El discreto encanto de la lectura



Hace una semana me acerqué a una pequeña librería de barrio a comprarle una revista a mi madre. Tras un vistazo decidí que el HOLA podía ser una buena elección para una persona a la que le cuesta retener en la memoria la realidad que la circunda. Una revista que se basa en fotos enormes de personajes conocidos y con textos cortos y anecdóticos podría ser una manera de ayudarle a entretenerse y ejercitar de forma sencilla su deteriorado cerebro.

Nos sentamos juntos en el sofá del comedor y fuimos pasando las hojas mientras le preguntaba, como por casualidad, sobre personajes que se bien que conocía. Una semana después, y cuando supe que había repasado e incluso escrito pequeñas frases incoherentes sobre las fotos, le llamé por teléfono y le dije si quería una revista nueva. La contestación me conmovió. -No, no me traigas el HOLA, que, aunque está bien, sólo habla de cosas intrascendentes, mejor préstame un libro-. Busqué en mi biblioteca dos con textos cortos y muchas fotos y se los llevé. Juntos repasamos los records Guiness, el origen del universo o la anatomía de los animales. En cuanto me levanté para marcharme me dijo que me daba una bolsa para que me llevara los libros. Había olvidado que se los había traido para que los leyera tanto tiempo como quisiera.

Lejos queda aquella mujer que disfrutaba de la lectura. De aquella madre que hablaba de Pearl S. Buck o de Doctor Zivago. Cuando fui a Bolivia escribí un libro sobre mi viaje y, por supuesto, mi primera lectora y admiradora fue mi madre. Se que nunca pudo viajar tanto como deseó pero que a través de los libros lo hizo con pasión y admiración por tantos lugares ignotos alcanzados con la fuerza de las palabras. Ella misma escribió en un cuaderno que le regalé unas sencillas memorias con esa letra clara y castellano pulcro que aprendieron los niños de la posguerra. Fue precisamente una novela de ese periodo "El tiempo entre costuras" la última que fue capaz de leer desde el principio al final sin perder el hilo. Me hablaba de la trama, que indudablemente la llevaba de vuelta a su niñez y a la generación de su madre, y se emocionaba con las vicisitudes de la valiente protagonista. Sólo un detalle la delataba. Cada vez que me veía me hablaba, con el entusiasmo del que cuenta algo por primera vez, del mismo momento recurrente de la novela.

Fui criado, pues, en el amor a la lectura con un padre lector diario de periódicos y revistas de divulgación y una madre más centrada en los libros. Mi primer libro fue "Aventura en el circo" de Enid Blyton. Mi tía alemana Hildegard Lechner tenía el buen gusto y la costumbre de regalarnos libros y así, gracias a ella, y a su influencia nórdica disfruté de los delicados personajes de la familia Mumin de Tove Hansen y sus aventuras o conocí a los gamberros del cuento ilustrado alemán Max y Moritz.

Hubo un momento de mi vida en que la biblioteca de Gandía no contenía suficientes libros infantiles para mi hermana o para mi. Recuerdo mi carnet de usuario de la pequeña biblioteca municipal y las fichas que rellenábamos para llevarnos otro de esos objetos mágicos que nos trasladaban al futuro, al pasado o a mundos de fantasía.

Mi hija, desde que era pequeña, ha tenido acceso permanente a la cultura audiovisual pero jamás he cesado en mi empeño por transmitirle esa pequeña herencia familiar, que le llega por parte de madre y de padre, de amor por la lectura. Antes de poder leer yo ya le leía cuentos y se los comentaba como si fuera un adulto. Incluso teníamos el pacto de pagarle por cada libro leído y de compra de cualquiera que le gustara en nuestras visitas a la librería. He de reconocer que me costó  tiempo ganar mi batalla contra los rayos catódicos.

El primer libro que le apasionó, no podía ser menos, fue "Crepúsculo" y ayer mismo la veía disfrutar y sufrir con las vicisitudes de la saga de "Los juegos del hambre". Me hablaba con emoción de esa sensación de plenitud y frustración que conlleva un libro que se acaba. Me acordé de mi mismo con su edad devorando el voluminoso "Crimen y castigo" en tres días.

Al menos tres generaciones unidas por la lectura. No me extraña que los nazis o la inquisición quemaran libros. Son un instrumento poderoso. Poderoso contra o a favor de la intolerancia, poderoso abriendo o cerrando mentes, poderoso en su poder de hacer imaginar y hacer sentir libre o convirtiendo a los ciudadanos demócratas en fascistas intolerantes. Todo depende del libro elegido, pero si se hace bien será, sin dudarlo, parte de nuestro propio yo de quienes somos en este mundo. Hasta mi madre todavía lo recuerda.

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