Dublin, cuando los indios se han hecho con el fuerte



El verano en el norte, si es bendecido por el sol, es de colores hermosos y luz limpia. En el Trinity College la hierba aparecía de un verde exuberante que contrastaba con los solemnes edificios que rodean la plaza principal tras franquear la entrada. El campus, repleto de turistas, tiene en su belleza clásica el atractivo de los recintos universitarios anglosajones tantas veces visto en películas basadas en esta etapa educativa. Poco o nada parece importar que fuera el centro de formación intelectual de la antaño dominante clase social acomodada y protestante y que los católicos tuvieran su acceso prohibido, tanto por el propio centro como por la Iglesia Católica, que amenazaba con excomulgarlos dado el caso. En realidad parece que el asunto religioso se ha disuelto entre vapores europeos y que en la República la división entre católicos y protestantes ha pasado a ser un asunto menos candente y de menor orden si no fuera por la belicosa provincia norteña del Ulster.

Dublín goza de un aspecto inequivocamente británico. Si se ha estado en el Reino Unido no se puede dejar de percibir esa atmósfera de estar en una parte del mismo. Ese aire de familia se deja notar en la carga ideológica que siempre tiene la arquitectura y que marca con fuerza tanto los edificios oficiales del centro, como la manera en que se configuran las calles, el estilo de los vehículos, los parques y jardines o el aspecto de las personas. Desde los edificios oficiales hasta las casitas obreras o las iglesias neogóticas se tiene esa sensación de "dejà vu". No es una casualidad. Hasta 1949 Irlanda no adquirió definitivamente la identidad de República independiente y eso se nota.  No obstante basta con leer la historia para entender que los irlandeses se perciben suficientemente diferentes como para haber roto con el estado que les gobernó durante siglos.


San Patricio, fundador del cristianismo en la isla, sigue ocupando un lugar privilegiado en la simbología nacional y así se recuerdan sus primeros actos de bautismo junto a lo que hoy es la catedral gótica de la Iglesia de Irlanda que, como es de esperar, lleva su nombre. Sus hijos cristianos, muertos a miles en las guerras del imperio, llenan con sus nombres las paredes del transepto. Religión y nacionalismo son una combinación peligrosa. La sangre de miles de jóvenes se ofrece en vano sacrificio ya que el imperio por el que lucharon se desgajó y hoy ni Birmania ni India son algo por lo que luchar. Las banderas rahídas y ennegrecidas por el humo cuelgan de las paredes recordando una época que ya murió.

Los imperios coloniales a veces tienen la ilusión de la permanencia. Incluso, tal vez, que la combinación de generosidad y fuerza convencerá a los nativos de la bondad de permanecer al estado supranacional. Los irlandeses heredaron en 1949 un país del que se desgajaron los condados donde la presión colonial acabó por cuajar en forma de una mayoría protestante. Desde los años sesenta del siglo pasado el conflicto sigue abierto y apesar de los "Acuerdos del Viernes Santo" una minoría de cada lado sigue con las espadas en alto. Miembros radicales del IRA siguen rabiosos contra los protestantes y éstos siguen haciendo sus marchas desafiantes en un gesto de afirmación de su deseo de seguir siendo británicos. El resto de la isla intenta, al igual que los británicos, acercamientos diplomáticos que cuajarán, al parecer, en unos meses en la visita de la Reina Isabel.

La historia nos enseña que el gobierno colonial operó con esa ceguera típica que tiene los grandes imperios. Sus gobernadores aplicaron la mano de hierro confiados en que la represión era la solución a todos los problemas. En realidad en 1916 se les fue la mano aniquilando uno a uno en la cárcel a los líderes de la sublevación que tuvo lugar en el céntrico edificio de correos de la calle O'Conell. La crueldad de la represión, paradójicamente, prendió la llama de la conciencia e hico ver la represión ejercida durante siglos.
Como siempre la identidad se hizo fuerte en la opresión y así todavía se nota su espíritu nacionalista que se manifiesta en la religión católica que se deja ver en estampas en los taxis, en algún que otra tienda extraña o en los deportes nacionales. Los irlandeses han hecho del galaico una de sus señas de identidad, conforme a las premisas de todo nacionalismo, aunque éste ha resistido mal el paso de los siglos y es una lengua moribunda en su uso cotidiano en la capital de la república y mantenido sólo por la machacante presencia de los letreros bilingües que insisten en recordar que el país tiene otra lengua y que es en realidad la propia. Sólo una minoría rural lo habla y el resto con suerte lo entiende.

El nacionalismo resiste en mil gestos pero la actitud se va volviendo laxa y desde los acuerdos de paz y la uniformización que ha traído la Unión Europea parece que todo importe algo menos. Un español residente en Irlanda nos contó que tienen todavía el corazón dividido e incluso que los protestantes son apreciados por su formalidad en el trabajo. Por si fuera poco un irlandés de veinticinco años formado en España me reconocía que asumir los condados del Ulster sería un fastidio para una Irlanda que mira mucho más un futuro europeo que el cáncer del conflicto del pasado.

Tal vez el camino de Irlanda hacia la paz y la prosperidad haya venido precisamente de esa visión mucho más cosmopolita y moderna que hace que sin abandonar ni dejar de luchar por el patrimonio cultural autóctono se tenga una perspectiva pacífica, supranacional, global e integradora. Cada cual que saque sus propias conclusiones.

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