Historias de terror y batas



Hace ya años compré una novela de Stephen King estando de acompañante junto a mi suegro en urgencias.Necesitaba algo para entretenerme y "IT" con sus ochocientas páginas de letra menuda parecía una buena garantía para ocupar horas y horas. A pesar de que la compré como literatura fast food, algo así como una lectura superficial y sin mensaje más allá de la atractiva historia de terror, descubrí un autor que daba mucho más de si. Con el tiempo incluso vi que empezaba a ser revalorizado y situado entre los autores importantes de la literatura moderna americana y no sólo por sus cifras de ventas. Sus muchos libros dan para mucho, a veces son excesivos, por momentos superficiales, no los he leído en el inglés original, pero en sus traducciones no tiene un lenguaje especialmente rico como Edgar Allan Poe (aunque a éste lo tradujo nada más y nada menos que Julio Cortázar). No obstante, y dicho lo dicho, en ocasiones sus libros tocan la médula de los horrores de este mundo actual con especial sensibilidad y maestría.

En una sala de luz mortecina y paredes pardas, entre sillas de plástico con la espuma arrancada por manos inquietas en largas horas de espera, se sientan pacientes y acompañantes de urgencias. Los sanitarios y celadores entran y salen con papeles como bibliotecarios de cuerpos o burócratas de la urgencia. El martes abundaban los ancianos de cerca de ochenta años, algunos con sus hijos, cincuentones como nosotros, otros con personal de alguna residencia y por último los que estaban acompañados por sus parejas. El ambiente es tan tedioso y claustrofóbico como suele ser. El altavoz carraspeaba llamando a pacientes y acompañantes que se cruzaban con camas y goteros en su ir y venir entre "boxes" y plantas.

En la puerta de ambulancias vi a la mujer que sobrevive en un coche en la Alquería de Martorell desde hace años. Tenía una brecha en la frente. Por primera vez oí que se llama María Pilar. Su cara, sus ojos tenían una expresión inquieta y asustada. Estaba sola.

En mis manos el libro de King "Cementerio de animales" de tapas rojas y papel amarillento por el paso del tiempo, me va sumiendo por momentos en la vida de una familia americana en Nueva Inglaterra. La elección del mismo fue casual, pero a veces parece que es el subconsciente el que nos lleva a tomar decisiones y esta era una novela que había ido evitando porque el tema intuido en las cubiertas me causaba desasosiego. Como suele pasar en literatura, la fantasía es la mejor metáfora para expresar paradojas sobre cualquier tema, en este caso sobre la muerte, la enfermedad, el miedo a perder los que queremos, la vejez y el deseo de recuperar los seres perdidos.

Pasaron dos días. Mi padre va a entrar en lo que parece la puerta a otra dimensión en una película del espacio y que gira como preparándose para devorar al paciente. TAC. Tomografía Computerizada Axial. Sé que está inquieto. Se pregunta si el oráculo va a dar pistas sobre su salud en el futuro, sobre su muerte. Todos haríamos lo mismo en su circunstancia. Vaya mierda es la vida, qué malo es hacerse viejo, me dice. Yo le digo, lo malo no es tanto morir sino sufrir una lenta decadencia. Lo he visto. Lo sé. Toma varios vasos de agua y entra a la prueba. Sigo con el libro. Al gato de la familia, atropellado por un camión, uno de los personajes ha decidido resucitarlo en un cementerio indio y al volver a la vida es un zombi desagradable de mirada maliciosa. El libro se va entremezclando con la realidad como si fueran dos relatos paralelos que se retroalimentan.

Flash forward. Sábado. Ya han pasado cuatro días. Sentados junto a las ventanas de la habitación repasábamos el pasado. Mi padre me hablaba de una vida larga y de cientos de pequeñas frustraciones. Mi madre y su agonía surgieron en la conversación como un chorro de agua que mana suavemente del suelo e inunda más y más espacio. Me viene a la memoria un pasaje de la novela que habla de una niña enferma de meningitis convertida en un cuerpo deforme de mente pervertida por la envidia y el deseo de tener una vida lejos de la atmósfera fétida del dormitorio cárcel. El médico protagonista de la novela hablaba del dolor transmitido a las familias con un enfermo crónico y demente. Del aumento de la tasa de suicidio entre los que le rodean. Es duro ser enfermo, es duro verlos sufrir. Me viene a la cabeza una historia conocida de un enfermo de esclerosis múltiple que se ha convertido en un tirano correoso que amarga a la familia. Mi madre fue demasiado generosa para hacernos sufrir y se extinguió como un pajarito aterido un día de invierno.

En la cama contigua han traído un hombre que probablemente esté en sus últimos estertores. Su cuerpo lucha entre bocanadas de oxígeno para seguir adelante pero los músculos ya no obedecen y se crispa en una lucha seguramente perdida.

No puedo evitar ojear las últimas páginas y ver el final. El niño de la familia sufre el mismo destino que el gato, ser muerto y resucitado en el cementerio de animales. No puedo seguir con el libro sólo con el dolor de pensar en la muerte de un hijo.

El peor de los horrores no está en las páginas de un libro. Está, seguramente, en ese limbo de sufrimiento y decadencia que, a veces, lleva la muerte y en la impúdica secuencia de pinchazos, batas azules que se abren ridículamente por la espalda, calzoncillos manchados, goteros y sensores que nos lleva hasta ese momento misterioso en que algo se acaba o, tal vez, algo nuevo empiece. El horror está en esa ausencia que quema, en ese misterio del ser amado que nos deja huérfanos de su calor y sus palabras.

La muerte no es seguramente lo peor. Es la vida sin el ser querido o su lenta decadencia. Somos producto de nuestro tiempo, tenemos nuestro momento y nuestro destino está en dejar paso a los que vienen detrás.

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