Banco de Valencia

Fue hace años, justo antes de casarnos. Marzo de 1990. Cada mañana, antes de amanecer Mara, la que hoy es mi esposa hacía su trayecto hacia Denia, hacia la oficina central del Banco de Valencia en la hermosa avenida de Campos. Una mujer joven, guapa, con ilusiones, llena ideas y ganas por dar lo mejor de si misma en su primer trabajo.

Fue una de las primeras mujeres en entrar en unas oficinas llenas de compañeros de la vieja guardia que todavía veían el ordenador o los compañeros con estudios universitarios con ciertos recelos. De oficina, en oficina, por la zona norte de Alicante mi esposa fue dejando atrás compañeros y recuerdos gozosos y, porqué no decirlo, a veces amargos. Historias de batallas felices, como aquella vez en que fueron a Mutxamel a ayudar a sus compañeros ante la avalancha de millones de un premio de la lotería. Momentos de rabia cuando uno de sus compañeros robó dinero de la caja y se lo reconoció sin pestañear.

Amigos entrañables, jóvenes, como Javier de Oliva. Guerreros de mediana edad con la silicona siempre a punto para las huelgas. Veteranos de muchos años como el viejo inspector Menarges, de Crevillente que mostraba orgulloso la fotografía de su nieta poco ants de jubilarse. En el recuerdo algunas bodas y comidas para celebrar el compañerismo.

Benissa fue para mí el tiempo del embarazo, de los viajes de ida y vuelta para llevar a nuestro futuro bebé y cuidar a su madre. Si algo recuerdo son los amaneceres de almendros en flor de camino a Pego y los paseos veraniegos por la costa pintando acuarelas de calas y acantilados. Aquel verano de 1995 nuestra hija, una bolita de carne feliz, dulce como la miel, pateaba en su carrito mientras espiábamos por los ventanales tintados a su madre ocupada con sus asuntos. Desde el piso que habíamos alquilado, poco menos que nos obligaron, hacíamos tiempo hasta que nuestra pequeña familia de tres se reunía. El banco era como el gran padre patrón; una especie de mal necesario para seguir con la vida adelante pero también un espacio de encuentro de compañeros y clientes que, a veces, llegaban a ser como amigos entrañables.

Mi suegro padeció un desgraciado accidente y eso condicionó el destino laboral de mi esposa de vuelta a Gandía. Primeros años de la fiebre del ladrillo, nuevos propietarios. Desembarco de Bancaja, y nuevos ejecutivos procedentes de la Caja de Ahorros mezclados con políticos arribistas del PP en cómodos puestos en la dirección de ambas entidades. Más exigencias para los empleados de base. Trabajar por la mañana siete horas, trabajar por la tarde hasta las ocho. Exigencias y objetivos. Tiempos de renuncias personales para estar a la altura de la carrera profesional. Vida sin vivir enredada en objetivos de la empresa. Uno de tantos días la oficina de mi esposa fue atracada por un tipo con la cabeza cubierta por un casco. Fueron rehenes durante un angustioso rato en el que se disparó accidentalmente la pistola dejando una bala alojada en el suelo. El trabajador de la banca siempre está al pairo de una violencia que puede surgir sin previo aviso.

Los ahorros de la familia, el dinero de los estudios de nuestra hija se atesoraba en acciones que se daban de tanto en tanto como incentivos al trabajo o en pequeñas compras. El capitalismo popular animaba a mantener la inversión. Los valores a la larga siempre suben decían.

Banco de Valencia como tal no era nada. Un nombre, una empresa, un proyecto. Si algo daba valor a la entidad era ese trabajo constante de tantos empleados que intentaban combinar vida y trabajo. Miles de pequeños accionistas que mantenían sus valores entre el apego a la marca y el interés económico. 

En los años locos. Las aguas corrían mansas y tradicionales por la superficie mientras en el fondo una corriente poderosa repartía dineros y favores entre camarillas de arribistas y canallas de la política. Empresas sin valor creadas por algunos directivos de la cúpula y puestas a nombre de sus esposas eran compradas por millones de euros. A cambio se concedían créditos a riesgo similar al deporte de aventura a muy pocos clientes. En las oficinas, el día a día era estricto y tradicional como de costumbre. 

Era el tiempo de la contabilidad creativa y las consultoras que hoy juzgan el valor de España daban el aprobado alto a un banco que se derrumbó en cuanto Rodrigo Rato decidió que Bankia no iba a asumir ninguna responsabilidad en el endeudamiento de una entidad que controlaba.

Las acciones cayeron a velocidad vertiginosa mientras los empleados veían la desbandada de los capitanes del barco que durante años les exigieron remar sin descanso. Hoy osan todavía a reclamar sus indemnizaciones millonarias a una entidad que hicieron quebrar. Por su parte los empleados se escondieron entre papeles. Con la cobardía de quien lleva años bajando la cabeza casi nadie movió un dedo por no salirse de la foto. Las huelgas generales apenas tenían seguimiento entre unos empleados acostumbrados a callar.  Entre todos lo mataron y él solo se murió. 

Llega el segundo ERE y cada cual mira desesperado que la última balsa hinchable se hunde y no hay un objeto flotante al que agarrarse. Tímidamente apuntan las movilizaciones en un entorno en el que el nuevo propietario va a desmantelar lo que queda, con beneficio y red comercial a precio de saldo. Los miles de accionistas se quedan con puro papel mojado. Más del cincuenta por ciento de los trabajadores, alrededor de ochocientas familias, se están a punto de ir hacia las colas del desempleo en un momento con escasas oportunidades. Nadie entre los trabajadores si será o no despedido.

En el fondo lo triste no es que muera el Banco de Valencia, una marca vacía sin las personas. Lo trágico es que tras el nombre se desvanece el esfuerzo de tantos trabajadores que honestamente, durante cien años, lucharon por hacer bien su trabajo dejándose su vida y su familia en el empeño.

Esta historia es una de tantas crónicas de esta era de incertidumbre. Cada palo intenta aguantar su vela. Unos recortando y otros simplemente pasando hambre. Llegamos a creer en el ideal socialdemócrata del capitalismo orientado al beneficio social, pero nos equivocábamos o más bien ese era el camino y nos engañaron.  Volvió el neoliberalismo a la reconquista del espacio perdido. Minijobs, privatizaciones, recortes sociales y aumento del abismo entre ricos y pobres. La clase media catatónica observa paralizada el fin de una época de tregua social. La aristocracia política resiste en su torre de marfil defendiendo a sus corruptos y sus privilegios. Aquí nadie se hace cargo de la papeleta. Nadie responde por el dinero que se robó. Santa Rita Rita, lo que se da ya no se quita.

 El capitalismo es como una fiera de circo. Cuando crees que está domado y lo vas a hacer pasar por el aro va y un día saca su garra y te arranca el corazón. Te arranca la vida.


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