La tiranía de la belleza


Una tarde cualquiera de otoño. El sol bajo deja la ciudad sumida en el baño de colores fríos que antecede a la noche. Una pequeña perrita de cara chata, ojos saltones, patas largas y pelo corto, desvaído, gris y sucio camina como perdida en una calle atestada de coches que van y vienen del centro. Algo parece que la conmueve y en un cambio de rumbo suicida atraviesa la calle casi sin mirar y se acerca a dos mujeres que ni siquiera reparan en el diminuto animal. El suceso trivial se desvanece entre el torrente de coches, dos motos de policía y los obreros enfundados en cascos. Sólo yo y el viejo perro negro del taller, que le ladra afónico, parece que seguimos con cierta indiferencia la marcha del ser anónimo.

La cara asustada del animal no fue capaz de inspirar compasión a nadie. Los seres humanos decidimos en algún momento de la historia adoptar a los perros como animal de compañía y sin intención previa fuimos seleccionando genéticamente sus caracteres hasta tener tal variedad de diferencias que hacen parecer especies distintas un pequinés y un pastor alemán. El problema es que los perros tienden a escaparse y a buscarse la vida más allá de las intenciones de sus dueños, generando estirpes de animales sin ningún tipo de características armónicas. Los perros descastados y feos acaban siendo abandonados en las cunetas, asesinados en el momento del nacimiento o si tienen suerte son adoptados antes que las características de adulto deforme y feo les nieguen todo futuro. Los humanos descastados que vagan por las carreteras suelen ir acompañados de perros que jamás se ajustan a patrones raciales concretos.
Parece ser que los seres humanos tenemos en nuestra memoria rom, la memoria genética de la especie, una tendencia a la búsqueda de ciertas características que nos garanticen la calidad de las parejas que elegimos. Cuestiones como la simetría o las proporciones parece que nos impulsan a considerar como idóneos para la reproducción a otros congéneres. Cuando un niño es feo disimulamos nuestro horror con diminutivos que suavicen la aprensión que en realidad marca nuestro cerebro animal. Es que es feito, pobrecito, pero es gracioso. No hay duda que la fealdad nos repele y la belleza nos subyuga. Como siempre siglos de patrones culturales nos han humanizado grabando poco a poco un código ético que permita sobrevivir a los seres menos dotados en nuestra propia especie. Cuando somos niños y las limitaciones impuestas por la cultura todavía no controlan nuestro sistema de voluntades, somos crueles y salvajes. ¿Quién no se recuerda en el patio de una escuela cantándole a coro a un desgraciado su defecto?. ¿Quién no se recuerda marginando a alguien por su fealdad? Debe de ser un momento en el proceso de maduración en que nos importa más la pertenencia a la tribu que los valores de solidaridad, comprensión y no discriminación.






Parece que con el tiempo se olvide este afán de separar y marginar, pero en la adolescencia no somos mucho mejores, solamente lo disimulamos mejor. El mito de la bella y la bestia es una historia hermosa pero casi siempre falsa. El que no encuentra una pareja hermosa es simplemente porque no puede. La mayoría nos conformamos con elegir lo mejor dentro de lo posible y con el tiempo realmente empieza a ser menos importante que el cariño o la compañía. Somos así de miserables, diez años de gloria y a partir de ahí la carrera del colgajo que nos lleva a aceptar la imperfección porque sabemos que nuestro propio producto ya no se vende como antes. De la burla por la decrepitud que confiere la edad pasamos en un tiempo a ser el objeto de la mofa de los jóvenes. Mientras miramos con nostalgia los cuerpos jóvenes con el mismo deseo pero con la aceptación de la meta imposible. La tiranía de la belleza salta de generación a generación.
Es curioso ver la asociación entre el arte más exquisito y la belleza ideal con regímenes más autoritarios, sanguinarios y terribles que la humanidad jamás haya conocido. En realidad la búsqueda de la raza perfecta de nazismo tenía que ver con cierto ideal de pureza estética; la búsqueda de una estirpe de proporciones divinas ojos azules y cabello rubio, el ario prototípico del buen alemán. Las películas de Leni Riefenstahl son realmente épicas. Obras de arte en todos los sentidos. Los encuadres, movimientos de cámara, angulaciones, fotografía, selección anatómica de los protagonistas, todo contribuye a ese ideal de belleza intemporal más allá del bien y el mal. El problema surge cuando se conoce la trastienda de horror y muerte que se oculta tras el decorado propagandístico. Si hay imágenes de suprema fealdad que han marcado el siglo XX son las de los miles de cuerpos famélicos retorciéndose unos bajo el peso de los otros mientras caen como sacos a las fosas comunes.


El comunismo en sus épocas más rabiosas impuso un ideal de belleza realista donde los obreros revolucionarios siempre eran hermosos. Todo el arte de vanguardia que apoyó la revolución soviética acabó muriendo en un gulag siberiano tras imágenes de documental de estética curiosamente similar a la de sus antagonistas del fascismo.
Llegados a este punto no se si la belleza debería ser en si un ideal del artista o de la humanidad. La belleza como tal no parece mala. Incluso puede ser el motivo para la conservación de los paisajes, los animales y nuestro planea en general. Pero cuando la convertimos en la vara de medir a los seres humanos empezamos a perder el juicio. Tal vez el mundo sería menos cruel si la belleza no estuviera siempre pendiendo cual espada de Damocles sobre otros valores como la compasión, el cariño, la inteligencia o la sensibilidad que nos puedan reconciliar con la fealdad.

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