Oslo express



Reconozco que me gusta viajar y a veces tengo la suerte de poder hacer breves escapadas a ciudades europeas por cuestiones relacionadas con mi trabajo. Casi nunca va más lejos de llegar a un sitio, tener una reunión, pernoctar y volver. No hay nada de fantasía en estas escapadas breves a menos que uno siga teniendo ojos de niño curioso e intente entender. 

El viaje de negocios, a menos que uno se esfuerce, es el concepto del recorrido vacío en las tripas de un receptáculo metálico, del viajero gris que vaga por aeropuertos y terminales para cerrar un negocio o atender a un cliente. "Up in the air" la película de Clooney es la paradoja de este tipo de seres de uniforme que viajan sin soñar y sin emocionarse. Son viajeros incapaces de apreciar lo hermoso que es vivir y poder recorrer partes de un mundo demasiado grande e inabarcable para la vida de una persona. Viajar es un proceso mental y al final sólo se hace cuando la mente vuela más allá del puro recorrido físico.

El pasado martes salimos por Alicante hacia Oslo. La terminal alicantina estaba atestada de seres nórdicos de piel sospechosamente parecida a la de un animal puesto a cocer al fuego. En colas pacientes daban pasos comedidos a la espera de ser redistribuidos en sus respectivos destinos. Los suburbios nórdicos llamaban con cantos de sirena a estos Ulises atrapados por Circe en Altea, Benidorm o Torrevieja. Simultáneamente los pasillos inferiores vomitaban hordas de francos, normandos o vikingos en su camino hacia los últimos días de vacaciones. El aeropuerto parecía así una gran central centrifugadora de mineral. La inmensa rueda de vuelos procesaba la materia prima blanca y lechosa para devolverla procesada tras una semana tostándose al sol.

Del tórrido final del verano mediterráneo a la fría temperatura de los fiordos noruegos se llega en más de tres horas de cielos puros y nubes prístinas. Casi a su pesar el inmenso artefacto cargado de pasajeros se sumergió en las nubes entre sacudidas y turbulencias hasta que el paisaje oscuro y gélido lo atrapó entre sus garras.

Llegamos al aeropuerto de Moss Rygge entre sombrías nubes que cubrían una hermosa campiña de lagos y bosques. Afuera el frío era cortante, la lluvia fina pero persistente y calaba sin tregua. Los autobuses de comunicación con el centro de Oslo son extensiones del viaje previo y por ello esperan a que el pasaje acabe de recoger maletas y suba a los mismos. El conductor, amable y profesional, un joven de pelo corto oscuro y piel necesitada de sol, fue haciendo el recuento del pasaje. El muchacho era muy amable e incluso permitió que una familia africana hicera uso de su teléfono para orientar a aquellos que les esperaban. El conjunto de los llegados desde Alicante se podría clasificar entre españoles low cost, nórdicos de vuelta de sus vacaciones y familias que se adivinaban emigrantes a punto de volver a sus vidas grises o en su viaje iniciático al primer mundo visitando familiares ya instalados en el país.

El autobús empezó a recortar los setenta kilómetros de autopista que nos separaban de Oslo. Entre prados y bosquecillos jalonados por inmensas piedras de formas suaves aparecían granjas de fachadas de intenso rojo ladrillo. Las formas suaves del paisaje dejaban adivinar la Era Glacial y su intensa erosión. La autopista se plegaba a la orografía o penetrando en las colinas mediante pulcros túneles que conducían al valle siguiente unos kilómetros más allá. El suelo parece magro, pedregoso y pobre, poco fértil, y por si fuera poco permanentemente atacado por el frío y la falta de luz invernales. Conforme nos acercábamos a Oslo el paisaje se fue llenando de naves industriales que anunciaban la que es capital y ciudad más habitada del país.

Desde las alturas Oslo se presenta como un anfiteatro que besa la costa de un fiordo que escapa al lejano mar abierto, a unos noventa kilómetros, entre archipiélagos de islotes, bahías, cabos y calas. Por todos los lados se ven colinas de bosques con edificaciones que nunca acaban de llenar la superficie. El verde es todavía el color de la ciudad hasta que llegue el gris del invierno. Los noruegos no le han temido a las alturas, tal vez porque no tienen demasiado patrimonio histórico que proteger y aquí y allá aparecen enormes torres de cristal con letreros luminosos en sus últimos pisos.

