Escollos como cuchillos.

La costa más abrupta de la Grande Saltee se abre al sudeste como una mandíbula de piedra formada por una línea de acantilados y escollos, que emergen como navajas afiladas, pero que más arriba se despliegan en prados repletos de flores. Aquel veintitrés de mayo de 2025, la alfombra vegetal era un mosaico de flores blancas de Silene uniflora y tonalidades rosadas de Armería marítima, seguidas, más arriba, por un fondo verde de helechos que se extendía hasta donde llegaba la vista. La dureza de las rocas contrastaba con los delicados colores vegetales.

Desde Makeston Rock teníamos intención de llegar a la zona de las Seven Heads Rocks (Rocas de las Siete Cabezas), pasando por Gilberts Bay y Georgina’s Bay. Cada rincón de la costa, cada islote o escollo — por insignificante que fuera — era aprovechado por la fauna para criar a las siguientes generaciones. Caminábamos con calma, fotografiando colonias y observando el comportamiento ancestral de las aves. La ruta ganaba altitud a medida que nos acercábamos al sur de la isla, su punto más elevado. El camino solo se hacía realmente empinado en un corto tramo que subía hasta un rellano desde donde se dominaba buena parte de la isla.


Descubrimos una senda a nuestra izquierda que descendía hacia una punta rocosa oculta desde el camino principal y decidimos ir a explorarla. Fue una excelente idea: llegamos en pocos metros, justamente donde la senda moría, a una bahía desbordante de vida, donde no había ninguna otra presencia humana. Las aves volaban y reposaban sobre cornisas salpicadas de sal. Sus siluetas recortadas contra un mar de un azul mineral creaban una escenografía clásica tantas veces vista en los documentales de fauna. Al otro lado de la bahía, una pequeña colonia de cormoranes superaba en número a todos los que habíamos visto hasta entonces. A pesar de la presencia abundante de albatros, los araos eran los reinaban aquí. Una colonia gigantesca ocupaba un campo de rocas de formas poliédricas, como si se tratara de un estadio repleto de espectadores en día de partido, o una vibrante colmena. Ni siquiera revisando la fotografía podíamos calcular el número. Todos parecidos, pero cada uno irrepetible. Y a pesar de aquella densidad aparentemente caótica, cada cual sabía donde estaba su nido en un vecindario con tanta densidad, cuál era su pareja y cuáles sus polluelos.


Gaviotas, albatros, araos y alcas nos ofrecían vuelos acrobáticos, no como un espectáculo para el visitante, sino como parte de un ciclo imparable: la explosión de vida que anuncia el verano. Todo latía con urgencia y plenitud, consciente que la isla, más adelante, quedaría desnuda, desposeída de vida, cuando llegarían el invierno y el silencio.


Después de un buen rato de contemplación y silencio, retomamos el camino. Superado el tramo más empinado, llegamos a un collado desde donde se veía, ahora sí, la colonia más numerosa de albatros. Una señal advertía de no traspasar sus límites. Desde la parte alta de la cuesta que cerraba un teatro natural que tenía el mar por escenario, encaramados sobre puntales de piedra, observábamos las interacciones de los miles de albatros: rituales de cortejo en tierra, vuelos rasantes sobre aguas de un azul intenso y peleas de vecinos. La mayoría de las aves estaban posadas como gallinas ponedoras con aquella quietud atenta de los que lo controlan todo sin moverse. La distancia milimétrica con la cual defienden su espacio creaba un patrón de puntos, hablaríamos de lunares si fuera una tela, casi mecánico.


De repente, una gran parte de los albatros se levantó del suelo formando un guirigay con decenas de inmensas aves clónicas volando en todas las direcciones. La razón fue evidente: una lancha neumática cargada de turistas uniformados de rojo atravesaba los canales entre los escollos de los Seven Heads. La invasión humana parece que también llega por el mar. El resultado fue una coreografía desordenada y majestuosa con centenares de actores cruzando el aire como en una película antigua de pterodáctilos, llenando el cielo de alas gigantes y sombras huidizas.

Nos encontrábamos en el punto más meridional de la isla. A mil kilómetros al sur, las costas de Cantabria. En medio solo el océano. Delante, dos rocas negras, oscuras como una amenaza, emergían del agua: la Roca de Coningmor, más grande, y la Roca de Coningbeg. Ninguna de estas aguas es segura para la navegación. Una rápida ojeada a la lista de naufragios hace entender la magnitud del peligro. Estamos en el canal de San Jorge, paso obligado para los barcos procedentes de América con rumbo a las costas occidentales de la Gran Bretaña o al puerto de Dublín. Todavía hoy muchos escollos permanecen mal cartografiados, desconocidos, escondidos como hojas afiladas bajo aguas que varían de profundidad según las mareas. El GPS no es bastante preciso para indicar puntos tan pequeños en un océano que puede llegar a dar un zarpazo en cuestión de minutos.


