Cuando el futuro no llegó.



A través del balcón veo las primeras casas de Almoines i los chalets sobre las suaves formas del Tossal Gros de Oliva. Si me paro a escuchar oigo los ruidos de un motor y los trinos de los gorriones. Parece que el tiempo discurra suave, como un continuo de rutinas que, como mucho, nos llevaran a una plácida vejez. Sobre mi mesa el libro de Svetlana Alexievich, “Voces de Chernòbil, crónica del futuro” que acabo de leer hace unos minutos.
Hace ya años que lo tenía, tal vez dos o tres. Como con tantos otros libros, soy un lector algo disperso, los empiezo y por diversos motivos los dejo para seguirlos más adelante. Éste había quedado relegado, en una de tantas veces que mi mujer ordena la casa, entre otros tantos de la librería.
Fue precisamente a partir del éxito de la serie Chernóbil que decidí rescatarlo del olvido, esta vez con tiempo para leerlo.
El título hace justicia a la estructura de la obra, ya que se trata de un coro de monólogos, de voces individuales de seres humanos golpeados en su línea vital de flotación por el drama nuclear. La escritora adopta, así, un papel de notario de la realidad. La imagino visitando uno a uno las vidas de los narradores provista de una grabadora y transcribiendo, como en un expediente judicial, las declaraciones de los testigos. Puede parecer poco creativa su tarea como escritora, pero pienso que es la manera más honesta de abordar un drama inconmensurable. Si bien estamos acostumbrados a esa selección, corta y pega de la realidad, del relato, aquí la tragedia humana se manifiesta inabarcable y multifacética. En mi opinión, el libro sitúa perfectamente al lector en ese mismo estado de confusión de los que la vivieron. No creo que pueda haber forma de capturar los acontecimientos de aquellos días sin olvidar injustamente matices que para sus protagonistas significaron tanto. El lector se ve sometido, de esta manera, a un cosmos de sensaciones del cual solo él y su particular sentido de la vida pueden interpretar de forma íntima y personal.
El libro puede dar voz a un político que se siente injustamente tratado por haber seguido las consignas de mantener la calma, puede ser un niño que muere mientras ve morir a otros como él, la esposa de un bombero que no entiende que el cuerpo de su amado es una pequeña central radioactiva. El libro habla de la corrupción de un sistema, del final de las convicciones con las que has nacido y crecido, de los héroes y de los villanos, de la vida, de la muerte, de los espíritus del pasado, del apego a la tierra o de las tradiciones. Entre los renglones surge ese grito humano, esa alma que puede ser sublime o mezquina, muestra el amor apasionado, la belleza de un paisaje tóxico, de la normalidad cotidiana tan denostada, pero a la par tan valiosa.
Damos por sentado un estilo de vida. En la Unión Soviética el átomo, la energía atómica, tanto como el orgullo de ser ciudadanos soviéticos, eran parte de ese tejido emocional e ideológico que sustentaba una sociedad. Chernóbil es el momento en que cae el velo y el pueblo ve que el rey, como en el cuento, está desnudo. El futuro jamás llegó. Para miles de personas su vida, sus recuerdos quedaron truncados en un momento y, lo peor de todo, es que nadie lo supo ver en los primeros momentos. El accidente se minimizó a nivel oficial y entre charcos tóxicos de color amarillo la gente siguió con su vida. Ni siquiera los liquidadores, los miles de ciudadanos que fueron extirpados de sus propias vidas, eran conscientes de que no era la muerte, tan solo, lo que les esperaba sino la deshumanización y el asco que producías a todos aquellos que se libraron de la radioactividad.
Leo en la prensa que se han puesto de moda los viajes a la zona de exclusión. Belarús y Ucrania sufren y sufrirán durante generaciones la lotería de los daños genéticos. Como dice el libro saber de un embarazo ya no es una noticia recibida con alegría sino con pánico. ¿Nacerá sano, completo, sin problemas de salud? Mientras aquellos que tienen la suerte de ir por unas pocas horas entran en lo que, para ellos, es un parque de multiaventuras y, para coronar la experiencia se hacen una autofoto. Repugnante.
Cofrentes ha sufrido un accidente, aún no lo sé, la gente no lo sabe. Aquella mujer que veo por el camino al río con su paraguas y su perro no saben que la radiación ya está flotando en esa neblina dorada de la mañana. Como en los primeros años de la crisis económica, cuando veías que a pesar de las noticias todo seguía aparentemente como de costumbre, el tumor ya ha empezado a crecer. Nuestra casa, nuestro pueblo, las montañas, las playas van a ser abandonadas en unos días. Esas fotos que dejaste en una caja son radioactivas y no las vas a poder llevar contigo. Tu perro, tu gato, el canario, quedarán abandonados a su suerte y recorrerán las calles huérfanas de humanos.
Calla, que sólo estás fantaseando, podrás pensar. Efectivamente Cofrentes sigue, hasta donde sé, funcionando con normalidad. Mientras tanto seguimos con nuestra maravillosa rutina en un mundo que, si no lo detenemos va al precipicio. El planeta, igual que la central de Chernóbil emite alarmas que no deseamos escuchar, al menos no lo hacen los que tienen el poder de hacerlo.
Si queréis ver las consecuencias de esa confianza en la combinación de tecnología y sistema político y reflexionar os recomiendo Voces de Chernóbil.

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