Puentes


El chulesco sol de primavera  ha barrido el frío gris y la humedad de estos días en que la oscuridad hacía juego con el estado de ánimo. La comarca se ha vestido con los colores de marzo aunque los frentes de borrascas vienen al contraataque. El agua, en franca retirada otra vez, ha llenado los ríos con un caudal alegre que trota y cabalga el lecho de rocas en su escapada al mar. En mi rutina sabatina me he acercado al café Ronda para practicar un par de horas el inglés. De vuelta al pueblo he visto una mujer joven que intentaba cruzar el vado, bajo la carretera nacional, que lo separa de la ciudad. Estaba repleto de un agua fangosa y turbia que no dejaba ver el fondo. Como no se veía la profundidad yo mismo estaba dudando si pasar con el coche o dar un rodeo. Al ver que una furgoneta se ha atrevido y ha pasado sin problemas, he hecho lo propio invitando con un gesto a la mujer a pasar al otro lado. Algo avergonzada y recelosa se ha subido. Le he preguntado y ha preferido apearse al otro lado. Un simple gesto y ha evitado andar casi un kilómetro más. No lo tenía claro, nunca se sabe si detrás de una invitación hay bondad o retorcidos intereses.

Un rato después me he acercado paseando hasta al río con el perro. Uno de mis lugares favoritos para dejarle que se bañe es el vado que lleva a Almoines. A lo lejos he visto dos figuras recortadas contra el agua. Dos barbudos, de los que deambulan por la comarca últimamente, estaban empujando una bicicleta y una pequeña vagoneta de dos ruedas en medio de la corriente. Ni siquiera se han arremangado o descalzado. Uno de ellos, montado sobre el remolque cargado de chatarra, ha tenido que bajar y chapotear con su compañero empujando con esfuerzo. Parecía una de las escenas de las películas del lejano oeste en las que un convoy de caravanas con caballos y pioneros cruzaban el espacio salvaje camino de la tierra prometida más allá de desiertos y montañas.

De vuelta a casa iba rumiando sobre la importancia de estos pasos en la historia humana y su fuerte carga simbólica.Son pequeños detalles, como estos, los que nos demuestran la importancia de los puentes esos tajos en el terreno que son los cauces o los vados indudables. No hay más que ver los orígenes de la mayoría de grandes ciudades europeas, Londres, Munich, Paris, Praga o Roma, entre muchas otras, para ver la importancia de los ríos y de ese artefacto que llamamos puente en las relaciones sociales, económicas y culturales de todo un continente. Algunos son tan importantes que han sobrevivido milenios, en algunos casos, hasta seguir siendo útiles a nuestros días. Los puentes eran tan cruciales en las comunicaciones que había que dar enormes rodeos para alcanzar un vado accesible o un barquero que hiciera el trabajo. Los astutos propietarios de los mismos descubrieron pronto el inmenso beneficio en impuestos cobrados a todos los usuarios. Los militares vieron su potencia estratégica, la necesidad de su control y posesión para detener y disuadir al enemigo. Los puentes eran, además, la manera en que las comunidades se unían y entremezclaban. No hay más que hablar del de Mostar, monumento otomano destruido durante la última guerra balcánica, y su reconstrucción como símbolo de la reconciliación entre comunidades.

Tender puentes, cabeza de puente, puente aéreo. La palabra está en la médula del idioma tanto como elemento arquitectónico como en su vertiente simbólica. El euro nació bajo la bandera de una Europa que necesitaba unirse más allá del espíritu económico y, por ello, los billetes se diseñaron con ese motivo recurrente en un continente que deseaba encontrar los nexos de unión por encima de las nacionalidades y tenía vocación global y cosmopolita.

Tal vez estas dos pequeñas anécdotas de la mañana son el símbolo de lo que debería ser nuestra sociedad. Un lugar donde se ayuda al prójimo en dificultades para superar sus limitaciones. Un lugar donde nadie tenga que cruzar el agua mojándose mientras otros lo hacen por amplios viaductos a toda velocidad. Una sociedad cooperativa que se abre a la diferencia tendiendo estructuras que ligan las orillas de la incomprensión. En un momento en que la ciudadanía es atacada en sus derechos hay que tender puentes, ya sean colgantes, de hormigón o de recios arcos de piedra. Puentes con estribos y pilares sólidos como el amor, la comprensión, la tolerancia, la compasión, la solidaridad, el respeto y tantos otros valores que nos hacen mejores como seres humanos. Frente a las teorías del dejar hacer, de la relatividad de los valores, del egoísmo hay que reforzar una moral basada en principios que nos unan y nos hagan fuertes. Aislados no somos más que una banda de primates que se lanzan piedras de una ribera a la opuesta como solían hacer los niños de pueblos separados por un cauce. El puente debería ser ese canal de unión, de flujo de ideas, de comunicación y fortaleza como sociedad civil. Hay que defenderlos para evitar que el interés de una minoría poderosa los dinamite. Hay que abrirlos al paso libre de ideas, a la democracia, a unos partidos menos anquilosados en las prebendas del poder. Hay que impedir que nos los roben y nos obliguen a pagar por usarlos.

En unos momentos en que Europa está en una crisis de nacionalismos y cada uno rema en una dirección, no deberíamos olvidar que más allá de los diferentes idiomas e intereses compartimos mucho más de lo que se reconoce a simple vista. El egoísmo la incomunicación, el nacionalismo cerril, nunca nos llevó más que al caos.

Si en la geografía el puente es un poderoso generador de comunicación física, en la sociedad deberíamos inventar maneras de engrandecernos y tender puentes hacia una sociedad global más humana. De vecino a vecino rompiendo la barrera de la incomunicación, de región a región hablando de solidaridad, de cada país con sus vecinos destruyendo fronteras y con todo el mundo promoviendo relaciones más justas. Qué lejos queda aquel sentimiento de solidaridad internacional que otrora alumbró los movimientos sociales. No se si es posible volver a él. Hay que tender puentes.

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