Entre el vuelo de los alcatraces y la mirada cautelosa del frailecillo común.


La urgencia inicial de capturar al frailecillo común (Fratercula arctica) se metamorfoseó paulatinamente en una observación más contemplativa y curiosa. Aquel impulso irrefrenable de pulsar el disparador de la cámara cedió su lugar a una pausa reflexiva. Los fotógrafos, en una danza silenciosa con el entorno, variaban su posición: algunos erguidos, otros sentados, y los más audaces, como soldados en plena misión, se lanzaban cuerpo a tierra. Allí, mimetizados con la hierba, buscaban los deliciosos desenfoques que envolvían a los frailecillos en etéreas neblinas de magenta, blanco y verde, dando a la imagen un sentido más onírico.

Con un ángulo picado, se podía obtener un fondo con las tonalidades azules del mar que hacía destacar los colores cálidos de las aves y las rocas. Lo que no pensábamos en absoluto era en cómo nos verían ellas, las aves. De vez en cuando, levantaban los ojitos para observarnos: aquellos torpes gigantes de dos patas, siempre a punto de poner el pie —o una parte menos digna del cuerpo— a la puerta de su nido.

Decidimos cambiar de lugar y andar hacia el otro lado de un puntal de piedra a unos centenares de metros al oeste. Otro grupo de españoles —una docena, dijeron— iban acompañados por guías sevillanos que, según parecía, ya era la tercera o cuarta vez que iban.

Con el transcurrir de la mañana, se hacía evidente un cambio en la luz, ahora filtrada por una fina capa de nubes. Los colores brillantes se transformaban en otros más suaves y los fuertes contrastes se matizaban. 

La configuración geológica de las islas Saltee había formado un islote separado por un canal de solo unos pocos metros, cubierto de escandalosas aves anidando. En los mapas aparece como Makeston Rock.   La forma recordaba la base de un tronco de árbol cortado casi por las raíces. La parte superior, estaba cubierta de excrementos que encalaban la roca con las deposiciones de generaciones de aves. Más abajo, una franja de líquenes amarillos envolvía la roca, y en la base, una tercera banda oscura marcaba el punto donde en los temporales de invierno rompen con fuerza las olas. Superado el punto más alto, nos acercamos al islote, disfrutando del vuelo elegante de los alcatraces que lo rodeaban, haciendo pases frecuentes por encima el canal, prácticamente a la altura de nuestros ojos.

Decenas —que digo decenas, centenares— de alcatraces (Morus bassanus) vigilaban y mantenían su posición. El indiscutible gregarismo de los alcatraces, que hace que se agrupan en colonias inmensas, no está reñido con la necesidad de un espacio vital propio. Cada pareja impone un círculo con un diámetro equivalente a dos aves y defiende su nido con ferocidad. Una mirada más atenta nos reveló la cohabitación con los araos (Uria aalge), menos numerosos pero también presentes a la piràmide de piedra.


Los frailecillos comunes tienen una silueta de formas redondeadas y desproporcionadas que les da un aspecto infantil y entrañable. Los alcatraces, en cambio, parecen diseñados para la perfección aerodinámica: cuerpos largos y esbeltos, alas estrechas y un pico que parece un puñal. El color blanco dominante de su plumaje contrasta con las puntas oscuras de las alas. Toques de negro se dibujan en las patas y en las líneas finas que enmarcan el pico, formando una máscara que rodea unos ojos de un azul helado. La sobriedad del conjunto solo se anima con las tonalidades amarillas que aparecen en el cuello y la cabeza al hacia medida que se hacen adultos.

Los pollos, tres meses después de romper el caparazón, vuelan solos hacia mar adentro, y no desarrollarán del todo su aspecto adulto hasta pasados cinco años.

Los alcatraces forman parejas estables que refuerzan con rituales complejos en que los picos se enfrentan como espadas en alto. Vimos alguna cópula que, a los ojos humanos, parece una maniobra agresiva, con el macho aplastando el cuerpo de la pareja, que soporta estoicamente —genéticamente resignada— esta demostración de fuerza.

El amigo Jesús y yo no estábamos solos en aquel rincón. Una pareja con una niña descendía lentamente por la costa. Otros desconocidos disparaban fotografías en todas direcciones. Jaume, uno de los dos amigos de Dénia que nos acompañaban, disparaba como un soldado de trinchera a todo aquello que se movía.

El canal era un espacio perfecto para los vuelos. Gaviotas de diferentes tipos, cormoranes (Phalacrocorax carbo) y alcatraces iban y volvían muchas veces con materiales para los nidos. Incluso se veían restos de redes de nailon formando parte de la construcción. La plaga de los plásticos perdidos en el mar también había llegado a las Saltee.


No muy lejos, araos (Uria aalge) y alcas (Alca torda) caminaban entre huevos de color turquesa depositados directamente sobre la roca, sin más ceremonia. Parece que la evolución ha previsto esta circunstancia, y estos huevos no ruedan fácilmente por su peculiar distribución de peso. Un gavión atlántico (Larus marinus), de mirada psicópata y con un ojo rodeado de rojo sangre, nos escrutaba vigilando cada movimiento. Es una de las gaviotas más grandes del mundo, con una envergadura de alas de hasta 1,7 m. Tiene un poderoso pico para comer polluelos de aves marinas y crías de patos, tragándoselos enteros. A diferencia de otras, esta ave suele cazar sola o en pareja. Anida en las costas rocosas y pone tres huevos en cada nidada. Miden hasta 79 cm de largo y se la encuentra en el norte del océano Atlántico.

