Cinema paradiso


A Majo Vila, gran fotógrafa i antigua alumna

A finales de la década de los años 60 la imagen proyectada, en movimiento y en color era exclusiva de la gran pantalla. Sí, el cine todavía era esa ceremonia de comunión y conjuros que congregaba multitudes al misterio de la penumbra. He olvidado cual fue mi primera película. ¿Tal vez “Blancanieves y los siete enanitos de Disney”?. ¿Tal vez en un cine llamado "Fantasio? El recuerdo se pierde en algún lugar de la memoria hace unos 45 años entre brumas de sombras de colores rodeadas de un negro aterciopelado como el mismo vientre materno.
Una prima de mi madre tenía un piso frente al cine terraza "Palacio de los Deportes" A pesar del conjunto de árboles que crecían siguiendo el contorno de la tapia, desde su balcón se veía claramente la pantalla y podían ver los estrenos sin tener que pasar por taquilla. ¡Qué envidia! Me imaginaba poder llegar a tener esa suerte en mi casa. En nuestro caso nos teníamos que conformar con pagar la entrada o, todo lo más, girar la televisión en blanco y negro y verla por el ventanal desde el patio.
“El Palacio De Los Deportes” fue el último cine al aire libre que sobrevivió en Gandía. Ubicado en solar cerrado por una larga tapia encalada, tenía dos puertas pintadas de verde brillante con rejas metálicas tras las cuales sendos biombos ocultaban aquello que se proyectaba en la pantalla. Las carteleras, marcos con un pequeño techo y una rejilla a juego con el verde dominante, encerraban los carteles de colores chillones de la época anunciando las películas en cartel y las que llegarían los próximos días. Una vez dentro, una marquesina de soportes metálicos discurría dando cobijo a las mesas y a la barra del bar siempre iluminada con luz mortecina. La edificación era la justa para la cabina del proyeccionista y poco más.
El cine, si la memoria no me traiciona, tenía una buena colección de sillas tradicionales de enea que se recogían de un almacén al fondo del recinto. Los urinarios, sí, esa es la palabra, de paredes rústicas, loza y suelos de cemento estaban bañados de luz amarillenta y olor a desinfectante Zotal. Ubicados tras la pantalla, y disimulados entre setos cual recogidas cuevas,  eran el lugar de peregrinaje de sombras a contraluz que iban y volvían a sus sillas. La barra del bar surtía de botellas de bebida y bocadillos de blanco y negro o tortilla al respetable. Tras el nodo y los tráilers nos sumíamos en ese mundo paralelo del cine entre bocados de embutidos y tragos de espumosa limonada, absortos en el movimiento de luces y sombras a una escala gigante que bañaban la pantalla
La censura apenas permitía un desvío en la moral y, por ello, las películas se limitaban a los éxitos de Pili y Mili, las inocentes comedias de la época, los dibujos de Disney o los western con sabor a pasta italiana. Eso sí, siempre a meses o años después de su primitivo estreno en la remota América. Gandía todavía era un lugar provinciano y la piratería era cosa de Errol Flynt y Hollywood. Era un mundo sin fisuras donde la pregunta infantil ante la duda era la misma: quien era el bueno y quien el malo y donde siempre había una pareja formada por "el chico" y "la chica". La vida era poco más que eso. Simplicidad en un mundo mucho más sencillo que el actual donde cualquier cuestión moral se resolvía con pocos matices.
Gandía tenía muchos cines cuyos nombres he olvidado porque era demasiado pequeño para recordar. De entre las terrazas de verano recuerdo el “Terraza Cristina”, el “Terraza Alameda”, el “Cine Boulevard” y el ya citado “Palacio de los Deportes”. Uno de ellos, entre los que no recuerdo, estaba ubicado a media altura del Paseo de Gandía. Es allí donde fui al cine la misma noche en que tuvimos un accidente de tráfico que pudo haber sido mortal. Con mi mano en carne viva y mi cicatriz en la frente, apenas cerrada con puntos, nos sumergimos en la caja mágica para olvidar.
El invierno era de domingos de cine y chocolate con pan tostado. A las cinco los Escolapios ofrecían dos películas para público infantil por doce pesetas y con excitación nos perdíamos en el espacio, la selva o en un barco de piratas. En el entreacto la multitud de niños escapaba veloz a la tienda de chucherías donde una masa informe de piernas y brazos se abalanzaba a endulzar la tarde.
Ya cuando tenía unos doce años pasaba largas tardes de verano en el cine Serrano viendo películas en programa doble. El cine, entonces con su aspecto de teatro de pueblo; Palcos, piano, paredes de tonos verdes pastel y butacas y telón rojos. En el anfiteatro sobrevivían largas filas de bancos de madera con ruidosos asientos abatibles, todavía grabados con el aire modernista original del cine. Unas notas solemnes de un carrillón enlatado anunciaban el comienzo de la sesión y la nuestra entrada en el mundo de los superhéroes, del “Gendarme en Saint Tropez” o de los muertos vivientes.
