El eco de una canción.

El eco de una canción.

La isla Gran Saltee se empequeñecía en la distancia como lo hacen las vivencias del pasado: difuminándose, sedimentando, cediendo espacio a la nostalgia. La memoria, ese mecanismo casi artístico, moldeaba lo vivido, trenzando percepciones con imágenes de la cámara, fragmentos de conversaciones y pequeñas anécdotas para ir armando ese constructo que llamamos recuerdo.

El día era gris y la lancha dibujaba estelas de blanca espuma en un mar cada vez más potente que parecía dar zarpazos desesperados siempre a punto de atraparnos. Las aves marinas cruzaban el cielo batiendo las alas con decisión; otras se lanzaban en picado sobre el oleaje. El pasaje cabeceaba taciturno; como agotados después de dos días intensos.  La costa se acercaba progresivamente dejando ver el espigón y la silueta de la iglesia de Killmore Quay. Protegidos entre las defensas de hormigón y piedra pasamos junto a barcos pesqueros con aparejos oxidados colgando inertes de sus costados. 

El destino es siempre caprichoso y nunca se sabe si un cambio de planes puede ser un error o un acierto. Estaba previsto un día completo por la isla, pero la llegada de lluvia alteró los planes llevándonos de vuelta a tierra en un momento en que los irlandeses del pueblo tenían previsto un festival popular con mercadillo y actividades para dar soporte a la Tomhaggard Clean Coasts,  una asociación local dedicada a la limpieza voluntaria del litoral.

El cruce de tres caminos que constituía el centro del pueblo estaba, esta vez, bullicioso y concurrido. En el pequeño mirador que domina la pequeña playa, junto al espigón oriental del puerto, músicos con sus instrumentos, atriles y sillas tocaban temas populares desafiando, con admirable empeño, un fuerte viento de poniente que anunciaba la llegada inminente de la lluvia. Eran miembros de la “HFC Concert Band” de Wexford. Vestidos de forma informal, con forros polares negros, serios y concentrados, acometían la partitura correspondiente bajo la dirección de una mujer de cabello rubio, menuda y enérgica. El conjunto —principalmente de viento, con algún instrumento de cuerda— interpretaba tanto música de banda como arreglos de temas pop. Había intérpretes de todas las edades, muchos con esa fisonomía tan típicamente irlandesa: piel clara, pecas y cabellos rojizos.

Por los alrededores voluntarios de la organización, con chaleco naranja, comprobaban la agenda del acto. Parte del público tomaba fotos o grababa vídeo con el teléfono.  Nosotros bajamos hacia la playa, donde una hilera de tenderetes ofrecía artesanía y pequeños objetos o informaba de sus actividades como grupo. En el centro, un grupo de mujeres, la mayoría de mediana edad cantaba al ritmo marcado por un músico con su teclado, más propio de una banda de rock. El ambiente era muy entrañable. Las canciones, en general los coros, si son conocidas, como era el caso, crean al instante una comunión especial en la que público e intérpretes se unen en un todo. Viejos temas de la música pop se entremezclaban con un fuerte viento que cada minuto que pasaba arreciaba más y más. 

A pesar de lo que para nosotros era un día de invierno gris y desabrido, un buen grupo de irlandeses habían tomado un baño. Se cambiaban la ropa mojada, arropados por toallas, apiñados como una colonia de araos. Un niño de piel lechosa chapoteaba alegremente por la orilla saltando las olas, una niña, con traje colorido de neopreno arrastraba una tabla de surf hacia el agua. Por las cercanías pululaban personajes con una capa con capucha que cubría todo el cuerpo. En principio no supe su propósito, pero lo entendí cuando vi que debajo solamente llevaban el bañador. Era una protección contra el frío además de un vestuario portátil.  En un momento dado una docena de mujeres en bañador empezó a calentar. La media de edad estaría entre la cincuentena. Ni cortas ni perezosas entraron en un mar calmo protegido del viento por las escolleras del puerto que se fundía en una gama de grises verdosos con un cielo cubierto. Una mujer bien abrigada las observaba. No es difícil entablar conversación en inglés con los irlandeses. Le comenté que en nuestra tierra nadie osaría entrar en el mar con esta temperatura y a punto de llover. Me dijo que para ella tampoco era tentador, pero que muchas de esas mujeres nadaban cada día, hiciera el tiempo que hiciera. De tema en tema pasamos a comentar cosas de la vida en el pueblo. La pesca era una actividad en declive y era únicamente el turismo el que, cada vez más, mantenía encendida la chispa de actividad en ese rincón del mundo.

Un centenar de personas curioseaban entre las diferentes actividades. El trato fue siempre cálido: éramos forasteros, sí, pero nadie nos hizo sentirlo. El tipo del club de petanca nos invitó a lanzar unas bolas, las scouts nos ofrecían galletas con nubes tostadas al estilo americano. Voluntarias del Clean Coasts vendía sándwiches.  El coro seguía animado y animando a pesar de la llovizna que ya arreciaba. Incluso interpretaron I Can See Clearly Now, de Johnny Nash, esa canción donde la claridad del cielo se convierte en metáfora vital:

“I can see clearly now, the rain is gone

I can see all obstacles in my way

Gone are the dark clouds that had me blind

It's gonna be a bright (bright), bright (bright)

Sun-shiny day”

El director ironizó, en un momento en que la lluvia ya era un hecho, sobre la letra de la canción. El concierto de la banda de música seguía en la distancia a pesar de los pesares. Una mujer flotaba en el agua asomando la cabeza como las mismas focas que habíamos visto. Una familia joven con niños escuchaba al coro, una preciosa pelirroja adolescente, con su uniforme de scout les ofrecía galletas.

