La fiesta de graduación



"Con mucho afecto a mis alumnos recién graduados"

Era a finales del otoño de 1983. El día era gris en Munich, justo en la plazoleta que queda detrás de la puerta del Isar o Isartor, como se le conoce allí. Acompañado de la profesora de economía Christa Künneke, una de las dos hermanas que me habían invitado a conocer Alemania, entramos en el que había sido su centro de trabajo durante muchos años. Creo que tenía gusto de mostrármelo tanto como de volver a un lugar que le era tan familiar. Los que había sido sus compañeros le saludaron con mucho cariño, nos hicieron pasar y en la sala de profesores, con ventanales que dominaban la plaza, le mostraron que su taza seguía con todas las demás. Era un gesto cariñoso que simbolizaba quien fue y la consideración que todavía merecía. Es curioso que yo la conocí justo porque mi tía alemana, Hildegard, había sido alumna de esa escuela.

Creo que conozco esa sensación extraña de vuelta a un lugar que ha sido tu casa, de alguna manera, durante años. Todo es familiar, pero hay un vacío extraño mezclado de nostalgia y desarraigo. Me pasó con el colegio. Cuando volví me sentí ajeno, como envuelto en una fina película, transparente pero impermeable y que me aislaba de sus muros. Ya no era mi tiempo.

Ayer fue el día de la despedida de los alumnos de la promoción del 2014 de nuestro instituto. Habían trabajado con mucho esmero para que todo fuera perfecto en el que fue su día. Ellos y ellas lucían esa belleza tan deslumbrante como tremendamente efímera que se tiene a los dieciocho años. Lejos de su niñez representaban su primer papel de adultos frente a la sociedad. Los padres, sin ser conscientes, entraban en esa etapa de vuelta a los cuarteles de invierno, a esa transición de la madurez a la ancianidad. Los hermanos pequeños soñaban con su día y los mayores lo recordaban. Profesores jóvenes cumplieron con su papel haciendo su discurso junto a veteranos ya retirados que había vuelto para la ocasión.
Mientras miraba las imágenes de los vídeos y sus discursos mi mente vagaba por los recuerdos de los muchos alumnos que ya han pasado por nuestro instituto. Ellos, los que se despiden, son una generación que se ha criado en el mundo audiovisual y se expresaron como saben, con decenas de imágenes de tantas experiencias compartidas. Sin ser del todo conscientes ya estaban manifestando la nostalgia del que envejece y el poder de las imágenes de evocar el tiempo perdido.
Los adolescentes tienen muy poca perspectiva del mundo. Sienten que les pertenece y que lo están inventando. En realidad viven su momento, tal como hicimos nosotros, con la frescura del que cree que acaba de descubrir un nuevo planeta. Les falta la perspectiva vital que nos muestra crudamente que sólo son inquilinos de un edificio, de un presente que para los profesores, nosotros, se alarga décadas pero igualmente concluye cuando nos llega el tiempo del retiro.
El tiempo transcurre al son de un cuarteto de cuerda barroco. Los violines marcan el paso de las estaciones y los años se escurren entre los dedos como las ondas musicales que se pierden en el cosmos.
Somos viajeros de un mundo que, en realidad, no nos pertenece. La realidad siempre fue efímera y nos vencen los plazos antes que nos demos cuenta. Hace un año se graduaba mi hija, hace ya tres lo hacía en su antiguo colegio. En las paredes del mismo sigue colgando aquel cómic con ranitas que, como padre, le tuve que ayudar a hacer cuando estaba en los primeros cursos del colegio. Eso y él recuerdo es lo que queda de tantos años desde la tierna infancia a la primera adolescencia. Donde yo estudié creo que sigue la orla con las caras de los niños de los setenta, algunos fallecidos y la mayoría desconocidos, ausentes.

 El tiempo parece que ha volado, pero a la vez visto desde otras perspectivas ha discurrido como un aceite espeso que gotea desde una repisa. La vida sigue. Hay que vivir el momento. ¡Carpe diem!

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