Kilmore Quay. Agonía de un pueblo pesquero.
Dormir en aquella claustrofóbica habitación solo fue posible porque estábamos agotados tras un día tan largo e intenso. El amanecer nos sorprendió mucho antes de lo que nuestros cuerpos habrían deseado: en Irlanda, cuando la primavera se deshace del frío, el sol irrumpe por los ventanales a las cinco de la mañana.
El desayuno, sin poder calentar la leche, lo hicimos de pie. Gracias a los cereales y al café soluble que llevábamos de casa, usando los vasos, bol y cubiertos que también habíamos traído pudimos salvar la situación.
Inquietos ante la perspectiva de la excursión a la isla, salimos a caminar por el pueblo haciendo tiempo antes de embarcarnos. El silencio marino de Kilmore Quay, solo roto por el grito lejano de las gaviotas, tenía un aire tranquilo, como si allí las horas pasaran más despacio.
Kilmore Quay, en gaélico “Muelle de la gran iglesia”, es un nombre acertado porque, en realidad, lo único que destaca a nivel monumental es una capilla neogótica en una de las tres calles que convergen en el puerto. Casi enfrente está el pub local. Muy cerca, una torre solitaria asoma el cuello detrás de una granja, vigilando la carretera que llega desde el oeste. El pueblo también es conocido por su arquitectura tradicional, incluida la iglesia de San Pedro, construida en 1875, y las casas con techos de paja que datan de los siglos XVIII y XIX.
Tradicionalmente, ha sido un pueblo pesquero. Durante los oscuros tiempos del Gran Hambruna del siglo XIX, los habitantes de Kilmore Quay recurrieron a la pesca para sobrevivir, desarrollando el puerto como forma de evitar la inanición. Esta tradición pesquera continúa hoy en día, con una flota comercial activa —claramente envejecida y en decadencia— y una marina moderna de 55 amarres que acoge tanto barcos pesqueros como embarcaciones de recreo. Una mujer del pueblo me confirmó aquello que ya se veía en el óxido y la falta de mantenimiento de los barcos: la pesca ya no da para vivir como antes. Solo el turismo, una zona para caravanas, los hoteles, algunos restaurantes y pastelerías dan algo de vida durante los escasos meses del verano. Seguramente, el mayor tesoro que conservan hoy es la gran isla de las Saltee, que, aunque es privada, se puede visitar con permiso de los propietarios.
Los marineros que pilotaban las embarcaciones eran chicos, seguramente del pueblo, de entre veinte y treinta años. Probablemente es una forma de “hacer el agosto” en cuanto empieza la temporada estival.
Lamentablemente, es uno de esos pueblos que podríamos llamar de la “Irlanda vaciada”, donde apenas viven unos 400 habitantes. Casi un recuerdo melancólico de lo que fue. En el pasado la población descendió de 850 a 600 en solo siete años. En la calle principal, hace treinta años vivían 220 personas, ahora solo 73 permanentes. Muchas casas están ahora en manos de propietarios que las usan como segunda residencia y se oponen a cualquier desarrollo urbanístico. Incluso el párroco local, Jim Cogley, abordó el tema desde el altar durante la misa. En invierno llega a ser un pueblo fantasma que solo cobra vida con la llegada del verano.
El alto precio del suelo en los alrededores del pueblo, inflado por compradores externos, ha obligado a muchas familias y parejas jóvenes a trasladarse a otras zonas del sur de Wexford. Varios negocios han cerrado por la falta de actividad suficiente para sostenerlos. ¿Debe ser un pueblo vivo o un museo para el turista? Este es un problema genérico europeo de difícil solución.
Con los amigos de Dénia dimos una vuelta por los alrededores del puerto. La playa al oeste del pueblo tiene una franja de arena fina casi sumergida ese día por la marea. Las gaviotas, activas y nerviosas, iban de acá para allá, aprovechando las farolas como privilegiado observatorio. La luz iba ganando presencia desde los naranjas del alba al azul casi violento de un día primaveral sin nubes.
Detrás de la playa había un mirador con un par de bancos y una placa que hablaba de una joven que desapareció sin dejar rastro el nueve de febrero de 1998. La desaparición de Fiona Sinnott es uno de los casos más desconcertantes y dolorosos de Irlanda, aún sin resolver más de veinticinco años después.