Una foca nadaba perezosa entre las rocas. Con la curiosidad de aquel que no las ve con frecuencia nos fijamos en ella excitados como niños de visita al zoo. Es este un mamífero fácil de divisar a las costas irlandesas. Se calcula que las islas Saltee son un lugar importante para la cría de focas grises (Halichoerus grypus) en Irlanda. En años favorables, pueden nacer más de 120 crías repartidas en hasta 25 puntos de parte, a pesar de que estos valores varían según las condiciones anuales. Las Saltee son, así, uno de los cinco principales lugares de reproducción de estos mamíferos marinos. Su mirada, desde la distancia, recuerda casi la de un rostro humano que saca la cabeza sobre la superficie del agua. A diferencia de las aves, siempre las vimos a cierta distancia.

La actividad era incesante por todas partes. A la plataforma del islote se veían las cabecitas de los alcatraces, con otros de su especie y de otras haciendo sobrevuelos a poca distancia. Si descendían, lo hacían de forma miserable, como un peso muerto que se desploma sobre las rocas. Toda la habilidad que tienen en vuelo o en los picados como estiletes de cabeza al agua se transformaba en movimientos penosos en el momento de perder velocidad, con frecuentes aterrizajes catastróficos. Si un alcatraz fuera un avión, pienso que nunca subiría, solo con ver como caen al suelo.



Recortados sobre el azul marino de las aguas, una pareja de alcas (Alca torda) forjaba manifestaciones de afecto acicalándose el uno al otro. Su mirada, normalmente severa, se transformaba en tierna cuando, con el pico, mimaban el plumaje de la pareja. Juntaban cabezas y cuerpos en rituales que reafirmaban su vínculo.

Los araos tienen otra expresión, más dulce. El pico alargado y la raya que sale de atrás de los ojos configuran un conjunto armonioso y sereno. Algunos muestran variaciones genéticas: en un caso, franjas blancas rompían el marrón oscuro habitual del cuello y la cara. Otros, conocidos como araos con brida (Uria aalge, forma “bridled”), presentan las que parecen unas ojeras blancas que rodean el ojo y se extienden con una línea hacia atrás.

 

Cubierta esta nueva etapa, continuamos por la senda perimetral hacia el sur, donde decían que se ubicaba la colonia más grande de alcatraces. Arriba de una piedra, un ostrero euroasiático (Haematopus ostralegus) nos observaba con un ojo de color rojo intenso y un pico del mismo color con la punta anaranjada. Ya los habíamos visto en bandadas el día anterior; en este caso, era un solo individuo, que se echaba a volar si nos acercábamos demasiado. En el nordeste se veía la isla gemela — de acceso prohibido — también con zonas de nidificación, y más allá, perdida entre la niebla la costa de Kilmore Quay.



De camino hacia el extremo opuesto de la isla, vimos más y más colonias viviendo en cualquier cornisa mínima que permitía la roca. Algunos estaban tan pegados que parecían un rebaño compacto. Los vuelos y los gritos eran incesantes. Había un punto desde donde se podía ver el nido de un cormorán grande (Phalacrocorax carbo), con sus pollos que estiraban el cuello mirando con ojos de anciano decrépito. Su aspecto recordaba vagamente al de los dinosaurios voladores. Los fotógrafos, más numerosos que hacía un rato, se apresuraban a ocupar la posición nada más quedaba libre. Nosotros, después de hacer nuestra instantánea, nos sentamos sobre la hierba  para comernos el bocadillo.


Tal vez por eso, los humanos que venían por la senda empezaron a pasar detrás de nosotros, y fue justo en aquel momento cuando un frailecillo común bajó hasta nuestros pies, con la boca llena de alevines. Parece que la cantidad de gente en la zona le había impedido acercarse hasta entonces. En vez de ir nosotros a buscar la foto icónica, esta se plantó ante la lente. El pobre frailecillo tenía la entrada de su madriguera cerca del camino y no podía alimentar su pollo. Seguramente evaluó nuestra presencia y consideró la distancia bastante segura como para entrar sin riesgo. Salió en unos segundos con la hembra. La pareja interactuó ante nuestros ojos a poca distancia con un golpe de suerte como los que de vez en cuando regalan un par de buenas fotos.


Es significativo como la carencia de barreras o señales en un santuario como este provoca molestias innecesarias a las aves. Las islas Saltee, como tantos otros lugares, pueden acabar convirtiéndose en una caricatura de sí mismas. El momento de cría es delicado, y habría que delimitar espacios exclusivos donde ni el más respetuoso de los fotógrafos pueda acceder. Por el que se ve en Internet, el destino se está haciendo popular en un contexto en que la observación y la fotografía de aves va en aumento.

El que está en juego va más allá del recuerdo de un buen viaje o de unas fotografías exitosas. Las aves, como los alcatraces, los frailecillos comunes o los araos, viven una batalla silenciosa para mantener sus ciclos de vida dentro de un mundo que cada vez les invade más espacios.

Creemos, a menudo, que observar es un acto neutro, pero incluso la mirada —si es demasiado insistente, demasiado cercana— puede alterar ritmos que hace milenios que funcionan. La isla es un lugar bellísimo, sí, pero también frágil. Volvería mañana mismo, con la misma emoción, pero con más silencio. Con menos prisa. Quizás ya no para hacer fotos, sino solo para ver y entender mejor. Porque aquello que más emociona, al final, no es esa foto única que todo fotógrafo busca, sino sentirte, por un momento brevísimo, parte de un mundo que no te pertenece —y que, aun así, te acoge.


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