Con la adolescencia llegó su momento cumbre; El canto del cisne antes de la decadencia del modelo tradicional. El cine Paz, moderno y elegante, reinaba con decenas de localidades. El Teatro Serrano y El Goya con sus altos gallineros El Colón era el más céntrico pero muy pequeño para la época. El inmenso cine Torreón siempre tuvo un aire ligeramente gris y desangelado. Empezaba la época de la transición y el sexo. El padre Ribelles, Jesuita y director del colegio, clamaba contra los locales que dejaban entrar a menores en películas no autorizadas. Tuvo algún triunfo momentáneo en el que se intensificaron los controles, pero la ola era demasiado alta como para ser parada con una cruz.
Como prueba del cambio, la cartelera se vio inundada de películas míticas y definidamente sexuales que competían con las de catástrofes o las de arte y ensayo tan en boga en la época. “Tiburón” o “El coloso en llamas” se proyectaban una semana y la siguiente se trataba de El último “Tango en París” o “Emmanuelle”.  Tan fuerte fue el sarpullido que hasta los mismos cines de verano tuvieron que emitir películas “S” para contentar a un público mucho menos inocente y ansioso de placeres húmedos tras décadas de represión sexual.
Si la caída de Constantinopla marcó el inicio de la era moderna, yo diría que el final de la época grandiosa del cine en Gandía fue aquella noche de viento y fuego, febrero del 85, en la que el inmenso cine Paz fue pasto de las llamas. Eran cines grandes, desmesurados cuando les llegó la decadencia. Murieron como los mismos dinosaurios, por no poder adaptar su escala a una época de pantallas de rayos catódicos y videoclubs.
Las viejas salas y las terrazas entraron en decadencia y agonizaron a golpe de aparcamientos, promociones o apartamentos. Un año, no hace tanto, el “Palacio de los Deportes” fue tragado por una promoción vulgar y sin alma. El cine se convirtió en parte de ese espacio moderno que llamamos el centro comercial, donde los adolescentes dan vueltas y vueltas unos años antes de perderse en botellones y farras noctámbulas. El ocio se difumina entre videojuegos, televisión por satélite e internet. Siguen existiendo los cines pero no, ya no es lo mismo.
Ya no quedan apenas cines de verano. Yo diría que el último heredero de la saga es el “Cine Terraza Charly”. Sillas rojas de plástico y no de enea. La gente fuma, como siempre se hizo, y en el aire flotan volutas de humo de algún que otro porro. Familias armadas con hamacas playeras y mesita devoran platos de cacahuetes y altramuces. Dos películas al precio de una con el extra de la trémula brisa nocturna o la luz fresca de la luna.
Suelo pedir gaseosa y recupero el sabor de los veranos de la infancia. A mi alrededor polillas y mosquitos revolotean en el foco de la luz. Los diálogos y la música de las películas rebotan en ecos al chocar contra las torres de apartamentos y son interferidos por los sonidos de los coches que pasan, los llantos de algún bebé, alguna silla que se arrastra o dos espectadores que comentan la escena. Al molesto ruido de los bocadillos y la plata se suma ahora el brillo de las pantallas de los teléfonos y los espectadores que van y vienen al bar. Todo forma parte de ese escenario informal. Es, sin lugar a dudas, último reducto del cine como se entendió durante casi cien años.
“Cinema Paradiso”, la película de Giuseppe Tornatore, finaliza con un montaje de todas las escenas censuradas de tantas películas con una música dulce y hermosa, evocadora de un tiempo que pasó. Me tomo la licencia de usar la misma música. Mis fotogramas serían de imágenes de fotografía cálida y colores saturados. Toda mi vida resumida en elipsis de verano a verano. Desde la infancia a la madurez en un montaje con cortes directos sin transiciones. Siempre sentado en una silla de enea, de madera y metal o de plástico bajo la cúpula de la noche y frente a una pantalla. De la mano de mis padres y protegido por su amor. Con mis amigos mascando chicle o comiendo pipas. Con mi novia en los desaparecidos “Florida” o “Miami” de la playa. En los primeros años de mi matrimonio con mi esposa y sosteniendo en brazos, profundamente dormida, a mi hija cuando era muy pequeña. Fundido a negro…
Tantas y tantas noches de verano en cualquiera de todos los cines en los que tan felices hemos sido perdidos en mil mundos de fantasía. Tantas y tantas noches de verano plagadas de estrellas y luna en las que con suerte un meteorito traza una línea de luz que sólo puede traer buenos augurios, justo como ayer sucedió.


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