Las huellas del demonio y de Jesús en Pinet


(La leyenda que se cuenta es inventada a partir de la tradición de las huellas en el barranco)

Aunque ningún hombre ni, menos aquellos años, mujer habían subido a la Luna. Algunos, los más atrevidos, daban ya vueltas a un planeta cada vez más pequeño. En Pinet, sin embargo, poco había cambiado en los años sesenta del siglo XX. Algunos detalles mostraban que las cosas iban muy rápido: el cine y la televisión empezaban a ser parte de la realidad cotidiana, al menos en los pueblos más grandes, pero en el diminuto pueblecito, perdido en un valle cerrado y remoto, casi nada rompía el ritmo diario de sol a sol.
Eran los primeros días del año, los Reyes magos, llegando por arriba del Alcornocar de la Sierra Grande, parece que venían de Gandía, habían dejado esa noche los juguetes al puñado de niños del pueblo. Los abuelos y los padres les habían hablado ya del milagro del Barranco del Castillo que ahora os contaré.

Hacía no se sabe cuándo, nada importa en las historias mágicas, el Demonio iba detrás, detrás, de la Virgen y del Niño persiguiéndolos. No llevaba en la cabeza buenas ideas, ya que quería hacer desaparecer a Nuestro Señor, todavía un niño, para que nunca llegara la Navidad en las casas. Como podrán pensar hubiera sido una gran desgracia que el mal triunfara en la Tierra y que los niños tampoco tuvieran los regalos que los llevaran los reyes.
Fue así que mágicamente, escapando por los pelos del Demonio, que la Virgen y el Niño aparecieron milagrosamente en las calles de Pinet. Pidieron ayuda a un pastor que pasaba con su rebaño por el centro del pueblo camino de las casas de Cadis y él, buen conocedor de los rincones del término, les dijo. Rápido, tomad la senda que os digo y llegaréis a unas piedras que bajan al barranco por La Escalerita del Gato. Así lo hicieron y cuatro saltos lograron bajar al Barranco del Castillo. María y Jesús caminaron por el lecho, lleno de barro, dejando las huellas marcadas. Por otra parte, el demonio les había olido y, con sus patotas con garras como un lobo, los siguió dejando marcas enormes bajo las piedras de los acantilados.
Pero, como bien os podréis imaginar, Dios no quiso que el Demonio le hiciera daño a su hijo y, desde las alturas del Buixcarró hizo bajar una tormenta por los barrancos. Una nube de agua y hielo con forma redonda como un balón descendió por los cauces congelando el barro y convirtiéndolo en rocas de formas suaves y color gris. Al llegar donde estaban madre e hijo, la gigantesca nube, se abrió y rodó devorando la piedra y haciendo un hueco con un banco de piedra donde protegerlos del demonio.



No os podéis imaginar cómo fue la batalla. El Maligno con toda su artillería de fuegos hizo frente a la tormenta gris que, con sus remolinos, dejaba marcas en las piedras. El pastor y todo el pueblo fueron a ayudar y, desde las alturas, arrojaban pedruscos enormes que, incluso, le rompieron los cuernos al demonio. El mal, el fuego del infierno, no pudo con las fuerzas combinadas del Cielo y la Tierra y con un soplo se ocultó a las paredes de roca abriendo cuevecillas desde las que, por unas horas, continuó saliendo un humo negro. Hoy en día todavía las conocen como las capillas. María y Jesús, agradecidos, bendijeron a los pinateros que, valientes, los habían defendido y se sentaron para descansar en el banco que la tormenta había creado el corazón del barranco. Un grupo de ángeles bajó por el lado del Castillo de Pinet y, levitando, se los llevó de regreso al cielo.

Los niños del pueblo desde que ocurrieran los milagrosos hechos iban el día de reyes por el mismo camino a ver las huellas de los tres personajes de nuestra historia. Para asustar a los demonios y malos espíritus que podía haber iban haciendo sonar los cencerros.
Aquel año, con un frío, nunca mejor dicho, de María Santísima encaminaron sus pasos a La Escalera del Gato y, saltando las piedras, ayudando los mayores a los más pequeños, llegaron al paraje. Las huellas enormes del Demonio, petrificadas en el cauce del barranco y llenas de adelfas y hojas, contrastaban con las más pequeñas de María y Jesús. Los niños maravillados iban siguiéndolas con la ayuda de los más experimentados que las señalaban, barranco arriba. Al llegar al banco de piedra se sentaron y comieron turrón de cacahuete que les había dado la Tía Amalia. El más mayor del grupo contó por enésima vez el cuento del Demonio. Los más pequeños se quedaban boquiabiertos y los más mayorcitos discutían sobre cómo ocurrió la historia que, con el paso de los años, tenía tantas versiones con variantes como pinateros había en el pueblo.
En eso un alzó la cabeza y vio como los reyes pasaban por arriba, yendo hacia el Alcornocal para volver a su casa allá en el lejano Oriente. Mirad, mirad los reyes, dijo.

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