Fiona Sinnott era una joven de diecinueve años, madre de una niña de once meses, que vivía en Ballyhitt, cerca de Broadway, en el condado de Wexford. La noche del 8 de febrero de 1998 salió con amigos al pub Butler’s de Broadway, a unos 8 kilómetros de Kilmore Quay. Fue vista por última vez alrededor de la medianoche, al salir del local. Un testigo dijo haber visto a una pareja discutiendo cerca de Kisha Cross, con dos hombres jóvenes observando cerca; estas personas nunca han sido identificadas.
Inicialmente, la desaparición fue tratada como un caso de persona desaparecida. Sin embargo, en 2005 el caso fue reclasificado como una investigación por asesinato. A pesar de varias detenciones, nadie ha sido acusado formalmente. La familia continúa luchando para que no se cierre el caso. Para mí, visitante ocasional, era significativo de la complejidad de la vida de cualquier comunidad. Como en cualquier pueblo, bajo la postal se esconden realidades complejas.
La vida aparentemente plácida de Kilmore Quay esconde historias de dolor, de amor frustrado, de ausencias.
En los distintos paseos y visitas a los locales, pudimos hablar brevemente con algunos de los irlandeses del pueblo. Curiosamente, tenían buena relación con España. La jefa de sala del restaurante The Grounds, una chica robusta de piel clara y cabello rubio, confesó que no le gustaba nada la metereología que sufrían en el pueblo. Tal vez fuera la oscuridad húmeda de esos días de invierno que hacen una primavera tan verde y esplendorosa. El caso es que conocía bien Barcelona y quería volver con su hija de vacaciones. También había escogido una iglesia en Marbella para casarse, como ahora es moda entre muchos de estos nórdicos que reniegan de su tierra buscando localizaciones más exóticas para un acto tan doméstico como es casarse.
También ese turismo está causando problemas en Valencia, encareciendo la vivienda y expulsando a sus habitantes cada vez más lejos del centro de las ciudades o incluso fuera de la isla de Mallorca.
Un chico de cabello y barba rojos, típicamente irlandés, nos preguntó de dónde éramos, y al saber que veníamos de España se animó y comentó que su novia era española. También tenía raíces españolas por parte de su abuela. No tardamos en caer en la inevitable conversación que une pueblos y razas: el fútbol. Al saber que veníamos de la zona de Valencia se manifestó como seguidor del Valencia Club de Fútbol. Conocía bien su evolución, el propietario chino y detalles que sólo conoce un auténtico aficionado.
No soy amante del fútbol, pero debo reconocer que quizá sea el tema de conversación más oportuno para iniciar una comunicación incluso en las partes más remotas del planeta.
Kilmore Quay tiene una playa con dunas al oeste. Justo al principio hay un “Jardín Memorial” donde se puede leer, en una larguísima lista, los nombres de las víctimas devoradas por un mar que, sin embargo, les da la vida del mismo modo que se la arrebata.
Accidentes de helicóptero, yates hundidos, marineros desaparecidos… El mar nunca bromea, menos aún el Atlántico.
La zona de Kilmore Quay, en el condado de Wexford, Irlanda, es conocida por su rica historia marítima y, lamentablemente, por los numerosos naufragios que han tenido lugar en sus aguas. La combinación de rocas ocultas, corrientes traicioneras y condiciones meteorológicas adversas ha convertido esta área en un lugar peligroso para la navegación durante siglos.
Se calcula que hay más de mil naufragios y encallamientos a lo largo de la costa de Wexford, desde Hook Head hasta Arklow, con una concentración significativa alrededor de Kilmore Quay y las islas Saltee. Esta zona, conocida como la “Bahía de los Naufragios”, ha sido testigo de numerosas tragedias marítimas. Ante la peligrosidad del área, se estableció una estación de salvamento marítimo en Kilmore Quay en 1847. Desde entonces, ha jugado un papel crucial en la seguridad marítima de la región, participando en numerosas operaciones de rescate y salvando más de 100 vidas.
La playa al oeste del puerto es larga, con dunas de gran altura cubiertas de hierba. En una tarde de lluvia intensa, ya al día siguiente, salimos a caminar para no quedarnos encerrados en el hotel. El viento casi nos arrastraba. El mar hervía con olas y espuma que se perdían en un cielo que se desplomaba en cortinas de un gris plomizo y tétrico. Subí las dunas y disfruté de un paisaje a veces tan dulce y otras tan cruel, dejándome llevar por el viento y el pensamiento. Todo era agua. Todo era verde. Todo era Irlanda.
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