Retorno a la infancia
Mi madre nos
dijo, - Vamos, Calle Capuchinos 49. Aunque igual ha cambiado el número -. Ahí
era la casa de sus abuelos, lo recordaba perfectamente. El lugar donde habían
transcurrido sus veranos de la infancia. Le preguntamos a un transeúnte, un
hombre mayor que cruzaba la plaza. Sí, contestó, existe una calle llamada Capuchinos.
Mi madre hacía
meses que me lo había pedido. Me dijo,- Podríamos ir algún día a Xàtiva-. Por
diferentes motivos había postergado el viaje, pero ayer, uno de mis últimos
días de estas vacaciones de verano, organizamos una pequeña expedición formada
por mi hija, mi suegra y mi madre para cumplir con su deseo.
Xàtiva siempre
fue un lugar especial para mi madre. Era precisamente el pueblo de origen de mi
abuelo y el lugar de sus vacaciones de la infancia. Con amor indisimulado
siempre hablaba de sus familiares, de la casa del abuelo en la falda de la
colina del castillo y del agua que brotaba de una fuente directamente en su
interior. Las anécdotas y las escasas idas y venidas al pueblo de nuestros
ancestros siempre tenían cierto sabor mítico y aroma de recuerdo.
Debió de ser
hacia los años cuarenta cuando mi madre corría feliz por las estrechas calles
de la vieja Xàtiva. En una ciudad con escasos coches los niños tenían barra
libre para correr todos los arrabales desde el laberinto empinado que abraza el
castillo hasta el amplio bulevar repleto de grandiosos plátanos. Hay que decir
que ésta es una ciudad que respira sabor
y peso histórico más allá de su importancia actual. El castillo,
abrazado a la cresta de una colina, se pliega a su curvatura majestuoso como
una muralla china en miniatura y domina el valle que se abre hacia el norte sin
dejar de perder de vista el corredor de Montesa, la ruta que antaño jugara el
papel de arteria principal entre los reinos de Castilla y Valencia. Xàtiva,
ciudad de los Borja, San Felipe de la derrota de los “socarrats” o “chamuscados”,
que colgaron por siempre al rey cabeza abajo por la crueldad con la que trató a
los vencidos.
Mi madre
taciturna y despistada y mi suegra, contando mil y una anécdotas sin parar,
iban juntas en los asientos traseros. Como me suele suceder últimamente, no llegaba a saber el grado de
consciencia de mi madre respecto a lo que estábamos haciendo. Ella lo tiene
claro, quiere salir todos los días de casa a pasear y con su vestido de
estampados azules y bolso y zapatos blancos a juego, miraba el paisaje con esa
mirada algo ensimismada y perdida que últimamente le acompaña. Pasamos “La Vall
de Albaida” en lo que fue un luminoso día de agosto. Un cielo azul con suaves
nubes que ya anuncian septiembre daba el adecuado contrapunto a ese paisaje
suavemente ondulado, cubierto de viñas y terrazas con árboles frutales. Los pueblos del camino, siempre con su torre
asomando entre cúpulas y callejones se abren todavía con la naturalidad de los
caminos reales y las cañadas de antaño. Llutxent, Quatretonda, donde una vez mi
tío Joaquín hizo noche en su viaje en carro al pueblo de sus abuelos, el puerto
de la “Serra Grossa” , Genovés y por fin Xàtiva.
Entramos,
saltando la nueva entrada, por la curva cerrada que antecede a la majestuosa
fuente de los 25 chorros, lugar de parada de todo aquel que entraba o salía de
la ciudad. Mi madre la reconoció enseguida. Sabía dónde estaba.
Aparcamos frente
al instituto de secundaria José de Ribera, solemne y decimonónico. Iniciamos el camino desde lo que fuera la
primitiva huerta hacia el centro. Mira, “El jardín del beso”, dijo mi madre y
subiendo las escaleras vimos un quiosco modernista que confirmaba el nombre.
