Veranos en la relojería



La Calle mayor siempre fue el núcleo de la vida comercial de Gandía. Se sabe que Gandía es una ciudad de fundación cristiana. No muy lejos de la calle estaba la iglesia y la plaza mayor, el centro de la nueva polis, su ágora. De sur a norte discurría una acequia de orígenes desconocidos con un camino de servicio que acabaría siendo calle. Por el lado meridional cruzaba la muralla y daba servicio de agua y lavadero a los vecinos. En el siglo XIX se eliminaron algunos incómodos codos de edificio que se entrometían en su discurrir y adquirió el trazado que hoy conocemos. 
Las fotos antiguas hablan de señores de traje chaqueta y pajarita igual que de labradores con blusa y alpargata o señoras de falda larga y moño en animado desfile entre el ir y venir de los días de compras. Otras imágenes dejan ver los carteles comerciales o las obras de alcantarillado. Siempre fue una calle viva, céntrica, el lugar donde ver, comprar y dejarse ver. 
Cuando yo empecé a entender mi mundo más cercano, esta arteria principal de la ciudad era una calle de recorrido ligeramente sinuoso lleno de locales de nombres ligados al propietario, a sus apellidos o a sus fantasías. La palabra "casa" venía seguida del apellido del gerente. Casa Boix, casa Orihuel, casa Lolita o la especialidad y el apellido, Imprenta Muñoz, Perfumería Bernabeu, Confitería Roselló o Horno Montaner. Eran los años setenta y ni las franquicias, ni los negocios chinos, habían desembarcado.
 Mi padre gestionaba un pequeño negocio familiar. Una relojería en la calle Mayor de Gandía.  Ya había sido de mi abuelo y, por ello, en la parte superior, había un cartel pintado que llevaba su nombre: "Juan García Vidal". El pequeño escaparate era de los de antes, de estructura de madera y pie de mármol rosado. Había una puerta con marco, cristal y una barra metálica estriada y curva elegante para abrirla. Tan solo entrar había una antesala simétrica con dos sillas sin respaldo, un mostrador y dos expositores de madera y planta triangular que encajaban con las dos esquinas posteriores. Una puerta abierta al taller dejaba ver la figura de mi padre, siempre encorvado en sus relojes. Su silla tenía las patas serradas y un cojín. La altura estaba condicionada a la distancia con la que trabajaba ya que con su lupa pegada a las gafas estaba siempre maniobrando en las miniaturas mecánicas repletas de engranajes y tornillos. En la pared que daba al horno había dos mesas de trabajo, una para despertadores y la de mi padre, para relojería de precisión. En las paredes y los cajones se disponían relojes ya reparados con una etiqueta con el precio. Algunos no habían sido recogidos por sus propietarios y esperaban como huérfanos un destino. Un reloj en aquella época era un bien preciado y caro. Muchos clientes se vanagloriaban de llevar el reloj de su comunión y que todavía funcionara. Por la parte trasera estaba el taller de joyería, parcialmente desmantelado desde que mi padre decidiera centrarse en la parte mecánica del negocio. En cualquier caso, todavía podía, porque sabía, reparar o, incluso, montar alguna joya. Con fascinación y, si mi padre nos dejaba, abríamos los cajones para ver los “diamantes” que no eran sino cristalitos tallados con forma de piedras finas, pero de escaso valor. En una bolsita se depositaban monedas pasadas de moda y piezas de joyas que se habían fundido. Recuerdo la fascinación al encontrar esmaltes con caras de gente desconocida o unos mosaicos diminutos encajados en unos óvalos de material cerámico oscuro.
Desde pequeño la relojería, todavía hoy la llamamos así, era el centro familiar. Como una embajada de nuestro hogar en el centro. Al ir o venir del colegio paraba y entraba. A veces estaba mi madre limpiando el local otras sólo mi padre. Otras veces teníamos alguna visita de mi padre que se acercaba más que a comprar a charlar un rato o a leer Las Provincias que mi padre compraba a diario. Podía estar el Señor Leonardo, un vecino solterón que mi padre calificaba, sin acritud, más a título informativo, pero con ese retintín machista de la época, de "maricando" pero que era amigo y siempre podía entrar y sentarse sin necesidad de hacer compras. Otras veces estaba el señor París, heredero de una fortuna tal que no necesitaba trabajar. Era moreno y bigotudo y en su deambular por el centro siempre paraba a leer el diario y charlar con su amigo. Vidalet, creo que era Alfredo su nombre, era un hombre menudo y delgado, alcohólico perdido, educado y limpio pero sumido en su lucha diaria con o contra el alcohol. Si estaba sobrio era un tipo agradable, si venía borracho mi padre lo sacaba sin contemplaciones. Sé que le quería de corazón y que se lamentaba de sus crisis de delirius tremens. Supe y fui advertido de los peligros de la bebida con el ejemplo del malogrado Vidalet que falleció bastante joven. También entraba allá hacia la una el médico Don Eligio. ¡Eh Jorge! ¿Nos vamos a tomar algo? Era como mi padre pescador aficionado y juntos iban los domingos a pescar. Otras veces pasaba elegante y señorial Humberto Konnicks, señor de la derecha más rancia de aquellos años, también amigo de mi padre desde la juventud. En aquel pequeño mundo también había espacio para el anarquismo, Damián Catalá, con su boina y sus cigarros sin boquilla Galuoises, también se pasaba y conversaba con mi padre que seguía con lo suyo o salía a descansar charlando con los amigos.
No quiero olvidar a los aprendices y ayudantes que tuvo mi padre. Dominguet, un hombre de pelo rizado y bastante corto de entendederas. Una vez trajo granadas de mano que encontró trabajando en el arroz en el Delta del Ebro. Pretendía acabar de desmontarlas en la relojería y, con mi padre horrorizado, tuvo que salir a llevarlas a la Guardia Civil para que las desarmase. Me acuerdo de un joven Alfredo Camarena hijo de un colega de profesión que vino a enseñarse. Los hermanos Jose Emilio Llorens,”Lilo” y el hermano Jose Enrique, “Lilet” por el apodo del hermano, venían a ganarse un dinero extra arreglando despertadores a comisión pero lo suyo era ser carteros en Correos.
Ya por los alrededores estaba Alfredo Boix, fallero impenitente con un puro siempre colgado a los labios. De vecinos Paco Gurrea o la Señora Ferrer y por encima el fotógrafo Laporta con el que nos saludábamos con cierta lejanía por un problema de vecinos heredado ya de la época del abuelo. Enfrente teníamos al Señor Pepe Orihuel en su inmensa tienda Tejidos el Globo. De pequeño jugaba con sus hijos en la gran trastienda y en el patio. Yo diría que había sido un taller de sastrería en el pasado pero abandonado ya y convertido en trastero.
La calle, todavía con tráfico y vehículos aparcados, era un ir y venir de humanidad bulliciosa que hacía sus compras en locales donde conocía y se les reconocía.

