Un atún que no paraba de crecer

En la memoria

El año pasado acompañaba algunas veces a mi padre a la residencia a ver a mi madre ingresada. Llegaba y disfrutaba haciendo cantar a un muchacho con discapacidad intelectual y lograr hacer coro con el resto. Era la voz viva de las canciones socarronas de los años veinte que le enseñara mi abuelo. Siempre tenía, desde que se jubiló, un espíritu alegre y desenfadado que hacía que yo temiera que de broma en broma alguien no le entendiera bien y se sintiera molesto con lo que pretendía ser una gracia, un piropo o un cumplido. Así lo hacía en los bares de la placeta, en la frutería del pakistaní, en el bar penalty o por donde anduviera. Finalmente creo que la mayoría acababan conociéndolo, sabiendo de la belleza de su corazón y, por ello, les gustaba la alegría que transmitía.

Mi padre fue otro más de los niños de la guerra que se están marchando. Fue de esa generación que conoció en su más tierna infancia la inestabilidad que envolvió la España del 36. Jamás pudo olvidar el episodio que vivió de niño en el que los milicianos llamaron a la puerta de una casita en la que estaban refugiados para ajusticiar a mi abuelo que, afortunadamente, pudo escapar a tiempo. Cuando lo supe entendí mucho mejor al hombre con el que era imposible discutir de esas cosas. Y es que mi padre tenía el gen terrible del genio de los García. En el hospital, al final, he tenido la gran suerte de vivir sus últimas tres semanas con él día a día. Le reñía por su costumbre de pedir las cosas dando órdenes y sin pedir por favor. Finalmente mohino me decía, traeme esto o lo otro, o deja esto aquí o allá y como con forceps le salía, el "por favor" y el "gracias", con la coletilla, de "como dices que te gusta que lo diga". A veces era así de bruto, así de gritón y colérico, pero con un gran corazón y generosidad.

No fue un hombre de grandes aventuras. De muy joven tuvo que hacer estraperlo para ayudar a sacar adelante una familia de nueve hermanos. Todavía un niño anduvo con la bicicleta cargado de sacos burlando controles para traer algo de arroz de la Ribera o hierba para los conejos. Aprendió de mi abuelo el oficio de la relojería y dándolo todo por la familia durante años llevó el negocio de sus padres con la única compensación de sus ganancias arreglando relojes. Ni salario ni nada, autónomo. Hubiera estudiado, pero a mi abuelo le pareció que la carrera de música no era futuro y le cortó simplemente las alas.

Mi padre tuvo suerte con mi madre ya que siempre lo cuidó con esmero y padeció todos y cada uno de los días en que estaba en el mar y por el motivo que fuera se retrasaba. Y es que en el mar estaba la auténtica vocación de mi padre. Practicó la pesca en todas sus variantes, currican, palangre, anzuelo y caña o nansas que aprendió de sus queridos amigos Batistet y Pepe, graueros y pescadores que le confiaban sin problemas su barca sabedores de su pericia como patrón de embarcaciones deportivas. Con el Doctor Don Eligio disfrutó de muchos días de sol, agua, sal y buen vino en mitad de un desierto azul entre la península y las islas. Se enorgullecía del enorme atún que pescó y contaba sus aventuras con tal pasión que si te descuidabas te las relataba una y otra vez. En cada una de las nuevas versiones el atún aumentaba de peso un poco más y, en honor a la verdad, mi padre un hombre de 1,73 y casi 110Kg en sus mejores momentos parecía poder caber en la panza del enorme bicho junto al que posaba.

Este último año sintió el zarpazo de la soledad sin mi madre. Apenas le salía un hilo de voz cuando hablaba de ella. Así lo decía una y otra vez hasta que entró en el hospital y durante su convalecencia. En las pocas semanas hizo amistad con cada uno de los muchos compañeros de habitación y con las enfermeras. Decía total hace unos días, "Estoy contento porque ya saben lo que tengo y me van a operar". Con zalamería acabó ganándose la sonrisa de las enfermeras, auxiliares y los médicos.
Sé que presentía la muerte. Tuvimos varias conversaciones en las que hablaba ya con sencillez de su aceptación del futuro. Esperaba, no obstante, vivir algo más. Me preguntó si yo creía que llegaría a alcanzar unos siete años más como su madre. Cada día, sentado en la cama, mojando el dedo para pasar las páginas, como era su costumbre, leía las noticias y veía las clasificaciones de edad en las esquelas. Mira, gano a estos tres y sólo me gana uno. Lo decía socarrón y convencido de que con un cositón saldría como nuevo. Finalmente quedó bastante bien clasificado cerca de cumplir los 87. Cuando le dimos las noticias reales sobre su padecimiento torció el gesto y se resignó. Creo que Dios se apiadó de él y le dio, por fin, una muerte misericordiosa porque el futuro era, por desgracia doloroso y difícil.

Y te has ido, papa. He tenido mucha suerte por muchas cosas. Por haber sido una persona que siempre me animó a estudiar esa carrera que tú no pudiste hacer. Por tantas horas en las que nos abrías la mente con la fantasía y el saber de una persona con gran cultura a base de leer y leer revistas de ciencia. De ti supe jugando de los dinosaurios, de la teoría de la relatividad, vi eclipses con esos cristales que me fabricabas para que los viera y muchas cosas más. De ti aprendí algunas de las viejas canciones que te llevas. He tenido la suerte de hablar y hablar contigo esas últimas tres semanas. Yo intentaba leer el libro que traía y tú me venías con alguna historia apenas leído un párrafo una y otra vez. Gracias pues por no haber callado. He tenido suerte de compartir tu última cena, me pediste una tortilla de cebolla, tu último desayuno, café con leche y una magdalena, el último día que viviste completo y la noche que vino en la que te oía trajinar con la radio y los programas de deporte...

Como dijo mi amigo Pablo eres niño mientras tienes padres. Es mi nueva etapa. Espero que allá donde vayas puedas seguir siendo tú mismo, que te reunas con la mamá a la que tanto añorabas y que haya atunes gigantes para que puedas seguir haciéndolos crecer en tus relatos...

Comentarios

  1. Ya hace dos años de su partida. De su recuerdo nacen pequeñas sorpresas que surgen de cualquier lugar reivindicando su memoria. La cariñosa nota que le dejó la limpiadora bióloga, apasionada de los pájaros, que le regaló unos bombones, sin saber que era el último regalo que recibiría. Su coche, del que tan orgulloso estaba, sigue cabalgando fiable como siempre, ahora en manos de Mar. Hace unos meses salió la dedicatoria que escribieron en un libro y que proclamaba el orgullo que sentían por su hijo. El tiempo me hace sentirlo, si cabe, más cerca.

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