Ya no hay luciérnagas en las noches de verano


Al final de la calle San Ramón había un maizal que, en las noches de verano, aparecía lleno de mazorcas y luciérnagas. Rodeándolo y, junto a una amplia acequia, una senda giraba en ángulo recto y salía hasta la vía del ferrocarril de Alcoy. Como en un sueño recuerdo la máquina de vapor: Atronadora como un animal mitológico. Expulsando humo y vapor. Tras ella algún pequeño vagón traqueteando. Como todos los niños saludábamos ilusionados a los desconocidos viajeros y al espectáculo de una máquina tan magnífica y aterradora a la vez.

Era cruzar la vía y llegar al pequeño huerto del tío Antonio. No era extraño verlo concentrado en sus tareas. Siempre un saludo cordial y muchas veces un pequeño regalo de unos tomates o alguna hortaliza para traer a casa. Tras seguir unos metros más la vía se accedía a uno de los únicos puentes ferroviarios de estructura metálica que todavía cruza el río Serpis. Hay una edad, aproximadamente hacia los doce años, en que los niños, especialmente los chicos, despiertan cierto espíritu aventurero, explorador y ,porqué no decirlo, temerario. Mi primo Alberto disfrutaba cruzando las barras metálicas por la estructura inferior a unos diez metros de altura sobre el cauce. Yo mismo le seguía por vergüenza torera más que por convicción.

Volviendo unos metros, justo donde se situaba la ruina de la caseta de aduanas que una vez cobrara tasas por el trasiego de alimentos, seguía el camino. Era la entrada a una recta que dejaba ver al fondo la capilla y el grupo de casas de fachada blanca que abrazaba junto a la acequia el camino. Fue ahí el lugar donde, en los mediodías de invierno, aprendimos de la mano de mi padre a llevar la bicicleta que nos habían regalado en Navidades.

La Alquería de Martorell siempre ha sido un punto de referencia en la historia de mi família materna. De pequeña mi madre se refugiaba de los bombarderos en casa de sus abuelos y sus veranos transcurrían en este decorado. En mi infancia mi tío Miguel todavía tenía casa y establo y frecuentemente jugábamos con mis primas entre patios y corrales. En el suelo, junto a la acequia, los vecinos habían excavado trincheras de obra desde donde poder lavar la ropa. Las ranas croaban en el cauce artificial de aguas claras siempre repleto de plantas y algas verdes que oscilaban suavemente al rítmo de la corriente. En un patio abierto entre casas había un viejo pozo del que se extraía agua fresca que se vertía, desde el cubo metálico, en un contenedor de piedra cerrado con una mazorca que si se retiraba dejaba correr el agua hasta los botijos que los labradores llevaban consigo.

De noche, en los tranquilos veranos de los sesenta, los niños recortaban sandías e inventaban faroles con los que desfilar jugando. A la puerta de las casas corros de sillas y vecinos  que charlaban al fresco rodeados del perfume a tierra húmeda y plantas.

El camino seguía, ya en direcció al Real de Gandía y, tras una pequeña rampa se bifurcaba a la derecha hasta llegar al motor que extraía agua. Justo en la curva había un robusto muro de piedra coronado por una esclusa que permitía liberar, en caso de necesidad, la acequia madre hacia el cercano cauce del río. Es hermoso recordar cómo una obra tan sencilla era realmente un castillo imponente a los ojos del niño que fui. Justo en ese lugar tuve un enfrentamiento con un perro agresivo al que conseguí detener inmovil y con mirada retadora.

El motor de riego era el oasis fresco de los días de verano. Bajo la fragante higuera disfrutábamos del inmenso y burbujeante caudal de agua fresca que escapaba veloz por las acequias para regar los campos. Era el momento de refrescarnos y llenar las cantimploras de las bicicletas para seguir hacia el Real de Gandía. Podíamos escoger el Camino Real o una senda entre naranjos que moría en el largo perímetro amurallado del Trapiche ducal. Cada excursión era un nuevo descubrimiento en un mundo que nos parecía recién dispuesto para nuestro disfrute.

Ayer hice el camino de vuelta paseando junto con mis esposa y el perro hasta Gandía. Los primeros campos empiezan a ser una selva impenetrable en su abandono. Grandes avenidas vacías se deterioran con el paso del tiempo, la acción de los vándalos y el azote de los elementos. Las inmensas naves de tableros Faus languidecen entre páramos desbrozados con herbicidas. Junto a la carretera montones de escombros convierten los márgenes en improvisados vertederos. El edificio del viejo motor y mi castillo permanecen junto a la variante de la carretera nacional como los moais de la isla de Pascua, impávidos pero atónitos ante los cambios. La carretera corta la antigua conexión natural y sólo se llega a Gandía atravesando un baden de paredes de hormigón cubiertas de pintadas. Al otro lado, ya en la alquería, un parque y la ronda de Gandía sustituyen los bancales de mi niñez. Una mujer sobrevive desde este invierno en un coche convertido en casa en un recodo del espacio. Lava con una botella de agua y tiende su ropa interior en una cuerda entre el coche y las matas. A veces se la ve con una dignidad que impresiona dada su situación.



Ya no hay acequia ni los vecinos se sientan frente a las casas. Un parque infantil es usado por niños, en su mayoría  inmigrantes latinoamericanos y musulmanes. Sus madres cotorrean ataviadas con el velo islámico y largas túnicas negras. La capilla de Martorell ya no tiene tejado. La armadura, de tramos triangulares, permanece sujeta a los muros cubiertos de grafittis que afean la pátina de líquenes que al menos le daba la dignidad de los edificios antiguos.

Gandía tiene ese aspecto desalmado que adquirió en los años del estallido inmobiliario. El urbanismo desarrollista cubrió de hormigón y asfacto un paisaje que se había creado con la paciencia de los milenios. Hoy, por todas partes, todo es un conglomerado de naves, centros comerciales medio vacíos, de casas y edificios entre solares que no llegaron a completarse. La crisis profunda que estamos viviendo no se nota a primera vista. La máquina sin alma sigue rodando a toda velocidad. Los coches van y vienen rápidos por las calles donde una vez estuvo el maizal. Ya no hay luciérnagas.

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