa hermosura que nos empequeñece debe ser patrimonio del futuro por más que el presente nos haga sentirnos allá, en la cima del mundo, como intemporales y eternos.

Como niños, en una especie de ritual del buen excursionista, varios se encaramaron al vértice geodésico y todos compusimos la estampa tantas veces repetida del grupo frente a su objetivo culminado. Cuando veo las fotos y las sonrisas pienso en las imágenes de tantos libros de historia fotográfica que se han publicado. Quien sabe si alguna vez mirará alguien estas fotos con curiosidad histórica como hoy en día hacemos con las de Roc Chabás en el Monestir de la Valldigna.

La serpiente colorista deshizo el camino hasta el pequeño valle y de ahí tomamos el camino de bajada a L'orxa. La senda es mucho más civilizada. Una pendiente suave y un serpenteo continuo van acercando kilómetro a kilómetro la cumbre al valle.




En algún momento divisamos centenares de cabras deambulando por las cumbres. El propietario de las mismas, un pastor andaluz, se nos acercó feliz de romper esa soledad de las cumbres que tantos de nosotros deseamos. Su aspecto era más propio de los años 50 que de la primera década del tercer milenio. Con nariz semítica y color trigueño podría haber sido un pastor maltés, un cretense o un fenicio recién llegado hace tres mil años. Su sombrero de fieltro gris, su chaqueta de lana, bastón y honda lo ubicaban en una España rural que hoy muere. Frente a la bucólica visión del pastor en la naturaleza él nos habló de la cruda realidad. Un trabajo duro, ingrato, desagradecido y cada vez peor pagado. - No era un mal trabajo, era un trabajo tranquilo - dijo reflexivo - cuando se podía vivir de ésto -. Una estirpe milenaria en vías de extinción. Cuarenta y cinco años. Apenas era unos meses mayor que yo. Su niñez le fue arrebatada apenas con cinco o seis años cuando su padre lo metió en el negocio familiar. Nada de escuelas en aquella vieja sociedad rural donde los niños eran casi uno más del rebaño. El hombre quedó atrapado en el destino de su profesión. Su dulce acento andaluz y su agradable sonrisa me acompañó durante unos kilómetros hasta la fuente entre árboles donde se despidió.

El camino sigue bajando entre las lomas hasta que se introduce en el último barranco de paredes pétreas e inmensos bloques desplomados. Un camino antiguo pero bien acondicionado va disolviéndose ya entre terrazas de almendros y olivos. Árboles como el paisaje, venerables, fuertes, poco exigentes, sobreviviendo en un mundo que ya no los reconoce. Allá arriba la vieja cueva de Gori Gori miraba al valle, se abría en un arco de medio punto casi perfecto entre higueras y paredes calizas de color gris ceniza. Un ojo hueco y negro, testigo mudo de miles de generaciones que seguro recordaba el paso de los íberos, la llegada de los bárbaros del norte y la partida de los últimos musulmanes.


El punto divertido del camino lo tuvimos justo antes de llegar a L'orxa. El cruce del barranco por un lugar fangoso nos hizo resbalar cuando intentábamos subir desde el fondo del cauce. Los bastones se hundían y el calzado resbalaba en barro pringoso como la mantequilla. El delicioso arroz al horno nos esperaba y no tardamos en disfrutar del ambiente alegre del restaurante repleto de mujeres del pueblo. El pobre perro se tuvo que quedar en la puerta y cuando salí le faltó tiempo para protestar a su manera por mi ausencia.







Era ya demasiado tarde. La luz tamizada del crepúsculo acariciaba las paredes del viejo castillo templario con tonos naranjas, amarillos y ocres mientras los violetas y azules ganaban terreno entre los acantilados. El frío de la tarde se cernía sobre la ruta a demasiados kilómetros de nuestro destino. El sol murió como la señal de los celulares en cuanto entramos en el profundo desfiladero. El camino sobre la antigua plataforma ferroviaria era amable con el caminante. Solamente se trataba de andar y andar durante kilómetros. El agua de las lluvias pasadas seguía llenando con alegría el Serpis. Aquí y allá se oía el sonido cantarín del río borboteando entre peñascos o saltando las pequeñas presas. Los últimos excursionistas se saludaban sin conocerse con esa cortesía que imponen los lugares solitarios. Las viejas instalaciones del ferrocarril que una vez recorriera nuestro camino aparecían como recordatorio de tiempos pasados. Años de ingenieros ingleses imponiendo orden en la brava orografía, años de guerra y crueldad, el tiempo del estraperlo y el hambre, viajes felices a la playa y carbón para la industria alcoyana. El fantasma del tren que una vez modeló el paisaje y las miles de historias que unieron dos comarcas a través de un desfiladero.
La luna ganaba al sol y de la tarde pasamos a la noche en una sinfonía de negros y azules. El suelo se tornó blanco y las sombras negras y sin detalles. Las pupilas dilatadas apenas si lograban arrancar suficiente información para no tropezar con un obstáculo. Los viejos túneles aparecieron mucho menos siniestros que durante el día. Apenas con la luz de la pantalla del teléfono y con la fuerza de unos ojos acostumbrados podíamos ver las paredes de roca y el suelo. Apretamos el paso para entrar finalmente en el circo de La Safor. La luna en cuarto creciente bañaba el paisaje con una suavidad lechosa que permitía ubicar el relieve. Un cielo maravilloso plagado de estrellas me llevó a otras noches de verano, a paisajes del hemisferio sur, el altiplano andino, el Chapare, Marxuquera o la Drova en mi niñez o porqué no aquella pradera en Lüneburg. El mundo se unifica finalmente bajo las estrellas dejando de importar quienes somos, de dónde venimos y a donde vamos.

Fotos de la excursión en http://www.picasaweb.com/jgpolop

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