La banda de Marchante


Cuando teníamos diez o once años el colegio solía llevarnos a ver algún partido del Club de Fútbol Gandía que se celebraba entre semana. Supongo que sería parte de un acuerdo entre colegio y club para potenciar la afición entre los más pequeños. En fila india, con nuestro delantal a rayas de puños y cuello azul cobalto llegábamos al estadio y nos sentábamos en las gradas a animar al club local. La verdad era que a esa edad poco durábamos en el mismo sitio ya que al poco rato nos desperdigábamos por los alrededores y acabábamos en el cercano río tirando cantos rodados que intentábamos hacer rebotar en el agua.

Mi niñez, nuestra niñez, tuvo lugar en un espacio de libertad y aventuras que hoy los niños van perdiendo. Gandía era un núcleo todavía relativamente compacto y separado claramente del resto de pueblos por el laberinto de caminos y acequias que conformaban la huerta de la Safor. La bicicleta era el vehículo del explorador por excelencia con la que nos arriesgábamos a recorrer cualquier calle de punta a punta del término. Mi mapa de la niñez llegó a extenderse desde El Real de Gandía al Corazón de Jesus, desde el polideportivo hasta Las Esclavas, la playa y el abandonado Clot de la Mota, cubierto por entonces de inmensos montones de grava endurecida por la lluvia. Algo más mayor ya pude explorar en bote la parte final del Barranco de San Nicolás, solitaria, recóndita y con sabor de río africano ignoto.

Incluso en las casas particulares era posible la aventura. Las viejas estructuras de corrales y pajares, ya en desuso eran auténticos parques de juegos llenos de escondites y recodos misteriosos. Las casas rurales abandonadas por los abuelos y apenas utilizadas por los nietos eran lugares de exploración y hallazgo de nuevos tesoros. En casa de mi abuela paterna había una caja con tebeos almacenados años y años, una cocina de las de carbón dormida tras la llegada del gas butano. Artefactos de otro tiempo que se aceptaban sin llegar a entender. Esa disponibilidad de espacios y la falta de juguetes más tecnológicos nos llevaba a la creatividad. Un espacio montado con cajones de naranjas y cubierto con viejas telas extendidas con cuerdas y clavos era una fantástica tienda de campaña. Un cercado de troncos de leña y sillas era una cancha de rodeo americano con un pato ejerciendo de toro. La fantasía era posible a falta de electrónica.

En ese mapa de la niñez había igualmente territorios enemigos donde no osábamos entrar. Como vástagos de familias de clase media teníamos el prurito de clase que nos impedía mezclarnos con niños de las llamadas, con cierto tono de disgusto, las escuelas nacionales. En los años setenta la emigración era, fundamentalmente, del centro y del sur de España. Decir, "és que són castellans" en la sutileza del lenguaje era como decir pobres, de baja clase, parias. El racismo encubierto no ha dejado de existir aunque ahora la tomemos con gente de más lejos. Como siempre ha ocurrido, estas familias llegadas a la búsqueda de una mejor vida eran las que ocupaban los lugares más bajos en la escala laboral, jornaleros, obreros, porteros de edificios. Aunque la realidad era que pocos hablábamos valenciano en aquella época, los castellanos tenían el handicap de no poder cambiar de idioma para demostrar el pedigree y por ello quedaban señalados ante los valencianos aborígenes que miraban con disgusto su entrada en las familias locales.

Los barrios creados para alojar a las clases obreras iban adquiriendo ese tono de marginalidad que austaba a los niños bien de colegio religioso. Al final de la Calle Menendez y Pelayo, como se llamaba entonces, no existía el puente que hoy cruza el río y por ello era como un recodo sin salida de la ciudad. Justo al final un par de bloques de protección oficial formaban la calle llamada entonces "Azafor" un lugar donde vivía, y sigue viviendo gente de clase trabajadora y modesta economía, entonces emigración interna española hoy marroquies en su mayoría. Un grupo de niños de nuestra edad, acaudillados por un tal Marchante, eran algo así como las tropas de Al Qaeda para los americanos en Afganistan. Se contaban historias terribles sobre la peligrosidad de entrar en los dominios de la banda de Marchante, seguramente sólo en parte reales y en gran medida leyendas urbanas. Tardé muchos años a ver la cara a aquel personaje famoso que tantas leyendas suscitaba. Hoy en día lo recuerdo vagamente. Se que era algo más mayor y de apariencia fuerte y segura. Durante unos años parte del viejo aulario del Colegio de los Jesuitas fue alquilado a las escuelas nacionales por una reforma y ello permitió que compartiéramos espacio físico sin llegar a mezclarnos. Poco o ningun trato con ellos. Las diferencias de clase se perciben claramente desde la niñez y aunque alguno de nosotros fuéramos igual de pobres sentíamos claramente la posición social que nos habían inculcado en el rompecabezas de la sociedad gandiense de los setenta.

