Jesus alza la bandera

La arena quedaba marcada a cada paso hacia su zona de playa. El sol de la mañana proyectaba su sombra sobre la superficie irregular haciendo que subiera y bajara al ritmo del movimiento y los bultos que las olas habían modelado. A esa hora sólo unos pocos jubilados habían conquistado las primeras parecelas de territorio que en unas horas serían objeto feroz disputa. Un par de niños chapoteaban ignorando los requerimientos de su madre por lo temprano y por la temperatura del mar.

Jesús andaba como un gallo de pelea seguro de su cuerpo de veinte años. Poco dado al estudio o a los trabajos rutinarios, pasaba el invierno ayudando a su padre con una furgoneta de reparto de prensa diaria en igual medida para hacer callar al viejo como para pagarse las horas de gimnasio. En consonancia con los gustos de esta nueva generación, se había depilado todo vello que marcara cualquier rastro de testosterona y había tintado de rubio su cresta erizada con fijador. Una gruesa cadena de oro y un pendiente complementaban la decoración con la que Jesús proclamaba su ego al mundo.

Socorrista por vocación de ligón, más que por deseo de ser una Madre Teresa, disfrutaba de la oportunidad de pasearse por la orilla del mar en pleno agosto como un pavo real. Una vez llegó a la franja de playa que le había correspondido dejó los bártulos y se embadurnó de un aceite con efectos milagrosos que le había facilitado el masajista del spa al que acudía una vez a la semana. Pulido como un ferrari, ataviado con su uniforme de la Cruz Roja, acabó de preparar el puesto y se colocó en posición de ataque a la espera de la primera hembra de la mañana.

A eso de las once y media el mar seguía tranquilo rompiendo con un suave chapoteo contra la linea de playa. Las sombrillas empezaban a llenar espacios en un curioso juego de acercarse sin violar determinadas distancias, formando grupos tribales que poco a poco se iban pegando por los extremos. Dos muchachas en bikini pasaban en dirección norte cuando Jesús hinchó pecho y sacó dientes. La cadena brillaba al sol a juego con el rubio enlatado. Un comentario ingenioso sin ingenio para romper el hielo y las dos chicas ocultaron sus risitas entre tímidas y pícaras. El socorrista mantuvo el tipo, pero no era la ocasión. Una veiteañera algo más cocida pasó mucho más segura de si misma. Jesús, como si de un androide computerizado se tratara, algo así como Robocop modelo vigilante de la playa, evaluó las características y posibilidades y decidió que no valía la pena. Algo le indicaba gustos feministas que no cuadraban con su estilo de macho de barrio.

Allá en el mar el viento de levante empezaba a rizar la ondulada superficie inquietando por momentos la mañana. La playa ya estaba repleta y la línea de costa era un ir y venir de cuerpos entre la fresca juventud y la obscena decadencia de la vejez. El espacio que Jesús ocupaba apenas estaba separado unos centímetros de unos niños que cavaban una mina de cobre a cielo abierto socavando de cerca el lugar que ocupaba la silla del socorrista. Joder, pensó, ¿no podrían ir a tocarle los cojones a otro?.

Se acercaba el momento del cambio a bandera amarilla. El mar ya rompía con cierta fuerza y las corrientes iban ganando fuerza en forma de ríos de olas danzantes que no se apreciaban entre las grandes que rompían en el banco. Jesús no pudo reprimir un "Hostia" sonoro cuando desde la jefatura de playa le indicaron el cambio de bandera. De camino al mástil la vio. Dulce y ácida como una manzana de septiembre. Allá, sobre su toalla, con un tanga mínimo y medio incorporada se le antojó la pieza de caza más interesante en muchos días. Apresurado en su marcha tropezó con los callos de una octogenaria obesa y apunto estuvo de aterrizar sobre la mesita de una familia llegada a comer desde Onteniente. Torpe como un adolescente llegó a cruzar una sonrisa con su futura víctima mientras la bandera se izaba.

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