La vida a prueba




De la colección de libros científicos que comprara mi padre hace unos años he sacado un libro sobre la vida y el comportamiento de los animales para leerlo hasta caer adormecido a la hora de la siesta: "La vida a prueba". Al levantarme el cerebro ha hecho una de esas relaciones mentales al mirar la cara de mi padre dormitando en el sillón. Tras ochenta y seis largos años  parece que el cuerpo empieza a luchar por sobrevivir a la vejez real y cruda. No hablo de esa jubilación dulce de hotel de temporada baja, no hablo de esa del abuelo que recoge a los nietos a la puerta del colegio ni de esos ingleses que cuidan su jardín en su paraíso del sur. Hablo de ese momento en que el edificio empieza a derrumbarse y, cada vez menos habitable, se acerca al colapso. No es un momento especialmente digno en el que se produzca un final lírico con mensaje, un discurso sobrio ante amigos y conocidos dando consejos para un mundo mejor o creando citas para la posteridad. No es la lucha heroica del soldado o del bombero que escapa de un edificio en llamas. Más bien es la aceptación estoica de la incapacidad creciente, de la debilidad, del destino que se acerca.
No voy a entrar en detalles pero llega un punto en que el cuerpo, la vida que alberga, entra en un modo de supervivencia dependiente. Mi padre entró en el hospital con vida propia y ha salido bastante derrotado. Si tienes el cerebro lúcido, como es su caso, analiza sus posibilidades y, de momento, acepta la vuelta de la incapacidad que se olvidó en la infancia. La vergüenza no tiene más remedio que intentar esconderse entre subterfugios pero rabiosa puede salir en cualquier momento mordiendo con saña, a dentelladas, la autoestima.
No se cómo viviré la muerte. A todos, en diversos grados, nos produce temor instintivo, pero en el fondo nos parece tan necesaria como inevitable. Creo que es como en el viejo cuento que leí en mi niñez en el que un bribón atrapa a la muerte en la copa de un árbol y finalmente la libera a petición de los enfermos del pueblo que no quieren prolongar sus agonías. Los relatos simbolizan muchas veces a la perfección las inquietudes existenciales. Alargar la vida con medios modernos, alimentación enriquecida, pañales, andadores, pastillas e inyectables, tubos de resonancia, radioterapias o endoscopias me parece tanto una prueba a la vida como a la identidad propia. No hay nada de épico en esta batería de pruebas en las que se pervierte nuestra dignidad convertidos en objeto de las acciones de los que pretenden ayudarnos. Resulta difícil negarse porque no suele haber alternativas pero cada cesión hace mella en la estructura del ego. El que provee la ayuda se engrandece como persona pero parece que es a costa del empequeñecimiento del socorrido.
Desde el lavadero, mientras hago la colada, veo las ventanas y las galerías de las cocinas. Se adivina a retazos la identidad de sus habitantes. Algunas ventanas están enrejadas, prueba de que hay niños que pueden acercarse al vértigo con despreocupación. Sábanas y colchas cuelgan mientras se secan, pantalones y ropa de deporte de gente en plenitud de facultades. Bañadores de niños que han estado en la playa. En el séptimo puerta 13 cada día hay más ropa de cama e interior tendida. Es la vida a prueba.

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