De pozas, balsas y piscinas Una vida en el agua
Flotando en el agua. Los recuerdos y los pensamientos flotan
en el líquido y fluyen suavemente. Me acuerdo de los años de crisis y
enfermedad mirando un cielo de nubes donde no puedes escapar. Hace unos años me
gustaba agarrarme las piernas y, en posición fetal con los ojos cerrados, dejar
que el cuerpo se balanceará como si fuera un ser primigenio en un mar
prehistórico.
Mi padre había sido nadador. La natación como deporte fue popular
desde los tiempos de Damián Catalá y los miembros del club utilizaban el mismo
puerto o estanques privados para entrenar, como era el caso de La Balsa del Tío
Salvador.
Con un padre nadador poco faltó para que naciéramos con cola
y aletas como los peces. Aquellos años aún eran tiempos de balsas, pero no
tanto de pozas para que la contaminación ya empezaba a castigar a los ríos. Las
generaciones anteriores conocían mejor que la nuestra esos rincones del río
donde había una piedra desde donde saltar al agua dejándose llevar por la
corriente. En nuestro caso fue la balsa de Konnicks el primer lugar de recreo
estival. La familia, de origen belga, tenían una finca con naranjos en el lado
derecho de la carretera al Grao de Gandía que hacía se cerraba, por el otro
lado, con el Río Serpis. Teníamos el permiso de los propietarios para ir a
tomar el baño en una balsa con motor de riego. El vestuario era la misma casa
del pozo que impresionaba por la profundidad y la negrura ante los ojos
inocentes de los niños. Adosado al edificio del motor había un techo con dos
aguas para el lavadero que entonces nunca vi gastar. Por los alrededores había
huertos que igual aprovechaban para hacer tus necesidades, si era el caso,
tomar plantitas de jabón u observar libélulas de todos los colores.
Fue pues en la balsa de Konniks donde aprendí a nadar con mi
padre. Con confianza saltaba desde el muro o desde el lavadero y, como podía,
llegaba a la seguridad de sus brazos. Si no recuerdo mal, había una escalera de
grapas de hierro que te permitía volver a la seguridad del lavadero. La balsa,
de planta más o menos cuadrada, sería de unos quince metros de lado. Las
paredes se alzaban sobre el terreno y el fondo estaría un medio metro por
debajo de la plataforma de los lados. Cuando se necesitaba agua sólo debían
abrir las compuertas y ésta circulaba desde la salida al nivel de las acequias
circundantes. El agua era sin tratar y sólo pasaban unos días estaba llena de algas
verdes que le daban un aire de laguna más que de las asépticas piscinas de hoy.
Tanto es así que cuando se hacía maloliente la vaciaban y la volvían a llenar
con un chorro de agua helada, salida del pozo, limpia y cristalina como el
hielo.
Como una rana, sólo cogí confianza, subía y bajaba por los
muros para volver a tirarme primero de cabeza y luego dando volteretas. Mi
padre orgulloso me animaba y yo, vanidoso y feliz, insistía. Un día me tiré como
de costumbre desde el tejado del lavadero y caí de espaldas. Tan escaldado
quedé que nunca más lo he intentado.
.
Más adelante, o tal vez los mismos años, íbamos a la Drova,
en el término de Barx, a pasar las vacaciones en una casa alquilada de la
antigua granja del Monasterio de Valldigna. Lo más parecido que había a una
balsa eran las de riego con lavadero que había en la fuente del olmo, pero
estas estaban sucias y llenas de ranas y peces. Mi primo Salva, tan pesado se
puso un día, que, en el mismo lavadero, todo desnudo, con risas de picardía
infantil, lo dejaron mojarse con las manos tapándose las partes. Como un ritual
íbamos cada día caminando en la piscina del Restaurante El Romeral, pagábamos 5
pesetas, si no recuerdo mal, y tomábamos el baño en una instalación ya más
propia de los tiempos que venían.
Al hacernos más mayores entramos a formar parte del equipo
de natación y cada tarde íbamos a la antigua estación de trenes y subíamos a la
ballena azul, de nombre "La Jeresana" que, con todos los otros
viajeros, nos acercaba al Camping Caudeli. Hoy en día parecería una locura,
pero entonces los niños con la bolsa y la toalla subíamos solos en el autobús,
nos bajaban a la acera de la carretera nacional y, a la carrera, cruzábamos en un momento sin
tránsito al otro lado para llegar caminando a la piscina. La del
Camping era una piscina imponente. Era, por una parte, una piscina de
competición de 33,3 metros de largo, rectangular y con trampolín, que se abría
a otra para niños de menor profundidad y forma curva casi cerrada por una
península. También obtenían el suministro de agua de un pozo. Estaba helada, más aún el mes de mayo cuando empezábamos los entrenamientos. Al llegar el
inicio de la temporada, como parte del acuerdo con los propietarios, los
nadadores con cepillos y cloro como herramientas les limpiábamos la inmensa piscina.
Esta tardaba unos días a llenarse y, osadía de gente joven, ya entrabamos a probarla,
aunque aquello era puro hielo. La temporada de baño se extendía hasta la feria
de octubre y más de una vez tuvimos que cortar el entrenamiento por la llegada
de una tormenta que nos hacía salir del agua como conejos asustados.
No quiero olvidar la piscina familiar de mis tíos Salvador y
Joaquim donde tantos domingos pasamos jugando con los primos. Me dicen mis
primas que yo era el terror de la piscina. Al ser el mayor los metía la cabeza
bajo el agua y corrían asustadas entre risas y miedo. Aún me lo recuerdan de
vez en cuando.
Durante unos años fui monitor de natación. Cogimos la ola de
piscinas de polideportivo de los pueblos y organizamos los primeros cursos de
natación en Real de Gandía, Palma, Ador, Rafelcofer y en muchos apartamentos de
la playa. ¡Cuántos niños vi realizar aquel trámite de vida en la que pasas de
animal terrestre a anfibio!
¡Como corre la vida! Cuando nació Mar, mi hija, íbamos
buscando piscina entre los parientes. Ella ya vino al mundo como un pez. Nunca
supo qué era el miedo al agua, ya que de muy pequeña la soltaba y ella, como yo,
confiaba en su padre. Cuando vinimos a vivir a la casa nueva, la piscina se
convirtió en el lugar de esparcimiento primero de los niños y después de los
adolescentes de casa. Incluso el perro disfrutaba de ella y, si no estábamos
delante, se atrevía a entrar a refrescarse.
Hoy tengo, me gusta decirlo así con humor, la bañera más
grande o la piscina más pequeña del mundo, en casa. Tal vez como el ático,
donde paso el tiempo escribiendo o leyendo, sea la parte de la casa que más me
gusta. Cuando llego acalorado y quiero encontrar la paz entro y encuentro
consuelo.
Creo que siempre hemos sido agua. Somos, igualmente, aquel
ser primigenio, como el feto que fuimos y por eso la vida es agua.
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