Se veía a gente con manga corta, otros bien abrigados con impermeable. El día era frío, pero todos parecían haber decidido que era primavera, y no pensaban renunciar al plan.

Acostumbrados como estamos al buen tiempo y a las temperaturas suaves nos resulta difícil entender que la vida en estas comunidades debe realizarse con o sin lluvia.

Fue ciertamente una suerte poder compartir aquellas horas con los vecinos de la zona. Se percibía algo genuino. Notamos la mejor faceta de aquella sociedad, sentido Faltó tiempo, claro, para conversar sin prisa, para entrar en una casa, compartir una comida o entender sus ritos más íntimos. No obstante, fue infinitamente mejor que encerrarse en una cápsula turística que recorre el mundo sin tocarlo.

El turismo está pervirtiendo las fiestas populares para convertirlas en un producto más para hacer negocio. Cada vez siento más la falta de autenticidad de grandes ciudades y pueblos pequeños que se han convertido en un parque de atracciones donde todo se vende.


En un artículo publicado en la revista de la Marina Alta Canfali, el autor J.V. Mascarell reflexiona justamente sobre esto. En forma de conversación en la cocina, la mujer de la casa dice:


“—Esto, esto: ponéis precio a todo —al paisaje, a la memoria, a la alegría... ¡y a vender, que el mundo se acaba! Parece que las cosas valen porque se pueden vender y generar beneficios —criticó ella—. Pero no lo tengo claro. Como decían nuestros padres: el que vende lo que tiene se queda sin lo que tenía.”


En ese sentido, el cambio de planes nos llevó a vivir una experiencia distinta, justo lo que todo viajero debería desear. Cada vez viajamos más dentro de una burbuja tecnológica que nos aísla del mundo real. Podemos estar en Barcelona o en Londres, pero alojados en una casa o un hotel reservados sin contacto humano, recorriendo las calles como monos de circo subidos a un autobús que en minutos sirve la ciudad como si fuera comida rápida. Las tiendas tradicionales desaparecen, sustituidas por locales de souvenirs fabricados en otro continente. Los vecinos son expulsados del centro y el tejido comunitario se extingue.

Todo parece un decorado, un producto de diseño ajeno a la historia y cultura local. Y si se habla de historia, es solo como entretenimiento, no para confrontarnos con nosotros mismos. Viajar era un ejercicio de perspectiva: entender nuestra realidad a través del contraste con otra. Hoy, con suerte, logramos asomarnos —aunque sea brevemente— a la vida de una comunidad y la podemos comparar con nuestras raíces. Eso siempre ensancha la tolerancia y afina la mirada.

No creo que dos días basten para entender Kilmore Quay, pero tras varios viajes por Irlanda —tanto el sur católico como el norte endurecido por siglos de conflicto— uno aprende a leer mejor el mundo.

El día, tal como se había previsto, se cerró entre cortinas de lluvia. Comimos, aconsejados por compañeros del grupo, en el pub local. Nos bebimos unas buenas jarras de cerveza negra y dimos cuenta de una buena ración de rosbif con puré. El pub tampoco era un local para turistas, aunque se nos acogió sin extrañarse de nuestra presencia. 

No había mucho más que hacer. Los guías habían previsto una charla sobre fotografía y fauna que no pudo hacerse el primer día y acabó posponiéndose hasta esa tarde.   

Aunque llovía con cierta intensidad nos decidimos a hacer una visita a la playa occidental del pueblo. El puerto, con sus naves dedicadas al comercio de pescado, fue quedando atrás. Un pequeño paseo llevaba pasando, por el monumento a los desaparecidos en el mar, a la zona de dunas. Sobre un pequeño pedestal se leían grabados los nombres de decenas de muertos en el mar. Es una realidad que en un pueblo marinero como este no se puede ignorar.

El aparcamiento que domina la larga playa de arena parecía ser el "lovers' lane” local. Varios coches con parejas en su interior estaban aparcados frente a un mar embravecido. Por una pasarela accedimos a la arena ya completamente empapados por la persistente lluvia. Las dunas, de unos diez metros de alto, cubiertas de hierba que se agitaba por el viento, se perdían entre los vapores que levantaba el fuerte oleaje. No sin esfuerzo por la pendiente y la inestabilidad del terreno accedí a la parte alta de la duna, desde donde se divisaba un paisaje desierto, sin casas ni elementos que perturbaran el paisaje. Se trataba de la reserva natural de Ballyteigue Burrow, reconocida por valor su medioambiental desde 1987. La lluvia arreciaba más y más haciendo imposible seguir por la orilla del mar hasta el final. Como penitentes encapuchados volvimos hacia el hotel, vencidos por un clima déspota como es el de este rincón del mundo.

Y entonces, como suele ocurrir en Irlanda, escampó. Un sol tibio, dorado, rompió entre las nubes. El puerto, las casas, todo brillaba. Entre las nubes los rayos rasantes dibujaron espejos en el asfalto.

Allá, en la distancia sobresalían diminutas sobre el horizonte las dos islas, más lejanas que nunca. Flotaban en el mar como ahora lo hacen en mis recuerdos.

Ahora puedo ver con claridad, la lluvia se ha ido.

Puedo ver todos los obstáculos en mi camino.

Se han ido las nubes oscuras que me cegaban.

Va a ser un día brillante (brillante), brillante (brillante).

Un día soleado.






.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy

La qüestió de les Comarques Centrals. Una eixida de camp

Només el poble salva el poble?