Expedición Saltee


Estábamos en la playa de Duncannon. La marea baja dejaba a la vista grandes extensiones de aguas someras y charcos por donde caminaban parejas con perro, se veían familias con niños o otros excavadores compulsivos jugando con la arena húmeda. Curiosamente los irlandeses entran con sus vehículos en la misma playa y lo convierten en un castillo o reino privado conquistado unas horas para el goce del sol primaveral que, en estas latitudes nórdicas, es todo un acontecimiento.


Hacía poco que habíamos desembarcado después de un día iniciado muchas horas antes y que nos llevaría a media mañana al aeropuerto de Dublín. En una cafetería nos encontramos con el resto del grupo pegados en las poltronas, haciendo tiempo mientras los otros vuelos llegaban completando la cuadrilla, hasta los veintidós que seríamos. El grupo, una pandilla indudablemente pintoresca, estaba compuesto mayoritariamente por locos de la fotografía de aves — hombres y mujeres — y no tardamos un minuto en hablar de escondrijos, aves observadas o sobre el equipo que llevabamos. Los guías de la expedición —David, Álvaro y Beatriz— eran, ellos también, fanáticos ornitólogos.

Hay que decir que los tres pertenecen a Iberozoa una entidad sin ánimo de lucro fundada el 2020 y que pretende unir la divulgación, la conservación del medio natural y su biodiversidad, además de contribuir al desarrollo de profesionales de la biología y la ecología. El corazón del proyecto fue la idea de algunos estudiantes de Biología para divulgar, dar a conocer y promover la conservación de la fauna mediante las redes sociales. Con el tiempo alcanzaron más áreas y hoy también hacen viajes guiados.

Cargados de maletas y cámaras subimos a un microbús que nos tenía que llevar hasta el pueblo de Kilmore Quay en el extremo sudeste de Irlanda. El paisaje de la isla es como un diorama inmenso con cerros ondulados, prados y casas aisladas entre el verdor vibrante de la hierba y la frondosa presencia de los árboles en bosques sombríos. Tengo que decir que iba medio adormilado después de tantas y tantas horas trotando por el mundo, pasando controles o encapsulado en una lata de sardinas de Ryan Air.

Las carreteras se iban estrechando a medida que avanzábamos. Casitas clónicas con jardín cuidado se sucedían hasta que llegamos a una ancha bahía. La Playa de Duncannon se encuentra en el suroeste del condado de Wexford, en Irlanda, junto al pueblo pesquero homónimo. Esta es una playa de arena dorada de aproximadamente un kilómetro y medio de longitud, situada a la desembocadura del río Barrow.

A un extremo de esta se alza el Fort de Duncannon, una fortaleza del siglo XVI construida para defender el estuario de Waterford contra invasiones. A lo largo de los siglos ha sido escenario de conflictos, pero hoy por hoy el turismo es una fuente principal económica gracias a la belleza del lugar y su naturaleza.

Aquella tarde, una luz dorada dibujaba un paisaje pintoresco que hacía olvidar la larga historia militar de la fortaleza desde la edad media, pasando por los conflictos entre británicos e irlandeses y siendo, incluso, incendiada por el IRA en 1922. El Fort de Duncannon es un ejemplo destacado de fortaleza estrellada del periodo isabelino. Está rodeado por un foso seco de 30 pies de altura y cuenta con baterías de artillería orientadas tanto hacia el interior como hacia el mar. Las defensas terrestres incluyen un perímetro angular, fosos profundos y muros medievales.

El grupo de pajareros empezó a comportarse como alguna especie de hormigas que corrían de un lado a otro disparando a ráfaga a toda aquella ave que pusiera delante. Vimos córvidos, gaviotas, ostreros euroasiáticos y pollos de lavandera blanca. Al fondo destacaba un paisaje de colinas con casitas con tejado a dos aguas que creaban un paisaje muy diferente al nuestro pero, aun así, cautivador. Las zonas encharcadas por la marea baja atraían una gran variedad de aves limícolas, que se mezclaban con las siluetas de los visitantes esparcidos por la playa.



Estuvimos el tiempo necesario para hacer alguna buena foto e, incluso, nuestro guía David observó un ostrero anillado y observado en Islandia, y luego ya en la playa de Duncannon. Es sorprendente la vida de estos nómadas del mar que no conocen fronteras.

La siguiente parada fue al Faro de Hook, en principio para ver focas y alguna ave marina más. En aquel momento no le dimos mucha importancia, pero se trata de uno de los faros más antiguos en funcionamiento del mundo. El origen se remonta en el siglo XII, cuando los monjes de San Agustín, bajo el amparo del conde de Pembroke, mantenían una llama viva para orientar los navegantes. Desde allí se contempla un litoral espectacular, y se pueden ver aves marinas, focas, e incluso delfines o ballenas. Hoy forma parte de la Ruta Atlántica Salvaje y es una visita imprescindible para los amantes de la naturaleza y la historia.



Me alejé del grupo para hacer algunas fotos a contraluz del faro, saltando por rocas agrietadas donde el agua del mar golpeaba con fuerza. La visita fue breve y retomamos la ruta. En el trayecto, aparecían, como visiones románticas, las ruinas de castillos y abadías que, desgraciadamente, no pudimos visitar.

Ya era tarde en términos locales. Cuando llegamos al hotel estaban cerrándolo todo, así que, una vez repartidas las habitaciones, fuimos a la carrera al supermercado del pueblo. El hotel solo ofrecía alojamiento y había que hacerse con el mínimo para desayunar al día siguiente y llevar un bocadillo a las islas.

En aquellas horas, solo quedaba abierto el local de Fish and Chips del pueblo. Se me ocurrió pensar en la serie “Derry Girls”, ambientada en el norte de Irlanda, y como este tipo de establecimientos son verdaderos salvavidas a deshoras, tal y como se ve en algunos de los capítulos. Británicos e irlandeses, a pesar de sus diferencias, comparten esta cultura de la comida rápida. El fish and chips —o más coloquialmente fish' chips— es un clásico: pescado rebozado con patatas fritas. También da nombre al tipo de local que lo sirve.

El local, por lo que veo, es bastante reciente, puesto que en la foto de Google todavía era una heladería. Estaba regentado por un hombre de probables raíces hindúes y atendido por una espigada camarera de piel blanca y uniformo de restaurante de comida rápido. Bien es verdad que no nos podemos quejar del encargado de piel morena y mejillas hinchadas y que nos miraba con uno de los ojos a estrábico. Como que no se podía vender alcohol —y todos queríamos una cerveza—, acabamos pidiendo Fanta de naranja. Con una sonrisa, nos ofreció una botella de brandy para mezclarla, pero declinamos la oferta con diplomacia. En una mesa grasienta de un local igual de grasiento, compartimos un pescado insípido y una ración de patatas tan generosa que ni el hambre nos permitió acabarla. La amabilidad, eso sí, no faltó.

Cerca de las diez de la noche, el pueblo de Kilmore Quay estaba ya silencioso y desierto. Era hora de dormir. El día siguiente empezaba, de verdad, la aventura.


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