Un monasterio en Lilliput.
Escapamos de la playa con la impaciencia de quien sabe que el mejor todavía está por llegar. Una escalera de escalones hechos con las piedras de la zona se dirigía en pocos metros hasta el camino principal que atraviesa la isla de norte a sur, bordeando el terreno privado de los propietarios. Estos son tolerantes con los visitantes, pero aunque les dan la bienvenida en el monolito que corona la escalera, dejan bien claro qué terrenos son de su uso exclusivo. Arriba, como un pequeño bastión de un mundo en miniatura, se levanta una casa de líneas sencillas, con fachada plana, sin molduras, abierta por cinco ventanas por cada planta y un tejado a cuatro aguas. Es el escondrijo del exiguo principado de las Saltee. Detrás de las ventanas se ven las cortinas de la que podría ser una granja irlandesa y no de las más lujosas que habíamos visto en el viaje desde el aeropuerto. No obstante una insignia heráldica en la fachada, repetida en los carteles, recuerda las aspiraciones del difunto príncipe Michael I de las Saltee, muerto el 1998, último soberano de este micro-reino peculiar.
El grupo se alejaba hacia el sur por el camino abierto entre prados de vegetación achaparrada y arbustos convertidos en bonsáis por el viento y el salobre. Aceleré el paso, sin dejar de fotografiar obsesivamente por todos los lados un paisaje que parecía querer escapar del recuerdo. Se podría decir que era un precioso día de primavera con cielos todavía rasos y mar de tonalidades más mediterráneas que septentrionales.
Una cerca de piedra seca, reducto de aquello que serían las zonas de pasto del pasado, hace de hito entre las dos mitades de la isla. Me atrasé un poco y vi al amigo Jesús andando cargado su equipo por la suave pendiente cubierta de flores blancas. Por todas partes, rocas antiguas lucían liquenes amarillos que brillaban como joyas bajo el sol. Y al fondo, la batalla eterna entre mar y los acantilados había esculpido calas, cuevas, islotes y escollos: el escenario perfecto para las decenas de miles de aves que ya se anunciaban con gritos lejanos. Sobre las aguas tranquilas a cobijo del mar, como entre dos mundos, flotaban centenares de puntos blancos y negros, gaviotas, alcas, araos, frailecillos comunes o, incluso, focas, los cuales aprovechaban el momento de la mañana para pescar en las generosas aguas del Atlántico.
Sobre las rocas se veían, en un islote separado por un canal, los centenares de albatros protegiendo sus nidos. La estructura geológica de la isla hace que la piedra se fracture formando escalones, un tipo de graderío vivo, donde las aves se apelotonan y hacen la puesta, muchas veces sin un nido que sustente los huevos que parecen quedar desprotegidos entre este alboroto de movimientos, rifirrafes y gritos.
Llegamos a la primera bahía donde decían que había frailecillos comunes. Ver el primero nos hizo reaccionar bajando nuestro punto de vista, adorándolo como pelegrinos que se postergan ante una santidad alada. Actuábamos como si esta fuera la última ocasión en la cual podríamos fotografiar una ave tan poco común por nuestras tierras. Pequeños, serenos, los frailecillos comunes nos observaban con ojos redondos, más curiosos que asustados. Las cámaras estallaban en una sucesión de clics, mientras la luz suave acariciaba las flores rosadas y las diminutas plantas que completaban la postal que todos habíamos soñado. La luz era dulce y suave mimando plantas y flores rosadas que creaban el marco icónico que todos buscábamos. Los frailecillos comunes, no solo uno, dos, tres, cuatro, decenas... trabajando con diligencia o descansando, entrando y saliendo de sus madrigueras como diminutos juguetes de cuerda. Repentinamente, levantaban un vuelo frenético aprovechando el desnivel como si se tratara de aviones primitivos. La elegancia y el control de otras aves son aquí sustituidas por la fuerza bruta de unas alas pequeñas que se agitaban con energía para ganar bastante sustentación contra la tozuda fuerza de la gravedad. Parecían títeres colgados de una invisible polea por un hilo que dejaba el lomo alto y cabeza y cola colgantes.
