Simón el estilita


Miles de coches, motocicletas, los autobuses urbanos y ultimamente bicicletas confluyen en la que, tal vez, es la plaza más concurrida de Gandía. Una fuente lanza un geiser burbujeante día y noche en el mismo centro de una glorieta con cesped, siempre inaccesible entre tanto bólido. En una de las cuatro manzanas que la rodean haya una oficina de La Caixa, siempre con clientes entrando y saliendo atentos a sus finanzas. En la siguiente hay ahora mismo un bajo en plena reforma. Es cruzar un pequeño paso cebra y se alcanza la cafeteríaTutikedu bajo la que fue llamada durante mucho tiempo la finca de la Firestone. La terraza de este bar suele estar tomada por lo que parecen ser rumanos o búlgaros. Apoltronados en sus sillas, robustos como armarios ellos y con coquetería algo barroca ellas, le dan un sabor particular a esa esquina. Yo diría que tienen un cierto aire mafioso no tanto por su nacionalidad como por su estilo de vestir y de moverse. Tal vez sean solo mis prejuicios.

Ya en las esquinas que rodean la calle que una vez fue la carretera nacional, hay un local que se ha transfigurado tres o cuatro veces estos últimos años sin llegar jamás a cuajar. Al otro lado los ventanales garabateados con grafittis del Caprabo que fracasó en los años de la locura económica. Sus inmensos cristales dejan ver, todavía,  gigantescas fotos de fruta y un cartel de se vende o se alquila en el que nadie parece reparar.

El que conoce bien el lugar sabe que la acera tiene justo aquí un inquilino. Noche y día, verano e invierno, como amarrado a la plaza hay un tipo alto y enjuto de piel curtida por los elementos. De tanto en tanto y forzado por el sol o el frío cambia de acera, pero jamás se le ve abandonar la plaza. Su pelo castaño, lacio y apelmazado, cubre la frente arrugada llegando, casi, a unas finas cejas bajo las que asoman unos pequeños ojos vivaces. La cara, de magra piel apergaminada, se dibuja en arrugas bajo los pómulos y a los lados de una pequeña nariz aguileña. Una barba escasa y rala completa ese dibujo propio del Greco en el cual la boca no es más que un ligero trazo.

Rara vez se le ve hablando con alguien. Si acaso para pedir tabaco. Suele sentarse en el suelo como un yogui hindú sin mendigar ni dar señales de necesitar nada en especial. Sus escasas pertinencias, una mochila y un saco de dormir, suelen ocupar siempre el mismo emplazamiento, como el mejor testigo del recuerdo de permanencia u hogar al que seguro una vez perteneció. En invierno, cuando llueve o hace frío, suele embozarse y desaparecer en un saco de dormir rojo. Siempre en su lugar. Siempre bajo la marquesina del Caprabo.

Mi padre, vecino y paseante habitual de la zona, asegura que fue en su día fue policía nacional. Un día perdió la cordura y el norte hasta desembarcar en la plaza. Primero ocupó un banco en la esquina contraria desde donde fue desalojado. La mudanza fue rápida ya que cruzó la calle y montó su pequeño campamento. Parece que alguien se ocupa de proveerle ayuda y algo de aseo de tanto en tanto pero nadie en estos últimos años ha podido sacarlo de este caos de tráfico y prisas así como nadie ha declarado ilegal su ocupación de la plaza. La mayoría lo miran con vaga curiosidad en el trasiego diario. Como un testigo mudo, él observa el ir y venir de esa sociedad que el misterio de su mente decidió abandonar.

Yo diría que si tuviera que  imaginar a "Simón el estilita", el asceta que viviera 36 años en lo alto de una columna de 15 metros, me lo imaginaría encarnado en el mendigo de la plaza. El santo asceta por apartarse del pecado y dar su vida a la oración, eligió esta extraña manera de vivir. Hay que decir que no perdió el contacto con los fieles que acudían en busca de su consejo pero, por otro lado, jamás consintió que su baluarte fuera techado y con ello decidió una vida al pairo de los elementos.

Como moderno Simón, el eremita de la plaza Joaquín Ballester ve pasar los días alejado de todas las convenciones que casi todos entendemos como básicas o imprescindibles. Una vida sin casa, sin vehículo, sin pertenencias o Internet, sin viajes, ni seres queridos a tu alrededor. A su manera él vive en una columna metafórica, más allá de la vida en la colmena humana; a años luz en su estado mental particular, en su burbuja perceptiva lejos de esa normalidad que tanto ansiamos por lo general.

La multitud pasa. En verano pueden ser bellas mujeres con ropa provocativa, en invierno estudiantes adolescentes con mochila. Un anciano arrastra los pies y se apoya con un bastón. Dos orientales van de camino a la autoescuela. Las furgonetas del reparto o las ambulancias en plena urgencia ciñen la curva para entrar en una avenida. En las noches del fin de semana coches travestidos como atracciones de feria pasan con la música atronadora y sus conductores de tupé y rostro pétreo. Un repartidor con su chaleco rojo se encamina a su último reparto. En una secuencia a cámara rápida veríamos un espectáculo cambiante de ráfagas, de movilidad, día y noche y entre ellas la figura estática del asceta de la plaza.

Comentarios

  1. El mendigo finalmente sucumbió al peso del clima y de la calle. Hace unos meses murió sin que nadie le reclamara.

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