Muerte de un fallero

Con afecto para esta familia tan cercana.

La ceremonia de la muerte se desarrolla en la actualidad en los polígonos industriales y las autopistas radiales de las ciudades grandes y medianas. Los coches pasan raudos frente a las naves industriales coronadas por rótulos de neón de colores llamativos. El naranja de la iluminación pública contamina y liquida el fresco azul de la noche que se viste de naranjas, marrones y sucios ocres. Esperamos a la puerta del tanatorio.

Como en una secuencia mecánica, como la cuenta atrás de un detonador, Ximo, casi un hermano para mi esposa, había disfrutado de sus últimas horas con sus amigos en la falla. El café, la tertulia, los triviales asuntos de la comisión, el blusón y los saludos constantes de aquellos que hacía tiempo no se veían. La calle, en días de fallas, está repleta de gente. El estallido continuo de petardos, que irrita por repetición, llena el aire de ese olor a azufre que tanto asociamos con la fiesta. Al fondo un monumento tan enorme como efímero. Para él también corre rápido el tiempo que lo consumirá. Su final programado.

El lugar es el mismo, las emociones muy parecidas, tiempo atrás había sido el lugar de despedida de otros familiares, amigos o conocidos. En la puerta los corrillos se forman y disgregan tras la ceremonia de estrechar manos, dar un abrazo o reconocer la relación con dos besos de mejilla que estallan en el aire. Los tópicos se suceden, nadie entiende realmente estas cosas. A veces el ambiente se relaja con un chascarrillo o un tema de actualidad. Las generaciones se reconocen y se unen en un dolor también expresado por edades con diferentes estilos. Los niños son los grandes ausentes. En una sociedad donde negamos la muerte nadie se atreve a educarlos en el reconocimiento de la realidad. Seguramente no lo entenderían, realmente nadie lo entendemos.

La misma mañana, fría y gris para lo acostumbrado en esta época del año, cada cual inició sus rutinas. Desde la tertulia en inglés veíamos pasar los falleros con sus pasacalles al otro lado del cristal. Algunas horas después más falleros, más música y el terremoto de la imponente mascletá. Ximo no se había sentido bien a primeras horas de la mañana y fue trasladado a Valencia para ser operado sin más demora. Pudo dar todavía los detalles, contactos, teléfonos y avisar a todos antes de entrar a quirófano. Su esposa estaba siendo operada del pie el mismo día a la misma hora. A veces son increíbles las crueldades del destino.

Lejos del centro de las ciudades, los tanatorios esterilizan el dolor en instalaciones funcionales en los que las máquinas de golosinas y café entretienen a los allegados y a los visitantes. La funeraria intenta ofrecer un pulcro servicio eficiente y formal. Son con seguridad el pilar sólido que los familiares necesitan para superar esa amarga travesía que dura unos días difícilmente soportables, especialmente las primeras veinticuatro horas. Es como una carrera de gran fondo en la que te han metido sin tú haberlo solicitado. Grandes decisiones y nimios detalles se entremezclan en un decorado absurdo de coronas y centros de flores.

Ximo ya no volvió a casa. El tanatorio era el lugar donde se le esperaba. La viuda llegó desconsolada, desubicada, cojeando. Sus amigos poco podían hacer para consolarla de la pérdida de aquel con quien unió destino en la lejana adolescencia.

Lejos ya de aquel dolor barroco en el que el finado presidía el duelo en el centro de la casa, ahora se dispone en un escenario donde vida y muerte se ven separadas por el cristal. Los amigos y conocidos se acercan y hacen ese absurdo comentario sobre el buen estado de conservación del cadáver que intenta dar fuerzas en la flaqueza y que yo no entiendo más que como un patético consuelo. ¿Qué importancia tiene si está bien o mal? ¿Qué sentido hay en recordar el cuerpo vacío?

La muerte es un fenómeno que podemos entender en su aspecto puramente mecánico. Podemos encontrar las causas fríamente y determinar qué, cómo e incluso porqué. Lo que no podemos, por más que pasan los siglos y se suceden las generaciones es entender ese sinsentido que es acabar. Pretendemos planificar nuestra jubilación, ser felices, hacer actividades cotidianas sencillas entre niños que nos rejuvenezcan, cuidando la salud y disfrutando de un tiempo libre que creemos merecer. Pero no es siempre así. La muerte suele ser absurda.

Siento el dolor de una familia que ha vivido con intensidad estas festividades. Recuerdo a todas las niñas del matrimonio felices entre fallas y falleros luciendo como auténticas reinas. Recuerdo a nuestros amigos paseando entre fallas, disfrutando de las fiestas. El destino ha querido decapitar esos sentimientos. Tal vez lo haya logrado, o tal vez no y la familia se sobreponga y recuerde al padre, al esposo y al abuelo feliz en medio de tanta fiesta. Tal vez el volver a vivirla será un homenaje a alguien que fue feliz entre desfiles, almuerzos entre amigos, pólvora y fuego que sube rápido en las noches del final del invierno.

Son las cuatro de la mañana y algunos adolescentes pasan agarrando una botella de plástico. El rítmo sincopado de la verbena golpea los edifícios. Espero a mi hija en el coche y veo unas chicas sentadas en el suelo apurando la madrugada. Es difícil entender cuando se es joven lo que significa la muerte. La juventud es el tiempo del "Carpe Diem". Se creen eternos mientras no ven que alguien de los suyos fallece. Es entonces, si es que ocurre, cuando maduran de golpe.

Por el espejo retrovisor veo llegar a mi hija y se que el tiempo corre. También para mí.

Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy