El ubicuo y esquivo centro del universo



El patio trasero de Alicante es un dédalo de tierra blanca y vías de asfalto. Áridas colinas y montañas surgen en un paisaje marciano colonizado caóticamente. Una vieja casa de campo surge entre  talud y talud de las autopistas. Una cantera de acantilados escalonados, con paredes blancas talladas a plomada, es coronada por una tolva de proporciones titánicas. Algunas barriadas llegan a abalanzarse sobre las autopistas  en orgía promiscua con los polígonos. Las señales de tráfico y las vallas publicitarias luchan por atraer al conductor. El navegante, no obstante, atisba entre las señas hasta que detecta el totem mágico coronado por la M mayúscula.

Estoy sentado en una mesa de un McDonald's, perdido en medio de lo que fue el árido campo del Alacantí. Un día de luz acerada de final de agosto con cielos que presagian tormentas por poniente y azul y sombras afiladas por levante. Es uno de esos días de 33 grados inmisericordes que obligan al refugio al amparo de un caritativo local dotado de aire acondicionado. No me puedo quejar, el wifi y la mesa son gratuitos con la consumición y me permiten hacer tiempo hasta la hora en que tengo la cita.

He pedido una especie de taco mexicano adaptado a la multiculturalidad de la sociedad norteamericana. Pollo de granja industrial rebozado, panceta ahumada anglosajona, queso cheddar, tomate, lechuga y salsas. Mi cocacola es light como resultado de mi conciencia arrepentida. Las patatas, deliciosamente grasas, son el triunfo del pecado frente a la virtud de la ensalada. Mientras voy vaciando la bandeja navego por las páginas del diario en línea.

A mi izquierda una hermosa muchacha con uniforme andrógino y cola recogida bajo la gorra corporativa se afana en limpiar. Armada de un paño azul y una bolsa negra va dejando el aroma al cloro de la lejía. La empleada se acerca y levanto en ratón de la mesa. Mientras me sonríe dibuja un rastro de efímeros reflejos curvos sobre la superficie tras lo cual sigue su peregrinar.

El local tiene ese aspecto extrañamente familiar del dejà vu. Visto uno visto todos. Está lleno a estas horas. Nada más entrar se percibe ese característico olor dulzón, graso y pegajoso a frito y mezcla de comidas tan parecido al de los alimentos devueltos a la vida y que se han almacenado en el congelador durante meses. La suave humedad del aire acondicionado alivia y contrasta con la atmósfera recalentada del aparcamiento.

Jovenes con barbita y gafas redondas de aire alternativo. Mujeres y hombres atacados por la grasa. Jovencitas recien llegadas de la playa con cuerpos de photoshop, todavía a salvo de arrugas, grietas y colgajos. Varios hombres comen solos, como yo, mientras se enfrascan en sus tabletas o teléfonos inteligentes. Somos los de la fila del club de los corazones solitarios. En las mesas niños y matrimonios comen esa especie de comida de astronautas envuelta en cartones cubiertos de coloridas imágenes que promocionan un producto mucho más insulso en su propia esencia que en su icono. Pajitas, servilletas, cucharillas, bolsitas, cestas, botellines de plástico o vasos con tapa se apilan caóticos como si se tratara de ciudades en miniatura tras algún terrible cataclismo. Todo un abuso de envases lanzados a la velocidad de las mandíbulas al contenedor. Placer rápido, hedonista e insensato. Crimen del cual acabo de ser cómplice.

Una niña con tejanos cortos, camisa de tirantes rosa y lacito blanco se mete bajo mi mesa a la búsqueda de un juguete del Happy Meal que ha salido volando al probarlo. Otro niño en Shenzhen, China, los fabrica con sueldo de miseria noche y día. Tal vez sueña poder llegar a ser él mismo el cliente de la cadena y poder dilapidar sin control.

De repente los niños desaparecen y las madres se quedan charlando indolentemente en una mesa repleta de desechos, como un especie de ajedrez del caos donde los peones son los vasos, las cestas de cartón el castillo y una cebra del juguete de regalo el caballo. Dos de las niñas se han quedado dibujando en cuadernos con esa concentración que llegan a tener los de su edad cuando algo les interesa. Son niños criados en esta sociedad del bienestar donde la comida todavía abunda. Hay quien dice que le llega inevitablemente la gran hambruna mundial a esta humanidad que acapara los recursos a una velocidad de vértigo.

La cadena se ha hecho verde en su color corporativo en Europa. Si triunfa lo hará extensivo a todo el mundo. La ideología animalista y las críticas a la culpabilidad del fast food como origen la pandemia de obesidad en el primer mundo están arrinconando el rojo carnívoro de sus orígenes.

En la pared grandes fotos forman un mural. Una niña de apariencia nordica en pijama y con trenzas rubias come los menús de la franquicia. Parece salida de un banco de imágenes; familiar, entrañable, con buena venta. El prototipo de la niña modelo perfecta y de la familia virtuosa que chocan con la compleja realidad moderna.

La cola de clientes se hace y deshace a golpe de pedido. Sobre sus cabezas el altar de los deseos prohibidos, el pecado de la carne. Las hamburguesas de las fotos son tan apetitosas y retocadas como las mismas top models que anuncian los cosméticos. Tras la barra los empleados uniformados repiten la coreografía sincronizada de todos estos locales. A veces sonríen sinceramente, otras fingen, pero todos replican la filosofía impuesta por la marca americana. Podríamos estar en Londres, en Helsinki, en el aeropuerto de Shiphol o en en mismo Nueva York. La gigantesca M es, tal vez, el mejor símbolo de nuestra sociedad capitalista. Global, humana, asombrosa, derrochadora, cargada de publicidad e imagen vacua con toda su gloria y su miseria. El McDonald's es el diorama del mundo occidental, moderno, interconectado y global, derrochador. El modelo de trabajo productivo, poco pagado, del empleado del mes, de la sonrisa amable, de los puestos de trabajo efímeros e individualistas está aquí.

McDonald's es el microcosmos de una sociedad que probablemente se va al abismo del cambio climático entre tantos y tantos banquetes del derroche. Tal vez por eso la M reina en ese paraíso del capitalismo que son los centros comerciales, que como un universo en expansión se diseminan por toda la tierra en cuanto la globalización alcanza el barrio. Un chiste del principio de la invasión americana de Afganistán representaba el país como un cruce de autopistas con una M en cada nudo. No han podido pero no les han faltado las ganas. 

El mismo centro de nuestro universo social, cultural, occidental y capitalista está por todos lados, se expande como en un big bang en todas direcciones y se distingue claramente por esa M de doble cara que se asoma tras los tejados y los terraplenes de cualquier autopista. M de amable, m de amenazadora.




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