Encorvada hasta el extremo de tener que ir mirando el suelo mi madre avanzaba
pasito a pasito por la avenida que dibuja el primitivo contorno del lienzo de
las murallas. Levantó la cabeza y sonrió. La “Font del lleó”, dijo. Llegamos a
lo que fue la antigua gasolinera y
primitiva puerta de entrada a la ciudad. La fuente del león, efectivamente, sigue manando en el mismo lugar desde hace
cerca de doscientos años.
Las cuestas
empezaron a hacer difícil el camino. Agarré la mano de mi madre y busqué el
itinerario más cómodo para llegar a la inmensa colegiata. Los coches pasaban a
pocos centímetros por las angostas calles y las aceras apenas si permitían el
ancho de una persona. Por fin, accediendo por un lateral, llegamos al portal
norte del edificio y de ahí a la placita
que se cierra por el oeste en el hermoso hospital gótico. El sol de agosto
empujaba a los escasos viandantes hacia la sombra y, por nuestra parte, nos
dimos un respiro bajo una marquesina con bancos.
Sí, contestó,
existe una calle llamada Capuchinos, dijo el hombre y nos señaló en la
dirección opuesta. Por fortuna el teléfono y el satélite nos ayudaron a no
andar más que unos metros y volver por el estrecho “Carrer de la Corretgeria”
hasta la plaza que preside la estatua del pintor “José de Ribera” siempre
nombrado con orgullo por mi madre como si se tratara de una antepasado de la
familia. Cada cierto trecho parábamos para que recuperara el resuello. Tras
preguntar nuevamente, subimos una rampa final y por la derecha entramos en una calle
estrecha y con viejas casas encaladas, algunas completamente remozadas, a
derecha e izquierda. El aspecto era el de una calle con sabor a labradores.
Nada de sillares de piedra o fachadas con moldura y estilo. Fachadas planas, vanos
rectangulares, muros gruesos y rejas.
Por un momento
cinco generaciones se unían en un lugar en la geografía. La casa de los abuelos
de mi madre, la de su padre, el paraíso de sus vacaciones y el lugar donde mi
hija y yo, un día de agosto de 2012, intentábamos adivinar como habría sido el escenario
del pasado de nuestra familia. En una de las casas lucía un 49 de cerámica. Una
fachada como las demás anodina sin aderezos, como las del resto de la calle.
Quien sabe si era esa la que buscábamos.
Le pregunté a mi
madre. -¿Era esa mamá? -Me miró con esos ojos perdidos que han ido ganando
fuerza mes a mes y me dijo confundida.- ¿Qué hacemos aquí?-
Cerca de las tres
conducía de vuelta a casa. Detrás, amarrada con el cinturón veía a mi madre
dormida como un bebé. Aferrada a su
bolso blanco como a un salvavidas. Diminuta, frágil, con poco pelo y piel plegada a
toda una vida de ochenta años.
Volví a hablar
con ella por la tarde. Recordaba la
excursión. Me dijo de volver. -Ha sido una lástima, no he podido ver a mis tíos
y primos- . No le dije nada. Realmente no se si podrá ser.
Una reflexión. La memoria es tan volatil a la vejez como un depósito de gasolina que deja escapar sus vapores. Escribir es recordar, es lanzar una botella al mar de los recuerdos. Tal vez un día pueda llegar a una lejana playa y alguien pueda recuperar el mensaje. En ese momento todos resucitaremos en la memoria de alguien y si llegamos a conmoverle suficientemente tal vez él mismo lance nuestro mensaje en una nueva botella y nuestras vidas brillen efímeramente.
ResponderEliminarEspero que cuando me haga más mayor tengan por mí el amor y la admiración que se transmite en esta entrada. Felicidades.
ResponderEliminarMuchas gracias Ana. Realmente somos muy afortunados si tenemos padres que nos cuidan y nos quieren en la infancia. Verlos envejecer es doloroso, pero si va acompañado de la pérdida de la memoria todavía lo es más. Hacerles homenaje, hacerlo de sus recuerdos es de lo poco que podemos hacer para agradecer cuanto nos dieron.
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