No faltaban las ocasiones para hacer más y más fotos, las alcas negras con ojos escondidos entre los tonos oscuros de su plumaje, picos de diseño con líneas blancas trazadas con bisturí, aristocráticos araos de cuello elegante y facciones angulosas, algunos con la brida que los hace parecer turistas con gafas de sol. Por todas partes en los nidos o volando, había elegantes gaviotas de mirada sombría o frailecillos comunes que, en grupos, parecían jubilados controlando obras imaginarias. Tengo que decir que aquello era una fiesta y no sabía qué motivo de todos los que se ofrecían era el mejor. Veía a los compañeros de grupo, cada vez más dispersos, sin quitar ojo a las oportunidades, detrás de los visores de sus cámaras. Yo me senté en un lugar junto a una piedra. Podía ver de forma lateral los vuelos, pero estos se producían de forma tan rápida que ni la cámara era incapaz de enfocar ni yo de seguir la trayectoria.
En un momento vi la cabecita de un fraile que me miraba quisquilloso detrás de una piedra que tenía a un metro por la derecha. Al cambiar la posición vi que efectivamente estaba molestando a la pobre pareja, sentado como estaba a poca distancia de su nido. Solo el diminuto personaje me vimos a unos metros, se atrevieron a desaparecer por un agujero excavado bajo la piedra.
Una barca de pesca blanca con franjas rojas pescaba entre los islotes de las proximidades. El ruido y los movimientos, caminatas, vuelos, saltos, caricias entre las parejas, conflictos por los espacios eran inacabables. Todo un paraíso para el fotógrafo de fauna o el observador que quiere disfrutar de esta explosión de vida.
La mayoría de las aves que vemos, tenían una parecido con los pingüinos. Los álcidos forman una familia de caradriformes integrada por pájaros marinos y buceadores. Son bastante parecidos a los pingüinos a causa de sus colores, la posición erecta y otros hábitos, pero no están emparentados taxonómicamente: su similitud se explica por la convergencia evolutiva. El mismo hábito, el mismo mar, los ha hecho primos de forma, si no de sangre. Son excelentes nadadores y pescan bajo el agua con una eficacia sorprendente. Viven en mar abierto y solo pisan tierra para criar. Algunas especies pueden zambullirse hasta 40 metros, otros hasta los 100.
Los humanos han cazado y recolectado los huevos de estas aves llegando, incluso, a extinguir el alca gigante en el siglo XIX. El alca gigante fue una parte importante de muchas culturas nativas americanas, tanto como fuente de alimento como elemento simbólico. Muchas personas arcaicas marítimas fueron enterradas con grandes huesos de alca gigante. Un entierro descubierto incluía alguien cubierto por más de 200 picos de alca gigante, que se supone que son los restos de una capa hecha con pieles de alcas gigantes. Los primeros exploradores europeos en las Américas utilizaron el alca gigante como fuente de alimento conveniente o como cebo de pesca, reduciendo el número. El penacho de pájaro tenía una gran demanda a Europa, un factor que eliminó en gran medida las poblaciones europeas a mediados del siglo XVI. Los científicos pronto se empezaron a dar cuenta que el alca gigante estaba desapareciendo y se convirtió en el beneficiario de muchas leyes ambientales tempranas, pero esto resultó ineficaz.
Su creciente rareza aumentó el interés de los museos europeos y de los coleccionistas privados por la obtención de pieles y huevos del pájaro. El 3 de junio de 1844, los dos últimos ejemplares confirmados fueron asesinados en la isla de Eldey (ante la costa de Islandia), poniendo fin al último intento de reproducción conocido. Los informes posteriores de avistamientos de individuos itinerantes o de ejemplares capturados no se han confirmado. Un registro de un alca gigante el 1852 es considerado por algunos como el último avistamiento de un miembro de la especie.
Llegados aquí se hace difícil entender como estas aves toleran la presencia humana con más cautela que miedo. De hecho, los humanos que ahora visitan las Saltee solo hacen fotos y no les hacen daño. Incluso parece que matar un frailecillo común es como poner fin a la vida de un niño por su aspecto inocente e infantil. El caso es que los humanos caminamos sin barreras por sus colonias impidiendo el acceso a las madrigueras. A veces van y vuelven porque no se fían de ese animal grande que se sienta junto al túnel que lleva a su hogar.
Un artículo de prensa informa de una campaña para la erradicación de las ratas en la isla. Por otro lado, he leído que se introdujeron gatos en el pasado que afortunadamente se extinguieron. Las islas, la grande especialmente, han llegado a ser una valiosa fuente de ingresos para los pueblos de la zona que están cambiando la pesca, la ganadería o la agricultura del pasado por el becerro de oro del turismo. De momento el difícil acceso en la isla hace difícil la llegada masiva de más visitantes, pero los que llegamos rompemos, sin quererlo, ni ser conscientes, el delicado equilibrio y tranquilidad que un santuario como este necesita para proteger la vida y la procreación de aquellos que son los propietarios reales de las islas.
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