Damián Catalá

Hace unos días, charlando en casa durante la cena salió la palabra mentor y el nombre de un personaje ligado a mi adolescencia. Damián Català. No me costó mucho empezar a relatarle a mi hija tantos recuerdos del que fue mi mentor en el sentido más puro de la palabra. Tendría yo once o doce años cuando lo conocí. Yo era todavía la gran incógnita de la familia. Ese niño que no acaba de definir por dónde va a encaminar su vida, algo solitario, fantasioso y feliz en su mundo de juegos. Mi hermana era la que destacaba por su capacidad dibujando y, por ello, fue invitada a acudir al estudio del pintor, por entonces un hombre de unos 64 años, para aprender. Yo fui como el gran adosado. No es que no me gustara dibujar, pero lo mío era inquietud pura y dura que impedía centrarme en trabajo intelectual sin acabar jugando en mi mundo.

Después de la conversación y los recuerdos vino el deseo de mostrarle a mi hija los libros que todavía conservo. No tardé mucho en buscar entre mis estanterías y las que hay en casa de mis padres para recuperar dedicatorias y recuerdos. Una de ellas, con el afecto con que me trataba, hablaba de su alumno socrático. Era cierto. Sus clases, coherentes con su universo ácrata, eran gratuitas y desinteresadas. Como mucho mi padre hacía de chófer o le arreglaba los relojes sin cobrarle nada. Al acabar las mismas le acompañábamos a la "Horchatería Gandía" donde se iniciaban tertulias de café siempre impregnadas de arte, cultura, política o literatura. En el camino, de paso, parábamos en la librería de donde salíamos de tanto en tanto con algún libro que con generosidad nos regalaba. Me convertí así, sin saberlo, en alumno de una escuela sin aulas donde las aguas de la inocencia y la juventud se diluían en un mar de sabiduría, experiencia y, porqué no decirlo, contradicciones y, a veces, un profundo dolor de vivir.

Una frase que encontré hace algunos días, atribuida a Herny Adams, decía que un maestro nunca puede llegar a decir hasta donde llegarán sus enseñanzas. Es cierto. En mi caso mi cabeza fue influida por un punto de vista anarquista y libertario que se mezcló con la educación católica y conservadora que había recibido hasta el momento. Si hoy soy quien soy y como soy se lo debo en parte a aquellos días en que pintábamos en alguno de los rincones de la comarca, en las conversaciones ilustradas, a los libros, a alguna película homenaje al anarquismo a la que me invitó y a esa discreta guía que me hizo la persona creativa y dedicada al mundo de la imagen que hoy soy.

Damián Catalá fue un personaje especial, un idealista salido de los primeros años de siglo que sobrevivió a la época más cruel y dolorosa del Siglo XX y aterrizó de vuelta en la Safor,al principio de la década de los años setenta, tras un exilio de un cuarto de siglo. En aquellos tiempos yo pertenecía al club de natación dirigido por Pitet, pupilo en su tiempo de Damián. Un día apareció por el patio del instituto Ausias March, donde entrenábamos en invierno. Con un estilo cosmopolita, gorra de plato, ropa cómoda pero elegante y su eterno Celtas Cortos colgado de unos labios finos bajo una gran nariz aguileña.

Hijo de una familia burguesa de impresores, notarios y dentistas, vivió las primeras décadas del siglo entre la rebeldía contra un colegio de Jesuitas demasiado estricto para un alma tan libre y la gozosa libertad del estudiante que no estudia cuanto debe en la Barcelona de los primeros años treinta. Con esa capacidad de liderazgo y esa mentalidad demasiado moderna para la España que se avecinaba fundó el club de Natació i Esports de Gandia. Tenía ese entusiasmo de los visionarios o de los pioneros y ello le llevó a crear un núcleo de jóvenes que entrenaban en el puerto y que se podían asimilar a la juventud más moderna de los países más avanzados de Europa.

Vivió y sufrió con intensidad la guerra. El golpe de estado le atrapó junto con su equipo de jóvenes deportistas en la olimpiada antifascista que se celebraba en el barcelonés estadio de Montjuic. Padeció los horrores de la guerra y la cárcel tal como cuenta en sus libros. Su familia fue humillada y desposeída de todo cuanto tenía. Sus padres murieron en la desgracia pocos años después. Él mismo fue obligado a vivir lejos de su amada Gandía en un pequeño pueblo de la Vall de Albaida. Fue profesor de la efímera Academia Cervantes. Entre sus alumnos se contaba Adelina Bataller, la que sería mi futura profesora de literatura.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial muchos demócratas pensaron que un régimen como el de Franco que había sido aliado de Hitler y Mussolini estaba en sus horas finales e intentaron adelantarse a los acontecimientos. Damián acabó detenido y otra vez en la cárcel.

Con mucho humor me contaba que tras su vuelta a España, un amigo que le había invitado a comer el mismo día en que escapó al exilio, lo encontró por la calle y le dijo: Damià els fideus ja estan gelats. Efectivamente, sin avisar a nadie, sin dar pistas para evitar el ferreo control franquista, escapó por los Pirineos.

Su esposa Rosa se reunió con él, pero poco tiempo después falleció de una enfermedad devastadora dejando una niña y un viudo desolado. El tiempo cierra poco a poco heridas. En Francia recuperó libertad y suficiente energía intelectual como para ser corresponsal de "El Sol" peruano con el que tuvo la oportunidad de llegar a conocer diferentes países de Europa en momentos tan importantes como fueron las Olimpiadas de Helsinki. Fue incluso amigo del célebre violonchelista catalán Pau Casals.

Ahora, cuando releo sus memorias de anarquista represaliado, entiendo mucho mejor el dolor de un mundo que le fue robado a toda una generación que llegó a adelantarse a su época y que fue brutalmente cercenada por el golpe de estado y la guerra "incivil" como a él mismo le gustaba decir. Mi generación ahora mismo sufre el golpe de esta crisis, de las heridas de una vida mucho menos dura que la suya pero finalmente llena de claroscuros. Yo ahora mismo soy profesor de muchas generaciones de alumnos que de alguna manera son herederos de Damián, de Pitet, de Adelina Bataller, del Padre Montalva, del Hermano Hernández, del Padre Ribelles, de la señorita Pepita, de Rafa Requena, de Quique Tormo, de Rafa Calduch y de tantos otros maestros que actuaron para que la cadena del saber nunca muriera.

Me gusta recordar a Damián Catalá. En Gandía ya pocos saben claramente quien fue. Una travesía al puerto se celebra cada verano en su nombre. Un monumento en el puerto, no lejos de donde entrenaban, le recuerda. Hasta ahora no merecía más que una reseña en Google como autor de un poemario de 1946 que se puede comprar de segunda mano. Tal vez ahora aparezca una referencia más y de alguna manera revivirán sus recuerdos con los míos.

Soy producto de mis maestros y de los discípulos de mis maestros. Soy heredero de sus recuerdos y transmisor de aquellas vidas que se fueron. De sus libros renace una Gandía que se difumina entre la niebla del pasado. Renace con ellos el saber y el poder de las memorias que de alguna manera vamos pasando de generación a generación desde aquella escuela socrática hasta esta incierta época de la globalización y el cambio climático.


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