Dos pequeños ojos abiertos al mundo

Dedicado a mi maravillosa hija


El pequeño pececillo nadaba espasmódicamente en un mar de ondas grises sobre fondo negro. Con un latido acelerado proclamaba su deseo de vivir, allá, en un océano primigenio, cálido y salino. Un papel suave, fino y satinado salió de la pequeña impresora y nos llevamos a casa la primera imagen de un maravilloso futuro. Con el tiempo el microscópico ser fue llenando la inmensa cavidad con esa voracidad pasmosa que tiene la vida en sus orígenes. A cada visita a la doctora sus formas, la silueta del bebé, iban ocupando la pantalla más y más, llenándonos de intriga sobre el ser que estaba por llegar. Cada vez más cómoda en el seno materno, nuestra hija iba explorando con curiosidad su entorno y, con ello, nos daba el íntimo y a la vez sobrenatural espectáculo de una persona viva en el interior de otra. El embarazo por más visto y conocido tiene esa grandeza inspiradora que deja fascinados y sin aliento a los padres cuando desean con amor el momento del abrazo con ese ser que intuyen.

Puntual como un reloj, impaciente, Mar no quiso esperar más de lo justo y decidió querer salir antes de que se abrieran las puertas. Fue una noche de nervios e inseguridad de primerizos ante la experta y desapasionada opinión de ginecóloga y comadrona. Puede esperar, sentenciaron. ¡Y tanto que esperó! El nueve de marzo de 1995 fue como el día más largo de una campaña militar de nueve meses. Mi esposa luchando contra los mil cuchillos que taladraban la carne y la cabeza de puente obstinadamente cerrada a cal y canto. Yo estaba preparado para asistir como testigo al parto, pero finalmente se decidió que debería ser por cesárea y nadie quería un padre mareado o, lo que es peor, requiriendo más atenciones que la propia madre. Habían pasado veinticuatro horas desde la primera alerta. Suegra y esposo en una sala de espera mientras los médicos jugaban a mineros y sacaban una hermosa flor a la luz. 

Seria a eso de las once de la noche. La puerta se abrió y un carrito metálico, empujado por una enfermera, sacó a un bebé, grande como recién nacido y diminuto como ser humano. Me agaché y la pude ver al otro lado del lateral de la cuna de plástico transparente. Dos ojitos abiertos a un mundo inmenso se cruzaron por primera vez con los de un padre emocionado. Ya en la habitación seguía el milagro de la vida. Los adultos siempre nos maravillamos de esa delicadeza que tiene el cuerpo de un bebé y, por supuesto, esa fue nuestra reacción. Asombro y ternura ante unas pies y unas manos de juguete. Fascinación ante unas uñas diminutas y esa piel de terciopelo que sólo tienen los recién nacidos.

¡Cuanta vida juntos! Nuestros paseos por Benissa con su carrito y su mirada curiosa. Las noches de calentura en las que despertaba hablando como un doctor en filosofía. Tantas veces jugando y haciendonos cosquillas, nadando o haciendo cabriolas, estudiando juntos, aprendiendo a aprender, contestándonos preguntas y compartiendo intimidades. Qué rápida pasa la vida cuando más deseamos que se ralentice.

Dieciocho años después tengo la misma suerte que tuve. Si ver crecer a un niño es una aventura increíblemente hermosa, verlo llegar a la edad adulta con toda la plenitud como persona es la mejor fortuna que le puede corresponder a nadie. No hay mayor felicidad que la de ver que la siguiente generación llega con ilusión y plenitud, con ganas de aprender y de llegar a la excelencia. De aquel pececillo en un pequeño océano a esta gran persona en esa nave preparada para soltar amarras y alzar las velas. Preparado para entrar en ese mar inmenso que es la vida de los adultos. Los hijos se marchan. Es ley de vida. Nos queda a los padres ese vínculo común que sólo se rompe cuando se muere o cuando se quiebra la memoria. Aún así, mucho después de olvidar quien es esa persona que te mira con cariño, sabes que es la misma por la que darías la vida porque sin ella no tiene sentido vivir.

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