Balcones falleros



El ayuntamiento de Gandía. El alcalde Torró hace su discurso frente a la plaza mientras una asistenta le apunta los detalles. Otro balcón, hace unos años. Rita Barberá exultante navega entre decenas de políticos invitados y famosos. En cuanto llega al momento se situa junto a la fallera mayor y posa para la foto. El Vaticano, plaza de San Pedro, el nuevo Papa se asoma y pide a la  multitud que rece por él. Buckingham Palace, una pareja de principes se besan ante la masa enfervorecida. El circo de Roma en los primeros siglos de nuestra era, un emperador hace un signo que supone la condena o la salvación de un gladiador.

El poder ama los balcones. El baño de masas el control de las festividades es el arma oculta de los poderosos. Cuando dominan la situación imagino que una descarga eléctrica de pura adrenalina les debe de embriagar como si de una dosis de la mejor cocaina se tratara.

Hace unas semanas las tornas cambiaron. Una foto filtrada que tuvo un recorrido mayor de lo esperado gracias a las redes, supuso un cabreo monumental por parte del alcalde Torró y la asunción de medidas contra el medio rebelde. Ya en fallas, bajo el balcón de Rita, grupos de rebeldes le ofrecían sonoras pitadas y los falleros devotos exclamaban indignados. ¡Esto son fallas no política!

En realidad las fiestas, fallas incluidas, siempre han sido y siempre fueron pura política. El viejo panem et circensis que calmaba a la plebe romana era la garantía de la estabilidad en el gobierno del emperador. Los festejos interminables tenían a la multitud calmada y quieta fascinada con el color de la fiesta.

Las fallas nacieron de la calle con sorna y sátira. Las clases altas primero las despreciaron por ser algo propio del vulgo, pero cuando vieron que la idea fructificaba y se extendía no tardaron en apropiársela y ritualizarla en su beneficio. Pronto surgió ese deseo de emular a la aristocracia y los falleros de barrio cayeron en la tentación de tener reinas, ceremoniales, protocolos y toda la parafernalia ajena a quien vive de su trabajo. La Iglesia Católica aprovechó su momento, y el fervor mariano, para meter baza en la fiesta e inventar la ofrenda de flores. Los mismos monumentos espontaneos y anarquistas en sus orígenes fueron ganando en presencia pero perdiendo en mordiente y sátira. Los partidos gobernantes financiaron las asociaciones falleras para ganar votos. Finalmente los mismos falleros vieron como enemigo a cualquiera que deseara hacer una falla al viejo estilo. La fiesta ha llegado en estos momentos a estar completamente amordazada y es propiedad, especialmente en Valencia, de grupos sociales conservadores.

El pueblo llano en vez de tomar una postura de lucha por no dejarse robar la capacidad crítica agachó la cabeza o dimitió de la fiesta. Todavía sigue siendo común entre mucha gente de izquieras ese vanagloriarse de irse a cualquier lado menos donde se celebran las fallas. Se baten en retirada y después se lamentan del aire conservador de la fiesta.

La primera tesis debe ser la de aceptar que la fiesta siempre es y ha sido política y permitir, por ello, que cada uno encuentre la horma de su propio zapato. Si a alguien le hace feliz asistir a un acto religioso y lo siente de corazón, pues perfecto. Si alguien, en cambio, quiere hacer una falla gamberra y arrancar la piel a tiras al poderoso a base de críticas pues también. La fiesta debe ser del pueblo y debe ser éste el que tenga el derecho a ponerse bajo el balcón y juzgar a quien se somete a su escrutinio. En una sociedad democrática no debe ser el emperador el que señala con el dedo qué se debe hacer, es el pueblo el que debe tener la capacidad de aprobar o desaprobar a los que mandan. Si un político lo olvida le puede pasar como a Ceaucescu que salió al balcón a por lana y acabó trasquilado.


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