Como la vida misma


A mi particular maestro en la vida y costumbres animales, Jesús Villaplana.

El viento llega desde el mar susurrando entre carrascas, madroños, higueras, olivos y algarrobos. Más allá de Barx, cuando Xàtiva se atisba en la distancia, hay una fresca umbría entre bancales abandonados. Jesús Villaplana, cazador de imágenes y sonidos, encontró su pequeño santuario en un rincón donde casi nadie quiere ya llegar. No hay duda que el lugar es de una belleza especial, íntima. El rincón es fresco, frondoso y elevado. Si en invierno es un lugar escasamente regado por la luz solar, en verano es fresco y seco. Escondido entre maleza y árboles y arbustos sobrevive un viejo refugio del pastor o el agricultor que una vez habitara el lugar. Parece un templo de la época del bronce o la boca de un oráculo. Pudo haber estado en Grecia, en Túnez o en Malta. Tal vez fue el refugio de un eremita solitario. Con la sabiduría ancestral acumulada por generaciones el constructor había encajado una sencilla, pero eficaz, bóveda escalonada que sobrevive integrada en el paisaje de acantilados que cierran la ladera por el sur. Una puerta con dintel sostiene una abertura que permite entrar en el pequeño seno materno de la madre tierra. Quien sabe de qué tormentas o de qué calores alguien escapó en su día o cuando. Nadie se esfuerza tanto si no es en consideración del valor otorgado al edificio creado. No creo que nadie recuerde quien lo creó.

Agazapados tras una chapa, armados de un potente objetivo, dos seres humanos disfrutan de la emoción del cazador sin necesidad de dañar al animal. La inteligencia de la cultura frente a la picardia del instinto. El instinto del carnívoro transformado en amor secreto. Jesús, buen conocedor de los animales, les atrae de la forma más sencilla, con el agua en verano o con la comida, que escasea, en invierno. Cada semana, con paciencia, rellena unos pequeños abrevaderos y coloca una serie de ramas en orden para que los desconfiados pajarillos bajen, salten como por una escalera y se pongan a tiro. Todo comienza con un canto cercano, un revoloteo que se presiente, una sombra fugaz y movimientos entre las ramas del arbusto. De repente, a la velocidad del rayo, saltan a una rama. Miran en todas direcciones, unos más cautelosos que otros, y beben o se dan un baño en la piscina improvisada.

Cuando se lleva años observando el mismo espacio natural se reconoce a los animales como a los vecinos. Cada uno con su carácter y sus habilidades. Los hay desarrapados y feuchos, como el pollito de plumaje desaliñado que aparecía con frecuencia. Otros eran serios y circunspectos como el verderón que miraba como los canarios de mi padre. El petirrojo, el más entregado al baño otros días, se mostró esquivo y tímido. Otros escapaban cautelosos al más mínimo movimiento tras el parapeto. Tal vez los consideramos estúpidos pero, al parecer, bajaron menos que de costumbre y casi ninguno se dio un baño en el estanque superior. En un rincón habíamos colocado una cámara en miniatura pensando que ni se fijarían en ella y, en cambio, a todos les dio grima aquel objeto extraño en su paraíso.

Una sesión de fotógrafo ornitólogo requiere de horas y paciencia. Le hice una pregunta estúpida a mi amigo Jesús. ¿No te traes una rádio con auriculares para entretenerte? La respuesta fue de una lógica aplastante. "Me gusta escuchar los sonidos de la naturaleza". Cierto. Bastaba con callar y el rumor del viento y los cantos de las aves se convertían en clamor pacífico y terrible simultaneamente. La naturaleza es belleza, vida y armonía tanto como lucha, rivalidad, dificultades y muerte.

El canto no es más que una declaración de principios agresiva como lo son finalmente los himnos nacionales. Vete, esta es mi tierra, éste es mi territorio.No es por ello difícil atraerlos con el canto de uno de su especie. Son tan territoriales como nosotros y acuden curiosos tan como haríamos si escucháramos una voz extraña en nuestro jardín trasero. Unos a otros se ignoran, se pelean o se respetan compartiendo el territorio. Saben que son tan rivales como víctimas de enemigos comunes. Ellos ya se entienden. Así empiezan las guerras y las alianzas entre humanos.

De tanto en tanto se podía ver con nitidez la vívida imagen de cualquier ave frente a un fondo desenfocado de verdes y ocres. El ojo, ese diminuto espejo del alma, centelleaba al brillo del sol. A veces era una mirada tranquila, otras nerviosa, en todos casos había ese hálito de vida que tiene su opuesto en el ojo del pez muerto.

La tarde pasaba a juzgar por las sombras que se alargaban y restaban interés a las tomas una vez quedaban sin luz. Decidimos salir y empezar a recoger toda la utillería del fotógrafo. De repente el característico aleteo y la sombra saliendo del arbusto hasta la rama. El pollito de plumaje desgarbado bailaba ante nuestros ojos mirándonos descarado y curioso. Jesús aprovechó para empuñar la cámara y disparar sin balas. El padre, un macho de plumaje gris y pechera negra se desesperaba en las cercanías al ver a su hijo ante dos peligrosos gigantes humanos. La osadía de la juventud frente al instinto de protección de sus padres. El gusto por el riesgo y las emociones fuertes poniendo en peligro la vida. Un poco más arriba unos cazadores tienen un lugar similar para las torcaces. En este caso los disparos son con balas.

Seguramente acabará siendo comido si es tan confiado, expuso Jesús. Cierto. Como la vida misma.

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