Isla Saltee. Día D, hora H.
Con cierta impaciencia, acompañada por una manifiesta poca maña,
abordamos la lancha con cabina para el patrón y una superficie central donde nos
pudimos sentar apretujados como araos incubando los huevos. Como en el
desembarco de Normandía, habíamos controlado con cierta ansiedad el estado del
tiempo. Todas las previsiones indicaban que tendríamos una mañana soleada y una
tarde oscurecida por la llegada de lluvias por poniente. El sol de aquella mañana era
dulce y calmo como una balada céltica. El mar, tantas veces traidor en este
punto de la costa, parecía acogernos como una madre amable y tranquila. Por la
bocana del puerto nos fuimos adentrando en el mar dejando las pequeñas
edificaciones de Kilmore Quay coronadas por su capilla a las espaldas. Por la
proa se veía el perfil de las islas cada vez más cerca y con más nitidez. La
Saltee pequeña es un espacio protegido donde no se puede desembarcar y la vimos
solitaria y muda por el lado de babor. Tan solo las piedras grises de una vieja
casa, un esqueleto sin techo, eran el mudo testigo de los tiempos en los que
las islas fueron habitadas.
Los marineros de estos transbordadores son irlandeses de la
zona. Hablaban entre ellos en un argot áspero difícilmente compresible por un
extranjero con un inglés académico. Incluso, si se dirigían a nosotros para
darnos indicaciones, costaba entender palabras pronunciadas como estallidos al
viento cortados con cuchillo. No llevaban casi ropa, solo una chaqueta, y pantalón
corto. Iban sin zapatos, solo con zuecos de goma o chanclas. Eran larguiruchos
con cabellos entre el ocre y el cobre, pero todos claramente hijos de Irlanda.
Nosotros, al contrario, parecíamos una expedición publicitaria: impermeables brillantes, ropa técnica, botas de montaña, gorras y mochilas rellenas de trastos ópticos. Nos movíamos como soldados torpes, ridículamente cargados, como si hicimos un simulacro de guerra sin enemigo. Dicen que muchos soldados del desembarco de Normandía se ahogaron al caer a demasiada profundidad y no poder nadar yendo como iban cargados de equipo de combate. Pensaba —y no creo ser el único— que, si tuvimos que lanzarnos al agua, nos habríamos hundido como piedras sin remedio. Seguramente es esto el que se temían los marineros que nos hicieron quitar la mochila, nos ordenaron colocarnos un chaleco salvavidas y transbordar de la seguridad de la lancha a la inestabilidad de una zòdiac pequeña y frágil que salvaría los trescientos metros que faltaban para llegar a la playa. Un diminuto canal permite el único acceso en la isla. No hay infraestructuras permanentes de atraque, tan solo mar, roca y algas. Al llegar nosotras la marea estaba baja y tuvimos que saltar a una superficie de algas con un par de palmos de agua. Uno de nosotros cayó de lado al agua, los otros andábamos torpemente, como patos encorsetados, con los pies y las piernas cubiertos con bolsas de basura para no mojarse los pies. Visto en la playa parecían cantantes de rumba con pantalones acampanados. Yo llevaba — cosas de las tiendas en línea de chinos — unas sobrecubiertas de goma que funcionaron moderadamente bien.
Geológicamente son muy antiguas. Pertenecen al Terrane
Avalonià, una fracción de corteza continental que se escindió de Gondwana hace
seiscientos millones de años. Sus rocas son de gneis pre cambriano y
granodiorita, esculpidas por las olas, el viento y los siglos. Estas piedras
han visto crecer continentes y morir mares.
La Gran Saltee se levanta con carácter a levante, donde los
acantilados se elevan hasta los treinta metros. Es allí donde crían miles de
aves marinas, como si cada nido fuera un verso escrito a la piedra. El lado opuesto,
más humilde, ofrece una playa de cantos rodados grandes y redondos, pulidos por
el eterno desgaste de los elementos. La zona central es un mosaico de hierbas,
flores silvestres y arbustos resistentes. No hay fuentes de agua dulce
permanente.
Antes de que la historia se escribiera con palabras, la
Grande Saltee ya era piedra y viento. Cuando las oleadas del canal de San Jorge
golpeaban sus peñas, los primeros hombres y mujeres se acercaban en canoas de
madera, llevando amuletos de sílex y silencios antiguos. Eran tiempos
prehistóricos, y la isla —entonces quizás un santuario, quizás un faro
espiritual— los recibía con nubes de lluvia y luz filtrada.
Durante la edad media los hombres de Dios llegaron. Eran
monjes, gente de silencio y plegaria. Huían del ruido del mundo, buscando
encontrarse en la soledad. Con hábitos ásperos y ojos quemados por el salobre,
levantaron una celda de piedra seca, redonda y resistente como el alma de un
fraile.
Sería durante los siglos XV al XVII, en el contexto de los
conflictos con Inglaterra cuando piratas, contrabandistas y navegantes
franceses o españoles encontraron refugio. Las cuevas y calas de difícil acceso
favorecían el uso como punto de transbordo ilegal.
Con la consolidación del control británico, la presencia
humana a la Grande Saltee menguó. Se desarrollan usos ganaderos y agrícolas
temporales, pero sin residencia fija. Familias de Kilmore Quay y Rosslare
llevaban ovejas y cabras a pacer. Los restos de un muro de piedra seca y un par
de cabañas de pescadores datan de este periodo. También se construyó un faro
primitivo que no fue operativo más allá de mediados del siglo XIX. Los vientos
fuertes, la ausencia de agua dulce y la dificultad de comunicación limitaban
cualquier tentativa de poblamiento. La Saltee rechazaba cualquier presencia
estable.
Las cosas han cambiado mucho en la actualidad. La difusión
del patrimonio ornitológico atrae miles de visitantes — como nosotros mismo —
que van a disfrutar de la observación de aves. Tal y como ocurre en tantas
partes del mundo, las redes sociales difunden su existencia y
contradictoriamente echan a perder el paraíso que pregonan.
Con ojos brillantes y manos inquietas, sacamos cámaras, binoculares
y esperanza. Enseguida vimos los primeros habitantes de la isla. Eran
vuelvepiedras comunes — del inglés turnstone—por su actividad picando la arena
al borde del agua. Su plumaje con tonalidades negras, blancas y castañas los
hacía casi invisible ante las algas que había en la playa. No faltó en la
fiesta de bienvenida la bisbita costera, una ave paseriforme, que habíamos
visto ya el día anterior a la playa.
Las ganas de llegar a las colonias nos hicieron subir
excitados por la escala rústica con escalones de piedra que lleva a poca
distancia al monolito que saluda al visitante. La conocida como Welcome Stone
(Piedra de Bienvenida) de la Gran Isla Saltee es una placa conmemorativa
situada cerca del punto de desembarco. Fue colocada por Michael Neale, el
autoproclamado Príncipe Michael I — del cual os hablaré en una publicación
posterior — y representa el espíritu pacífico, simbólico e idealista de su
“principado”. Dice:
"Welcome
to the Principality of the Saltee Islands — dedicated to peace and
nature."
(Bienvenidos en el Principado de las Islas Saltee — dedicado
a la paz y a la naturaleza.)
En pocos minutos nos perdimos en todas las direcciones. La
invasión pacífica de la isla estaba en marcha.
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