El monstruo que nunca duerme


Benidorm ya se deja ver a lo lejos, nada más salir de los túneles del Mascarat. Altea conserva algo de su perfil tradicional. Benidorm es puro artificio. Con su paisaje serrado propio de ciudad asiática en plena fiebre de la construcción, las decenas de falos geométricos luchan por escapar del suelo oteando el horizonte azul entre muros de hormigón y páramos resecos. Como ríos de lava, las vías de negro asfalto conducen cuesta abajo a los vehículos hasta desembocar en la Playa de Poniente, a los pies de las torres que ciñen la suave curva de la bahía. Aferrados a la roca un laberinto de calles comunica decenas de edificios que se levantan desesperados por estirarse hasta el cielo. Apenas queda rastro del paisaje original. De trecho en trecho las formas gastadas de la roca amarilla primigenia aparecen como recuerdo de un pasado que se ha borrado en pocas décadas.

Un termitero humano sestea al brillante sol de primavera entre el paseo y las escasas olas de un tranquilo mar. En formación de ataque el prisma repetido hasta el infinito. La arquitectura funcional, la línea recta y el módulo envejecen mal. Algunos edificios muestran su insolente decrepitud pese a estar situados todavía en la posición privilegiada que les dio haber llegado primero. Pegados al suelo algunos chalets, reliquias del Benidorm prehistórico de los sesenta, resisten agarrados a su parcela a la espera de una puja que les sentencie a muerte.

La piel blanca nórdica adquiere la tonalidad sonrosada de la quemadura de primer grado. No importa: la ausencia de luz, los días grises, la monotonía de un barrio anodino perdido en ninguna parte se iluminan con la ilusión del paraíso barato. En el Tiki los proletarios del norte muestran la desvergüenza de la carne en un baño de alcohol que no parece tener principio ni final. Un par de ellos realizan equilibrios de saltimbanqui disfrutando de su momento de gloria frente al pelotón etílico. Cuando falta el cerebro parece que la fuerza física es la única salida. Los cuerpos van desde el atlético musculado con horas de gimnasio, hasta la tripa cervecera de un blanco lechoso. 

Como en un inmenso crisol las edades y condiciones del ser humano se mezclan; el principio de la inocencia de un castillo de arena, la decadencia de una silla motorizada que soporta la invalidez o la obesidad mórbida. La adolescencia luce la insolencia del momento, formas y colores, musculaturas y cuerpos prietos. En el local de la discoteca Penélope bailarinas de strip tease hacen su sesión diurna para viejos y niños. Es el aperitivo de la mañana que prepara una noche loca.

Benidorm es como una gran olla donde hierve la vida de un mundo global. Es el sumidero del modelo consumista que todo lo compra y todo lo vende. El lugar donde soñar que la felicidad se puede comprar. El ecosistema es así depredador. Una maraña de señales y colores atraen la mirada del incauto. Bingos, hamburgueserías, casinos, alquileres, pizza, sexo, sillas móviles, helados...  Como un parásito Benidorm absorbe agua, energía o recursos que transfieren sangre al monstruo que nunca duerme. La oferta no parece tener fin en una central de reciclado que traga turistas salidos de un tubo metálico y los digiere entre platos de paella barata y sangría.

¿Y qué queda del Benidorm que una vez fue? Es justo cuando la Playa de Poniente se cierra por el sur con una gran mole escalonada de piedra amarilla. Las calles ascienden y el cascarón de un pueblo costero mediterráneo vampirizado por los mercaderes va surgiendo como agazapado entre un urbanismo despiadado. La plaza frente a la iglesia, con vistas a las dos bahías, es la única concesión al paisaje que una vez pudo haber sido. En un ir y venir de turistas por la escalera del mirador se repiten las fotos de rigor hasta la saciedad. Parece que la troqueladora impele a los turistas a repetir el selfie, la foto de la roca o la de la pareja sonriendo convencional como muestra del éxito del viaje. Las imágenes devoran un paisaje donde sólo el color humaniza lo que es la muerte por explotación de un mundo que ya no aguanta esa presión de una plaga que llamamos humanidad. 

Suena un tango. Una anciana tapada con una manta como un sudario cabecea en su silla de ruedas. Tras los cristales parejas de jubilados gritan carpe diem al son de las mil vueltas del baile. Chocan unos con otros en el concurrido espacio. La letra del tango vuela a la calle.

Volver
con la frente marchita
las nieves del tiempo
platearon mi sien.

Curiosos miran a los elegantes bailarines que seguramente disfrutan tanto más del recuerdo de su juventud llevados por la música.

Vivir
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.

La playa ya está casi vacía. La temperatura ha bajado y la autopista vuelve a estar llena de coches que realizan el camino de vuelta. Las vacaciones pasan pronto. El aeropuerto del Altet estará seguramente transfiriendo decenas de agotados pasajeros condenados a la gris y oscura rutina que les espera.

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