Paraíso Ikea (I)



María acudió caminando al IKEA mientras el sol se levantaba perezoso sobre las aguas de la Albufera. La cercana Pista de Silla y el fragor de los coches entrando y saliendo de Valencia se presentía como una trémula vibración de fondo. Sería un día de bochorno, aunque el hálito de la noche mantenía cierto frescor. Le costaba mantener la mente clara. Última vez que tomaba esos combinados exóticos de Maica, juraba y perjuraba para si misma. Sentados en el bordillo, con el coche dando caña, habían estando haciendo alquimia con alcohol y refrescos a la luna de Valencia. Ya que no se podía escapar de la geografía al menos volaban lejos, en sueños, con un poco de ayuda.

Se podría decir que tenía suerte ya que el piso de sus padres apenas estaba a unos cinco minutos a pie y sin apresurarse. Era una de esas horrendas fincas de los suburbios de Valencia decorada con sábanas y antenas parabólicas en los balcones y dejada a su suerte hacía 50 años en un barrio sin alma entre naves industriales y alquerías enterradas en asfalto. Si se sentaba en el inmenso restaurante de la tienda podía ver de tanto en tanto la figura diminuta de su madre tendiendo la colada. Al fondo las torres de la ciudad sobresalían en un intento de imponerse sobre el horizonte serrado de miles de edificios. El centro parecía un mundo diferente donde se podía llegar pero nunca poseer.

En realidad su vida estaba sujeta con enormes zapatas de hormigón a esos pocos kilómetros cuadrados de un pueblo con alma de dormitorio. A veces era abrumadora esa sensación de no poder escapar de ese laberinto de autopistas, polígonos y calles. En otros tiempos el trayecto era del colegio al parque y a casa, después recorridos hasta el centro de secundaria o sin llegar a el liando algún canuto bajo la higuera de un solar, en el presente atrapada en el gigante azul de letras amarillas. Desde el balcón de casa había visto cómo crecía la estructura de bunker de la tienda de muebles. Su padre no tuvo suerte. Se acercó a hablar con la dirección de obra, pero ni siquiera pudo pasar la barrera del primer segurata. Ahora languidecía entre el bar de la calle y el sofá de casa. Montado en la ola de sus cincuenta y tantos no parecía albergar muchas esperanzas de volver a enlucir paredes. Desde que soltara la paleta hacía seis años no había vuelto a encontrar más ocupación que ir a hacer cola a las oficinas de empleo o las del médico. Él no era hombre de tareas domésticas, ni siquiera de esas pequeñas chapuzas que se asumen como masculinas.

María cruzó la entrada y saludó al chico de control que le devolvió la sonrisa. En un rato empezaría la marabunta. No es que el trabajo estuviera mal. Para lo que había al menos tenía la suerte de estar en un lugar limpio, y los compañeros salvo raras excepciones agradables.

Mientras las escaleras mecánicas la llevaban en volandas el sol ya penetraba por las inmensas cristaleras bañando de tonalidades rosadas la foto con toda la plantilla frente a la tienda. Casi como un ritual diario se buscó entre el compacto grupo. Estaba por la zona derecha superior del grupo y desde la foto saludaba con entusiasmo.

No tardó en sentarse en su mesa en la zona de cocinas. Dio un vistazo a la derecha y mentalmente saludó al diseñador del enorme cartel. En blanco y negro Henrik Preutz, el creador de la mesa Böjä, le sonreía como cada instante del día y ella fantaseaba con una casa de paredes rojas, en un prado verde con un bosquecillo de abetos flanqueando el establo y decorado con muebles de Ikea, cómo no.

La gente tiene a comportarse como una manada y ese día fue como de costumbre, un pequeño goteo y a la hora señalada una multitud se desparramó por el laberinto de la tienda. Era curioso pero todos entraban en los espacios como si estuvieran cotilleando piezas de apartamentos nórdicos teletransportados a Valencia. Ikea no hacía distinciones. Desde la mujer pija con ropa de marca al tipo cargado de tatuajes todos disfrutaban del juego consumista y salían cargados de cachivaches afortunadamente útiles. Pocos miraban la etiqueta de la base. Rumanía, Vietnam, Polonia, Chequia. Productos del mundo global.

Los libros de las estanterías eran ignorados por la mayoría. Sólo algún excéntrico intentaba averiguar algo del contenido leyendo frases en sueco con ortografías extrañas.

Y en eso lo vio llegar. Apartó con amabilidad a dos niños que correteaban entre los sillones Poäng y se acercó. Estoy viendo de amueblar un piso, le dijo con una sonrisa. María no pudo evitar un violento rubor. Era tal cual el chico de la foto. Haciendo de tripas corazón compuso su mejor sonrisa profesional y empezó plantear ideas sobre la copia del plano.


Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy