El hijo de Aitana




Hace años, cuando trabajaba en Benissa y mi vida estaba en torno a la treintena, tuve que leer el libro de Carmelina Sánchez Cutillas "Materia de Bretaña". Era una de esas lecturas en valenciano que los profesores de formación en castellano en la básica, la secundaria y la universidad tuvimos que hacer para adaptarnos a las nuevas exigencias profesionales. Fue en este libro, un regalo por su prosa evocadora de un Mediterráneo ya desaparecido y una infancia libre cerca del mar, donde conocí la existencia del Puigcampana y la leyenda de Roldán y el corte de su espada en la piedra de una montaña de indudablemente amada por los habitantes de la Marina Baja.

Fue ayer que, después de toda una vida, pude ascender a la cima.

Visto desde el lado de Finestrat el pico secundario del Puigcampana  se alza casi fálico, desafiando en su verticalidad sobre el paisaje de montañas menos altivas de los alrededores. Parece decir, ven si tienes valor o sube si quieres demostrar quién eres. Como decía Juanes, mi primo político de Madrid, que se apuntó a la fiesta con entusiasmo, las montañas de aquí engañan. La altura en metros es menor que las de las montañas de las cordilleras del centro de España, que él bien conoce, pero la verticalidad y el desnivel son aquí descomunales. De hecho, el Puigcampana según dice la Wikipedia, es la segunda cima de España, en altura para montañas que se ubican cerca del mar. Sus mil cuatrocientos metros te hablan de una subida de mil doscientos metros desde Finestrat, que se hacen por una senda de desnivel agradable hasta que decide hacerle la vida complicada al senderista en una rampa que te hace respirar como una máquina de vapor.

Es en este momento cuando la montaña empieza a regalar alguna de sus vistas espectaculares. Agujas de piedra se alzan entre torrentes de grava que se desploman hacia los barrancos mientras, al fondo, las cordilleras observan a su compañero orgulloso. Alguna cabra mira curiosa a las decenas de caminantes escondida entre las piedras. Allí a poniente Aitana parece la madre de mirada protectora y de formas más redondas, más alta pero menos agreste. El Puigcampana parece este adolescente que escapa hacia el mar el primer día de verano, orgulloso de su cuerpo perfecto que luce al abrigo de un sol magnífico de primavera. El Ponoig parece el hermano pequeño, de formas también verticales pero menor altura, que lo mira con admiración y envidia. La familia también ha venido a la playa, la tía Bernia que hace de muro al viento del norte, el Peñón de Ifach, primo atrevido dentro del agua helada, el tío Mongó allí hacia Denia, el Caballo Verde escondido detrás del Carrascal de Parcent o el Cabeço d’Oro. Todos juntos hacen un conjunto como pocos con unas vistas maravillosas.

Al llegar al primer collado descubrimos que la cima está partida y que la parte más alta ya está a tiro de piedra por una senda no muy complicada. Por levante los edificios de Benidorm se alzan como agujas sobre la llanura. Siempre me produce un efecto entre el horror y la sorpresa nuestra capacidad de cambiar el paisaje. Nunca más veremos aquella comarca que admiraron los viajeros románticos ingleses del siglo XIX o los primeros turistas que, después de la Segunda Guerra Mundial, abrieron las puertas al turismo low cost. En todas partes las urbanizaciones ofrecen un pedazo de paraíso y sol. Sol y suelo que nos han robado un mundo más tranquilo, más bonito y más nuestro. Para ser honesto nos sacaron de la pesadilla de la España atrasada y nacional católica con el bikini y la libertad de pensamiento que trajeron, pero a cambio se apoderaron de nuestra tierra. Nunca más podrá ser aquella comarca de viñedos y limoneros al sol. No volverán aquellos pueblos de fiestas patronales y meriendas de pascua. Donde antes estaba el campo del tío Pere hoy hay un Carrefour.

La cima parecía el poblado de una tribu de aquellas monos de Etiopía que toman el solecito asiento en la piedra. Decenas de montañeros subían y tomaban posición en una mañana maravillosa de primavera disfrutando de las vistas. La humedad que cubría de neblina el paisaje se hacía nube al chocar con la pared de piedra de la montaña. Al nivel de la vista los vapores abrían y cerraban la obsesiva vista del doble rascacielos del embudo en el techo y la isla que la leyenda dice que cayó rodando desde el lugar que ahora ocupábamos. Incluso un par de perros de raza pastor alemán y buen carácter iban pidiendo un poquito del almuerzo de los excursionistas.

Hicimos la foto y el brindis a la vida que siempre supone culminar una montaña. Por todas partes las vistas eran espectaculares. Ningún obstáculo le tapa la vista al orgulloso hijo de Aitana.

Era hora de ir bajando y el rebaño de amigos me dejó haciendo fotos. Ya nos alcanzará, dijeron, él tiene buena pierna. Así fue y al poco volvimos a formar la serpiente de caminantes resbalando entre la grava hacia abajo. Afortunadamente tenemos las posaderas para evitar males mayores.

Ya por el lado de Levante una senda soleada, a media altura, nos llevó al lado de los restos de árboles que yacen en tierra desde el pavoroso incendio de 2009. Xavier, único en su pasión, quería ver dos cuevas más, George, el inglés viajero estaba más muerto que vivo tras semanas por Asia y una gripe de caballo. El resto hacíamos buen paso frente a los cerros que separan Benidorm del Puigcampana. Un grupo de senderistas mal preparados ayudaban una mujer con el tobillo dolorido. A la velocidad que iban aún deben estar a doscientos metros de donde los dejamos. ¿Necesitan ayuda? No, gracias. ¿Tienen teléfono? Si, gracias. Cada cual a la suya, pensamos.

El grupo expedicionario se dividió entre los que fueron a la segunda cueva y los que continuamos hasta la fuente del Molino.

Huelga decir que las cervezas que nos hicimos supieron a gloria. Salud, dijimos, y la vida parecía reír con la alegría de los mejores momentos.


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