Los días perdidos
Eran los setenta, una época en la que los tocadiscos a
monedas, hacían furor. Los niños del club de natación al finalizar el
entrenamiento en el camping Caudeli bajábamos en el bar y pedíamos un paquete
de papas o un Trinaranjus que mendigábamos a los padres. Otros se ponían
delante del tocadiscos a ver los cartelitos, poner un duro por la ranura y
elegir una canción de entre todas las disponibles. En aquellos años Nino Bravo
hacía furor y era una elección segura. Fue probablemente el primer cantante que
escogí como favorito y, con la inocencia infantil, lo mitifiqué.
Tal vez sea por esta admiración que recuerdo perfectamente
la conmoción al saber que había muerto en un accidente de tráfico. Me faltaban
unos días para hacer diez años cuando pasó. Fue uno de esos momentos en que el
niño que ha vivido en un presente eterno, en su tránsito hacia la madurez, se
da cuenta del significado de la muerte. Hace ya, en el momento que escribo
estas líneas, cuarenta seis años de su muerte. Una pérdida, un edificio que se
quema, un bosque que desaparece o un objeto que se rompe siempre son un
recordatorio de nuestra propia fragilidad y del brutal efecto del paso del
tiempo. El tiempo es esa apisonadora que no nos deja respirar ni detenernos ni
un momento en nuestra vida.
En la facultad de Bellas Artes y luego, con la preparación
de las oposiciones, convertí las obras de arte en esos amigos, conocidos de
lejos, que admiras y, a la vez, deseas ver en directo.
Fue en 2008 que pude ir por primera vez en Paris. Con mi
hija aún jovencita y yo con el cabello más negro, pasamos unos días desgastando
las suelas de los zapatos avenida arriba río abajo.
Notre Dame formaba parte, como buenos y previsibles
turistas, de las visitas programadas. Los alrededores estaban llenos de visitantes
de todas las razas. Recuerdo que un miserable bocadillo por los alrededores
costaba un riñón y parte del otro. Los franceses no iban con cuentos. Tuvimos
que hacer una larga cola y finalmente visitamos el oscuro interior y las
torres. Como profesor de arte que soy disfruté de esa visión privilegiada que
te da no sólo ver el monumento sino entender, además su estructura y sus
circunstancias. Como fotógrafo disfruté de las vistas de la ciudad tanto como
de los ángulos del propio edificio. En las fotos está la torre de Viollet le
Duc, el arquitecto neogótico que restauró la catedral y utilizó el hierro como
elemento innovador en sus obras. Era un día, según se ve en las fotos, con
nubes y el sol se filtraba en el atardecer mostrando los imponentes edificios
de la capital francesa.
Pienso que la catedral es, desde hace muchos años, una
especie de parque de atracciones temático donde se mezclan las memorias
populares venidas de las películas y dibujos animados del Jorobado de Notre
Dame. La parte espiritual queda muy reducida. Las gárgolas, por cierto, muchas
de ellas más modernas de lo que los visitantes piensan, están en miles de fotos
recortándose frente a la visión de una ciudad enorme que llena todo el paisaje
por todos los lados con los hitos del Sacre Coeur y la Torre Eiffel.
Ayer entré en unos de los diarios digitales en una de mis
rutinarias visitas para ponerme al día y vi la sobrecogedora imagen de la
flecha del edificio cayendo entre las llamas. Repentinamente vinieron a mi
cabeza las imágenes de las torres gemelas de Nueva York. Son momentos de esos
para recordar y pensar. ¿Qué estabas haciendo ese día? Ayer nada especial,
descansando por casa con mis cosas.
Creo que la conmoción mundial viene por el hecho, por la
conciencia de que es una pérdida irreparable. Seguro que se arregla, pero será
con réplicas que volverán el aspecto que tuvo, pero ya no serán aquellas que
fueron. Yo pienso que tardará más de los cinco años que dice el presidente
Macron. Estas cosas cuestan de volver a su estado previo. Mientras tanto toda
una vida pasa y Paris nunca más será nuestro Paris igual que Nino Bravo nunca
más sonará más allá de una voz almacenada en una grabación. La vida nunca vuelve
a ser la que fue. Nuevos tiempos vendrá y un día, y que tarde, será la misma
Torre Eiffel la que caerá. Como siempre algunos ponen la foto del incendio junto
a otras cosas que están para arreglar en el mundo. Lo que no se dan cuenta es
que lloramos por la vida nuestra y su relación con el monumento. Las desgracias
nos golpean más si tenemos algún tipo de relación cultural o espiritual con
ellas e, indudablemente, Notre Dame de Paris es un mito de la cultura europea
pero mucho más un mito de la cultura popular occidental.
A nosotros también nos queda hacer una experiencia única de
cada día hasta que nuestra torre propia caiga. Que nunca se diga que no hemos
disfrutado de la vida.
Carpe diem!
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