Llegamos a la estación de autobuses y tras subir un nivel por un pasillo cubierto por cristales llegamos a una terraza que domina la calle que une la terminal con la estación de trenes. A sólo unas pocas calles estaba el hotel Thon Terminus. Nada del otro mundo más que un lugar diminuto y funcional para pasar una noche sin más pretensiones.

Sin mucho más que hacer y a una hora de encontrarnos en el restaurante con nuestros clientes, salimos andando hasta acercarnos a la cercana catedral. El edificio ni muy grande, ni muy antiguo, recuerda a tantas iglesias de lugares del mar Báltico. Turku, Hamburgo, Tallin... De planta de cruz latina tiene una gran torre con cúpula de bronce verdoso y cuerpo de ladrillo que destaca del conjunto. Frente a su puerta una plaza donde se veían los puestos vacíos del mercadillo de flores matinal.

Las calles comerciales estaban cambiando ya su aspecto de las horas de apertura de las tiendas por la de los paseantes del ocaso y los noctámbulos tempranos. El cielo cubierto dejaba ver cierta claridad por el oeste y la poca luz bañaba con una claridad fría las fachadas de los pastiches decimonónicos o de principios del siglo XX. Poca gente y calles vacías a esta hora. Las terrazas se abrían ya protegidas con radiadores de los rigores de un verano en sus estertores nórdicos.

Oslo no es una ciudad especialmente interesante aunque mantiene una pulcra elegancia nórdica. Se nota que es una capital creada en el siglo XIX para competir con cierta dignidad entre el conjunto de capitales europeas, pero más allá de algunos edificios sueltos el resto en ciertamente anodino. Eso sí, es una ciudad aseada, agradable... y muy cara. Está considerada como la tercera del mundo en este mismo año por su nivel de vida. La arteria más cosmopolita, si es que el adjetivo es aplicable, es la calle Karl Johans con el parlamento neorománico en un extremo y el Palacio Real al otro. La universidad, con su fachada de templo clásico, abre un hueco en el centro de la calle y al otro lado los árboles de un bulevar arbolado le dan un aspecto fresco. Todas las calles que bajan hacia el puerto dejan ver el reflejo plateado del agua. El cielo durante mi visita estuvo casi siempre nuboso.

Habíamos sido invitados a una cena de negocios en el nuevo barrio surgido de los antiguos terrenos portuarios. Como en tantas otras ciudades el desuso de los puertos y la necesidad de nuevas zonas han privilegiado estos enclaves a costa de los usos tradicionales. En este caso se ha creado un pequeño complejo que reparte calles plazas y canales entre torres acristaladas. La arquitectura es elegante y todo está  desarrollado con mucho gusto. Parece que se han combinado las oficinas con las viviendas y en los bajos se ha instalado un gran número de locales de restauración.

En el extremo sur hay un restaurante bastante exclusivo de pescado llamado "Tjuvholmen Sjømagasin" donde hay unos platos muy elaborados a base de marisco y pescado. Nuestras anfitrionas, Cecilia y Rangild tuvieron la amabilidad de acompañarnos y con ellas pudimos descubrir el punto de vista de los noruegos sobre ellos mismos, sus circunstancias y el vecindario escandinavo. Como siempre pequeñas rivalidades, curiosidades en los dialectos y sobre todo un entorno económico muy estable. Como siempre el punto de vista local ayuda a descubrir las diferencias imperceptibles para el visitante. La camarera, tan rubia como nuestras clientas, nos parecio noruega, pero con una sonrisa nos hiceron ver la diferencia. Era una sueca que como tantos otros compatriotas trabaja en un lugar con mejores sueldos. Al estilo de los restaurantes de cocina creativa la camarera se veía en la obligación de explicar cada uno de los elaborados platos al estilo de la nouvelle cuisine.

Al acabar recorrimos la amplia explanada portuaria hasta pasar junto al edificio del ayuntamiento de Oslo. Aunque es uno de los edificios emblemáticos de la ciudad me pareció sobredimensionado y torpón, poco grácil. Al estar frente a la explanada del puerto destaca por sus enormes proporciones. Tiene dos inmensas torres, una de las cuales es el soporte de un enorme reloj. A pesar de la abundante presencia de ventanas  la superficie oscura de ladrillos le da un aspecto visual pesado y que a mi juicio rompe excesivamente el rítmo urbano creado por el resto de edificaciones.

