Batalla perdida

Cada día me acerco al cauce del río a pasear a Troy. La riada a dejado paso a un torrente suave que se desliza presuroso hacia el mar. El río respira una vida como hacía años que no tenía. De aquel río de mi niñez poco queda, pero menos quedaba. Por un lado Almoines se asoma con avidez sobre el cauce ordenando y asfixiando los márgenes naturales que mueren bajo una capa de muros de carga, hormigón y vallas. Por el otro, el Real, sigue conservando algo del aspecto tradicional de huertos escalonados, pero la aparente normalidad se muere entre huertos que se van abandonando a la desordenada garra de la naturaleza. Huertos de naranjos han pasado a leñá mientras que otros se cubren con zarzas de espinos que se apoderan del espacio que les fue vetados por el hombre.
Inmensos cañaverales yacen inclinados por la pasada fuerza del agua, playas de cantos rodados blancos como calaveras al sol amanecen a la superficie formando islas y penínsulas. Acantilados arcillosos trepan hasta las márgenes de los polígonos desde el país de la serpiente acuática. Acá y allá, restos de la basura de decenas de años emergen oxidados y entremezclados con la promiscuidad vegetal o sobresaliendo del mar de piedras redondas como huesos de viejos dinosaurios. Un cuadro de bicicleta con su manillar recuerda allá al cadaver de un viejo rumiante de película del desierto. Los colchones, neumáticos, botes, muebles, plásticos y todo el extravagante mundo de basura que creamos los seres humanos se lo ha llevado la naturaleza hasta las playas. Tropas de basureros se afanan en dejar una imagen limpia en los lugares del mundo donde los turistas campan a sus anchas.
El ser humano es una especie de Sísifo condenado a subir una y otra vez la piedra colina arriba. Cuando oigo frases tremendas, que no tremendistas, sobre la destrucción de la Naturaleza pienso que el hombre sigue siendo ese ser arrogante y diminuto que se cree el centro del mundo. Es cierto que estamos influyendo en la marcha del planeta como ningún otro animal en la historia, pero igualmente lo es que la batalla en el fondo nunca va a ser contra la Naturaleza, la batalla es en realidad un suicidio. Somos ese ser necio que piensa que siempre va a salirse con la suya, pero en realidad estamos matando el mundo que conocemos y que nos permite vivir y comer. En nuestro afán depredador ensuciamos y contaminamos sin fin, esparcimos desechos por doquier y la Naturaleza parece incapaz de ganarnos la batalla. Aquí y allá se rebela en forma de actividad sísmica, tormentas, tornados, riadas o inundaciones, pero en cuanto pasa, este animal necio piensa que otra vez todo sigue igual y que domina sin fin la Naturaleza.
No nos damos cuenta que somos el producto de un ecosistema determinado que estamos violando. Si muere el ecosistema moriremos nosotros, no la Naturaleza. Hay bacterias que viven en las aguas ácidas del Rio Tinto en condiciones marcianas así que podemos contar con que la Naturaleza nos va a ganar. La batalla está perdida de antemano y hay que aceptar aquel viejo adagio que decía, si no puedes con tu enemigo únete a él. Es inutil combatir contra el delicado sistema de equilibrios que nos da la vida. A lo único que nos llevará es a cambiar su apariencia. Cuando parezca que ganamos estaremos muertos y ella, nuestra diosa Naturaleza, inventará nuevas formas de vida que ocuparán el espacio y el tiempo de esa necia especie depredadora que murió en su carrera suicida.

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