Todo el que viene de una familia con un pequeño negocio abierto al público sabe que en un momento u otro se ha colaborado en su gestión. En mi caso, desde pequeño, se me orientó a ir a estar con mi padre a hacerle compañía y pequeños recados. El local carecía de servicios y mi padre, si necesitaba, iba al bar Texas y volvía en unos minutos. En otras ocasiones me enviaba a recoger paquetes certificados a correos o a ir al cercano Banco de Vizcaya a pagar una letra. Me llama la atención que gestiones que para mí son normales hoy sean desconocidas o complicadas para las nuevas generaciones. 

Las marcas de relojería nos regalaban cada año, como propaganda, unos calendarios de bolsillo que yo repartía ufano a la puerta de la tienda. Me sentía muy importante en mi trabajo de delegado de publicidad y marketing del negocio.

Una vez pasada la niñez empecé a aprender a arreglar despertadores. No era muy hábil ni me gustaba mucho. Siempre he sido demasiado inquieto. Mi padre, meticuloso y técnico siempre me reñía al ver que había montado el despertador y alguna pieza se había quedado suelta. Con un pincel y líquido desengrasante en un cuenco limpiaba las piezas y una vez hecho esto se montaba de nuevo el mecanismo y se engrasaba. Recuerdo que se ponía despertador y saetas a las seis para que todo estuviera coordinado. Con cada despertador arreglado me ganaba trescientas pesetas que acumulaba para comprar un radiocasete con el que soñaba poder grabar y oír música.

Los primeros años de la adolescencia los recuerdo en la puerta de la relojería mirando embobado las francesas descocadas que pasaban por las aceras. Sonaba “Una Paloma Blanca” una y otra vez desde los altavoces de Casa Boix mientras los coches que circulaban, los aparcados y los viandantes se disputaban el espacio. Si venía algún cliente yo imitaba la forma de vender de mi padre mostrando los relojes, alguna correa cambié igualmente pero no era lo mío.

Mi padre jamás quiso que siguiera con la relojería. Siempre me animó a estudiar y cuando pudo me buscó un trabajo de verano que me permitió pagar los estudios. Poco a poco la relojería fue envejeciendo, no solo el local sino el propio modelo de negocio. Para mi padre la jubilación fue un alivio que le permitió, por fin, tener vida más allá de las cuatro paredes. 

La calle cambió. Se hizo peatonal. Los locales de siempre fueron cambiando a tiendas de franquicia y con la promoción de los centros del extrarradio y las dificultades para aparcar se fue alejando ese espíritu de centro comercial intemporal.

Algo se ha hecho muy mal cuando tantas tiendas están vacías, cuando ni siquiera las franquicias quieren seguir. El espíritu de la Calle Mayor yace enterrado bajo los pilares de hormigón de los nuevos centros comerciales.

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