Revisando con más detalle las cartas marinas, se ve clara la conexión del puerto de Kilmore Quay con las islas mediante una península sumergida a poca profundidad que recibe el nombre de Saint Patrick’s Bridge (El Puente de San Patricio) con puntos cerca de tierra a tan solo un par de metros de profundidad.

Este tramo peligroso es conocido como la Costa de los Naufragios, en el condado de Wexford. Desde hace siglos ha sido testigo de decenas, quizás centenares de barcos perdidos. Bancos de arena invisibles, tormentas repentinas nieblas impenetrables o mareas traidoras que hacían del mar un río que remontar han convertido estas aguas en una trampa natural incluso temida por los marineros más veteranos.

Leyendas —algunos fundadamente reales, otras más nebulosas— explican que, en épocas de miseria, algunos habitantes de la costa encendían luces falsas para simular faros y hacer encallar barcos, para después aprovecharse de la carga. Nadie sabe con certeza si esto pasaba realmente o si es fruto de la imaginación colectiva, pero el recuerdo de estas historias ha arraigado profundamente en la memoria del lugar. Son leyendas sobre oportunistas que saqueaban restos para sobrevivir. En tiempos difíciles, los objetos recuperados se vendían o se reutilizaban.

Sin embargo, también hubo gestas de gran valentía: pescadores locales y tripulaciones de botes salvavidas arriesgaron la vida para rescatar marineros atrapados entre las olas. Verdaderos o no, estos relatos contribuyen al carácter misterioso de un litoral ya de por sí indómito y solitario. En Kilmore Quay, un memorial recuerda las víctimas de este mar indómito. Llega hasta la tripulación de un helicóptero que no encontró donde aterrizar un día de espesa niebla al final de los años noventa.

Habría bastante material para llenar un libro entero. Hay naufragios grabados desde el siglo XVII. Pero no es el caso. Aquí destacamos algunos de los más recordados por su magnitud.

El primero que destacamos de una larga lista es el SS Idaho, proveniente de Nueva York y con destino Liverpool. Este chocó con la roca Coningbeg el 1 de junio de 1878. Todos los pasajeros y tripulantes —145 en total— pudieron ser evacuados antes de que el barco se hundiera en solo 22 minutos. La única pérdida fueron 54 caballos. Pasaron la fría noche en las Saltee hasta el rescate. El capitán fue censurado por exceso de velocidad y navegación negligente.

Durante la Primera Guerra Mundial, la zona fue escenario de caza de submarinos alemanes. Muchos de los barcos sumergidos que ahora yacen al fondo de este “cementerio de los mil barcos” datan de esta época.

RECREACIÓN DEL NAUFRAGIO DEL SS LENNOX. IMAGEN GENERADA CON IA

Un caso destacado es el SS Lennox, hundido el 1917, perseguido por un submarino hasta estrellarse contra las rocas de Gran Saltee. Toda la tripulación —incluyendo 34 marineros chinos— fue salvada por el bote de rescate de Kilmore. Todavía se pueden encontrar restos del barco en el fondo marino, entre ellas, revestimientos cerámicos de las calderas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, a las minas y los torpedos se añadió un campo de minas magnéticas. El SS Ardmore, con carga de ganado, bueyes y cerdos, saltó por los aires el 12 de noviembre de 1940. Todos los que había a bordo murieron. Semanas después, una botella llegó a la costa con mensajes escritos en cartones de cigarrillos, pidiendo ayuda en los últimos instantes. Cadáveres de los animales y de las personas más restos dispersos del Ardmore llegaron a las costas confirmando el trágico final.

El 19 de diciembre también el 1940, el Isolda, barco de servicios del Comisionado de Luces Irlandesas, fue bombardeado por un avión alemán mientras transportaba suministros de Navidad. Solo un joven de 18 años, Sam Williams, sobrevivió. Durante décadas, volvía cada año a Kilmore Quay para dejar una corona de flores por sus compañeros perdidos. Murió el 2014.

Creemos ser los amos de nuestro destino, pero somos como los barcos que, a pesar de brújulas y rutas marcadas, pueden naufragar en una bahía sin nombre. Quizás la lección de las Saltee no es solo ecológica, sino también existencial: el mundo no es nuestro para poseerlo, sino para comprenderlo y navegar con humildad.

Salimos caminando por una senda que descendía hacia la parte occidental de la isla. El día se iba oscureciendo con una fina capa de nubes y una ligera neblina que escondía la línea del horizonte. El mar ya pintaba tonalidades sombrías anunciando la llegada de las lluvias. 


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