A pesar de la hora, cerca de las doce de la noche, todavía había cierto ambiente veraniego aprovechando la velada y prostitutas negras que se insinuaban en inglés a los posibles clientes. A pesar de tantos cambios culturales y tantas latitudes el más viejo oficio del mundo sigue dominando las calles vacías  hasta que el alba borra su presencia.

La mañana siguiente me levanté con la ilusión de poder recorrer durante una hora las pocas calles que se pueden llamar centro. A esas horas todo estaba empezando a despertar del letargo nocturno. Mercadillos de flores o de productos alimenticios estaban siendo colocados en las plazas o en los soportales de la catedral mientras peatones o ciclistas se cruzaban en todas direcciones. La calle Karl Johans no tenía mucho tráfico más allá de las bicicletas. En su recorrido atraviesa una vaguada y al fondo se distinguía el palacio real. El punto de fuga atraía la vista y caminé hasta llegar a lo alto de la colina donde se erige el palacio. Un caballo con algún personaje de la monarquía preside ese extremo de la calle. El palacio, que recuerda vagamente a Buckingham Palace es uno de los edificios con los que la ciudad intentó darse cierto empaque pero sigue teniendo un aire mucho más casero y provinciano que sus equivalentes sureños. Incluso la casa real reinante parece como muy de andar por casa y no se instauró hasta la independencia del país a principios del siglo XX.

Varios guardias reales y su oficial mostraban las extravagancias anacrónicas de las monarquías europeas. Un muchacho, perfecto ejemplo de escandinavo, lucía un sombrero con penacho y hacía la guardia con actitud y gestos formales frente a la fachada. Parecía uno de tantos rituales inútiles pensados para turistas a pesar el inmenso subfusil de asalto que portaba todo y bayoneta calada. En un momento alguno de los turistas tempraneros traspasó la acera con la que finaliza la plazoleta de grava roja y el taciturno guardia hizo el gesto del policía urbano marcando el alejamiento necesario. En tanto que los turistas estaban despistados y no se apercibieron del gesto lanzó un grito. ¡Ehhw! ¡Ehhw! ¡Nada de bromas!

Decidí bajar hacia el puerto por calles de edificios modernos hasta llegar al centro conmemorativo del Nobel de La Paz. Por todos lados se ven esculturas y no se porqué motivo predominan los esqueletos recios o porqué no decirlo así orondos. Oslo parece que tiene un amor especial por este tipo de arte que se encuentra en decenas de lugares. 

Ya en la explanada del puerto paré mirando a derecha e izquierda todo el conjunto. Esta parte de la ciudad tiene una relación estrecha con el premio Nóbel de la Paz ya que las ceremonias del mismo se celebran en el ayuntamiento que está a unos pocos metros.

El tiempo corría y tomé unas fotos de los transbordadores que abandonaban los muelles hacia alguno de los lugares del fiordo. Un pescador vendía a las clientas peces recién sacados del Báltico. El tranquilo trasiego de la mañana parecía acorde con la cubierta de nubes plomizas que cubrían el cielo. Me encaminé al pequeño cerro que además de base del baluarte origen de la ciudad hace las veces de parque. En mi camino hacia la estación me crucé con lo que deben ser los edificios más antiguos de la ciudad. El fuego demasiadas veces ha acabado con lo que nunca dejó de ser un poblado de madera hasta tiempos muy recientes.

Calle abajo a la estación, y un taxi que nos lleva a la visita y otro que nos trae al autobús. El sol parece querer asomar de nuevo y así Oslo desaparece entre retazos de verano que muere. Acabamos comiendo comida mexicana en una cadena de comida rápida en el mismo aeropuerto. Otra vez una cola se seres a punto de ser devorados por la cápsula que nos llevaría a los casi 41 grados centígrados del tórrido verano de Valencia. 

Noruega se disuelve en un mar turquesa. Una despedida hermosa en forma de archipiélagos de miles de canales e islotes de rocas como caparazones de tortugas antiguas. Up in the air.

Comentarios

  1. Respuestas
    1. Escrito ya hace algunos años. Viajar ahora es por la comarca, que también tiene su encanto.Gracias por el comentario.

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