La pubertad es una edad sin piedad en la que la venganza y el acoso están a la orden del día. Eso no se ha inventado ahora. Jamás me vi envuelto en ello, pero muchos de mis compañeros conspiraban para engañar a otro y hacerle una encerrona en una callejuela y humillarlo a patadas y golpes. Había pues cierta violencia en las relaciones entre gente de la edad. Debe ser algo marcado en los genes y de hecho los chimpancés en libertad se unen en bandas adolescentes que son capaces de matar a golpes a cualquier desgraciado que se les cruce en el camino.

La geografía de la niñez fue muriendo a golpe de planes urbanísticos. El paisaje de la infancia se cubrió de calles concebidas para el vehículo y no para las personas y el tráfico se ordenó para los vehículos a motor. Pocos niños osarían hoy en día a meterse en las veloces rotondas que jalonan los cruces de las avenidas. Si quieren algo de adrenalina les basta con atropellar o matar a tiros a cualquier personaje de los videojuegos. Con el tiempo mi generación se acerca a los cincuenta y nuestros hijos ya ni siquiera son niños. La vida nos dispersó y algunos no llegaron a recorrer más que algún trecho de nuestro camino. No se de ninguno que haya llegado a ser famoso o millonario. La mayoría flotan en las mismas aguas, mas o menos, que las de sus padres. Cuando tenemos oportunidad de encontrarnos apenas si nos reconocemos; con más peso del que solíamos, con calvas, arrugas, con lentes y bastante cambiados. Me pregunto que habrá sido de aquel líder de la calle Azafor. ¿Habrá superado la barrera de las clases sociales? ¿Será un genio en sus negocios? ¿Un alcohólico o un virtuoso? ¿Seguirá siendo un tipo violento tal como era conocido? Quien sabe. Todos nacemos iguales, pelados y llorones, desvalidos e inocentes, pero en cuanto iniciamos el camino mil inercias nos desvian y nos alejan como el mismo universo que se expande en todas direcciones desde nuestro punto de vista.


Comentarios

  1. Un añadido a mi texto. La violencia continua existiendo y entre chicos continua ligada a los conflictos físicos. Lo que es más grave es el uso indiscriminado de las redes sociales para agredir y humillar a la gente de la propia generación y el uso de la cámara fotográfica y de vídeo para convertirlas en armas de descalificación de la víctima.

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  2. ¡Qué tiempos!Me has hecho recordar una etapa de mi niñez que tenía un poco olvidada. Has reflejado con exatitud muchos detalles de una época en la que menospreciabamos a "els castellans" que habían venido para hacer el trabajo que nosotros no queríamos y ahora está pasando lo mismo con los emigrantes. Han pasado cuarenta años y seguimos igual.
    Los amigos de clase la mitad ya se han borrado de mi memoria y con los que más me relacionaba hoy ya sólo queda el ¡holaaaaaaa!.
    Lo que ya superé hace mucho tiempo es la vergüenza de hablar en valenciano(lo utilizo siempre)y después de muchos años ya no pienso en castellano,que aunque parece fácil me costó.
    Bueno, paro ya, que me emociono recordando y se me van las manos solas por el teclado.
    Me ha encantado tu entrada, un saludo.

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  3. Muchas gracias por el comentario. Creo que los 40 años empiezan a dar ya una cierta perspectiva histórica y con ello vemos la estrechez de miras de aquella sociedad. Finalmente el que viene a trabajar honradamente a un país debe ser siempre respetado pero una y otra vez nos las arreglamos para discriminar.

    Respecto al conflicto valenciano-castellano he de decir que afortunadamente y si no revierten la situación, ya somos capaces de vivir en todos los sentidos en las dos lenguas.

    Muchas gracias por el comentario ;)

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