Paraiso Ikea II


Lamberto, nombre ya de tercera generación, era el hijo mayor de doña Elvira, dueña de la cafetería de la plaza del ayuntamiento y poseedora de un patrimonio acumulado de tierras, locales en alquiler y la empresa de transportes que fundara su suegro. Los hijos, teóricos herederos, la dejaban hacer y deshacer a su antojo. Huérfanos desde el accidente que les dejó sin padre, había vivido los dos hermanos a la sombra de una madre correosa e inflexible. De cara a la galería Elvira era una mujer simpática y aparentemente generosa pero en casa mostraba la parte más negra de su carácter. Su pasión era la cafetería, el que fuera antes gran casino del pueblo, que era su aportación por herencia al patrimonio de la familia.

Lamberto pensaba que cualquier pronóstico meteorológico podía ser más sencillo, incluso a días vista, que la predicción del humor de su madre. Tenía mal despertar y, aunque era madrugadora, parecía odiar el tener que hacerlo. Podía pasarse días contestando con monosílabos para, de repente, soltar un chorro verbal ardiente como plomo fundido sólo si sospechaba que uno de sus hijos iba a romper la rutina que ella implícitamente había establecido. Ellos habían aprendido a disimular, mentir y aprovechar cada momento de despiste, especialmente en las horas en las que ella estaba en el puente de mando de la cafetería. Con el tiempo había dado alas a un viejo negocio abriendo una pastelería y una sección de comida para llevar en el mismo local. Nadie podía negar que era una mujer emprendedora.

Cada mañana, con el toque de diana matutino, los dos hijos, ya pasados sus treinta, salían de casa y acudían, cada uno por su cuenta, a cualquiera de las empresas de la familia. El pueblo, al sur de Valencia, mantenía un centro de calles bastante rectas que se unían al modo romano en el foro, la plaza del pueblo donde Ayuntamiento, parroquia mayor y mercado municipal hacían papeles parecidos a los que tuvieron en las ciudades clásicas. La cafetería de Elvira jugaba un papel similar a los baños romanos. Era ese lugar donde ver y ser visto y donde ponerse al día de los chascarrillos locales. Elvira hacía las veces de la maestra de ceremonias de ese submundo de un pueblo pequeño.

La relación entre hermanos era correcta, afectuosa se podría llegar a decir dado el carácter introvertido de los dos, pero cada uno había aprendido a vivir su vida en el reducido espacio común de la finca familiar. Sabino, el hermano menor, era aficionado a la música clásica y se refugiaba entre libros y cachivaches en la inmensa buhardilla de la casa. Lamberto había encontrado su espacio en el garaje y la casa de servicio que el abuelo construyera hacía unos sesenta años. El pacto implícito era que cada uno de los tres tenía acceso y control exclusivo de sus propios dominios donde eran libres de hacer y deshacer a su antojo sin ser preguntados sobre sus actividades. Esa política había evitado más de una guerra.

Era un sábado de verano. Desde las seis de la mañana Lamberto andaba ocupado en el modelo a escala 1:48 de un helicóptero Apache que había comprado en Amazon. Le excitaba sobremanera la sensación que obtenía al poner control y orden a las piezas de la caja y, a pesar de las mayores dificultades, conseguir tener el conjunto montado. En su tiempo libre solía acercarse a las grandes tiendas y buscaba cualquier kit que pudiera ser montado. De joven intentó con poco éxito entrar en una escuela de formación profesional, algo de mecánica, carpintería o electricidad. Notas y aplicación no le faltaba, era un alumno excelente, pero cualquier otra carrera profesional más allá de la de abogado o economista fue desechada con firmeza por su madre.

Esa mañana había decidido ir a Ikea. Desde que habían abierto la nueva tienda ya no tenía que ir a Murcia. En las pocas semanas que habían transcurrido desde la apertura había ido añadiendo piezas a su colección. En el sótano había ido levantando paredes construyendo estancias calcadas a los espacios recreados en las tiendas de la multinacional sueca. Se vanagloriaba de su capacidad de retener pequeños detalles y conjuntos completos. En los últimos cinco años había ido montando con esmero y en secreto su particular reino privado. Aprovechando las mañanas en que su madre estaba en el pueblo él había ido metiendo cajas y cajas de sillones, mesas, muebles, estanterías, lámparas y todos aquellos elementos del mundo ideal Ikea. De hecho le faltaban pocos detalles para tener completo el espacio tal como había planeado.




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