El magnetismo de las cumbres. Subida al Penyalba
David mira taciturno la bifurcación de camino e indica el camino a seguir.
Con sus setenta años, y armado de un bastón, es el veterano del grupo junto a
Trevor. Sorprende ver cómo estos residentes británicos conocen la red de
caminos tradicionales palmo a palmo y cómo se han convertido en apasionados
caminantes de nuestras montañas. Lingüista, de pasado militar, podría haber
representado al coronel Nicholson de "El puente sobre el río Kwai" no
tanto por su talante sino por su aspecto británico de piernas largas y piel
sonrosada alos que se suman su pasado y experiencia asiáticas. Domina además del inglés varios idiomas
orientales como son el chino y el malayo.
No tiene ya las fuerzas que debieron acompañarle en el pasado y se tiene que
conformar con dar algún rodeo o parar en algún momento de la ruta a esperar a
que los más jóvenes del grupo alcancen alguna cumbre que requiere algún
esfuerzo que supera sus capacidades actuales. Como él mismo dice su amor por la
montaña es tal que prefiere embadurnarse de crema protectora que le protege su
piel nórdica a dejar de ir por precaución ante las manchas de raíz cancerígena
que le están apareciendo.
Hace ya unos meses me invitó a acudir a las marchas semanales por la montaña
que realizan un grupo de residentes británicos. El procedimiento es simple ya
que cada semana deciden un recorrido que comunican por correo electrónico. Con
precisión militar, a las 8:15 de la mañana acudimos a cualquier bar de Xeraco,
de Rótova o de Oliva y tras un café o una cerveza, que para estas cosas los
ingleses son tolerantes, salimos a patear las montañas.
Tengo que estar tremendamente agradecido ya que ha sido por ellos
como he vuelto al paisaje de mi adolescencia. Desde que empecé he redescubierto
el placer de reconocer el patrimonio de sendas que se camuflan entre las
cañadas, los acantilados y las lomas de nuestras montañas. He tenido la suerte
de poder ver las montañas cercanas a Pego antes que el incendio de mayo las
calcinara. He podido ver desde las alturas la lámina de color azul suave que
rodea Cullera o el hermoso alcornocal que crece entre Barx y Pinet. Gracias a
ellos las conexiones geográficas de nuestra propia tierra las puedo hacer ahora
mentalmente. Las huellas de la ocupación de la montaña me han conmovido,
castillos roqueros para conjurar el miedo ante la invasión, restos de las casas
de pastores, sendas tortuosas o la extraña cueva artificial que en el camino
dels "Picapedrers", dejaba intuir el orgullo de saber tallar la
piedra para construirse un refugio cerrado por un dintel plano digno de un
dolmen del neolítico
Ayer nos citamos en Barx aunque tras un corto recorrido en coche iniciamos
la ruta en Les Foies. El ascenso entre pinos dio paso a una montaña de
vegetación rala que nos acompañó el resto del recorrido. Nuestra meta era el
Penyalba, la hermosa cumbre de acantilados rojos que tantas veces nos ha hecho
soñar de pequeños con Arizona y las películas de John Wayne. El camino que
tomamos nos llevó a la cresta que domina el somnoliento Valle de la Drova. Entre
las laderas verdes del Aldaia, el Cingle Verd i el Tossal de Tramussers y las
pinceladas ocres de la ladera sur del Monduver se distribuye ese pequeño
paraíso en la tierra que a tantos seduce. Por el oeste, a la altura del punto
de vista, se veían en escorzo las impresionantes rocas verticales que coronan
el Peñalba. Sólo dos de nosotros decidimos seguir por un camino algo más
escarpado hasta llegar a una cumbre de prismas de piedra plana que dominaba
desde sus 700 metros buena parte del paisaje. El corte vertical era de vértigo,
pero la felicidad de estar por primera vez en un lugar tantas veces visto desde
la lejanía vibró como un diapasón interno. Fue, como tantas otras veces ha
ocurrido, uno de esos momentos en que la vida merece la pena, en que se siente
profundamente ese sentimiento de estar vivo. Ayer las nubes sobrevolaban el
paisaje de vapores húmedos que enturbiaban la nitidez de los contornos. El
Monduver y sus antenas se vislumbraban entre una cortina de bruma brillante al
trasluz. Desde las alturas el paisaje es una maqueta a escala que adquiere la
dulzura cándida del juguete infantil. Desde allá arriba todo parece diminuto e
insignificante, carente de importancia y el sentimiento es el de total
liberación.
A la vuelta he compartido mis fotos a través del facebook con mi amiga Nasim
de Irán. Ella es una mujer con convicciones laicas y occidentales en un mundo
donde los hombres les obligan a encerrarse entre velos, lo quieran o no lo
quieran. Ella es una montañera vocacional. Su espíritu indomable se ve liberado
entre las resecas cumbres de las montañas iraníes donde la única autoridad
religiosa es uno mismo y, si acaso, un ser superior más allá de las nubes.
Entre sendas de piedra, David, Trevor, Nasim o yo mismo compartimos con
muchos otros ese sentimiento de profunda liberación que se tiene cuando se
llega, tras una empinada cuesta, a un lugar más alto y se comparte durante un
instante efímero la condición de inmortalidad que una vez tuvieron los dioses
del Olimpo. La montaña ha sido un lugar útil en la economía ancestral y por
ello siempre ha sido un lugar recorrido por los seres humanos, pero no por una
mayoría de ellos. Las montañas son lugares de soledad y retiro espiritual donde
el ser humano es a la vez diminuto e inmensamente grande. No es extraño que una
corriente poderosa nos arrastre a ese lugar donde cielo y tierra conectan a
través de una plataforma de roca.
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