El viejo y la flor
Su vida
transcurre en el centro de una pequeña ciudad mediterránea. Cada mañana se
levanta cuando el reloj biológico ordena. Puede ser a las cinco, tal vez a las
ocho. Cuando se ha llegado a los ochenta y seis años y se goza de una salud
aceptable ese es uno de los pocos privilegios que quedan.
Baja tras un
desayuno solitario a la calle. Tal vez hoy toque ir a la farmacia, tal vez al
ambulatorio. Siempre en las cercanías del barrio. Ya no lleva bastón porque
dice que si lo usa va perdiendo fuerza en sus piernas pero si, a veces un gorro
por el frío o contra el sol que golpea su calva. Solía ser un personaje de cara
redonda allá por sus cincuenta. Ahora parece una vieja tortuga sabia de las
Galápagos con una cara que caen en pliegues hasta el cuello. La mirada es
todavía vivaz e inquisidora.
Con ese caminar
vacilante de los viejos se acerca al café que abrieron unos paquistaníes.
Bromea y lanza algún piropo a una joven boliviana que le contesta con la
tolerancia y el cariño del que sabe que la bala pasa muy lejos de la diana y
sin fuerza. Una infusión y una conversación que den calor a la soledad. No
necesita ir muy lejos. En la esquina otros paquistaníes le permiten escoger la
fruta. Se vanagloria para sí mismo de su capacidad de escoger las mejores piezas
entre tanta ganga.
El día transcurre
con tedio en su pequeña rutina. El diario de la provincia, plagado de noticias
con ligero aroma reaccionario le entretiene lo justo antes de un partido de
Nadal contra cualquier contrincante de un torneo de tenis. A la noche un
partido de fútbol en el bar de la esquina.
Puede comer solo,
como suele ocurrir los fines de semana o ir a casa de la hija, como suele hacer
de lunes a viernes. Al acabar una siesta y, tras un despertar calmado, abre los ojos y ve que
el cactus colgante ha sacado inmensas flores. Eso lo tiene que fotografiar mi
hijo. Como ocurre con los viejos, la flor pasa a ser una pequeña obsesión que
lo entretiene. Podía ser cualquier manía, la tele que se ha desprogramado, el
canario que ha puesto un huevo, el cartel que hay que poner o hay que quitar.
En cualquier conversación saldrá el tema.
Son las tres.
Llamada telefónica. Sí, papá dime. El cactus tiene dos flores preciosas. Tienes
que hacerle una foto. Ya pasaré. Date prisa que sólo duran un día. Como un niño
insiste en su capricho. Me gustaría una foto del cactus.
El tiempo corre y
la flor y la vida se marchitarán. Sólo quedará la imagen de un momento.
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