Todos los Santos

Mañana, según acostumbra el mundo católico, es el día de Todos los Santos. El cementerio de Gandía ya empezó hace varios días a animarse con visitas que congestionan la carretera. Cada familia se afana en sacar brillo a las lápidas tanto para demostrar amor al finado como para dejar claro ante la sociedad que ese día se paseará antes las tumbas la capacidad de decoro que tiene cada familia. Ese ver y ser visto de las plazas de domingo de las sociedades mediterraneas tiene su versión fúnebre una vez al año y hasta los muertos recuperan parte de la dignidad robada por los gusanos. El uno de noviembre suele ser día de luz acerada y atmósfera limpia. Todavía no ha llegado el frío pero las chaquetas ya se agradecen. El día se dedica al peregrinaje de cementerio a cementerio entre comentarios circunstanciales.

En determinados lugares, se ve luto riguroso de una familia destrozada por una muerte inesperada y reciente. Muerte fresca que duele como una herida abierta. La pasión se pega a la piedra como si parte de la vida pasada todavía se filtrara entre las grietas.Poemas espontaneos y pasión latina mezclados con un aire de romería curiosa.

Allá entre las tumbas se aprecian ciertas lápidas descuidadas y sin brillo. El cariño, si es que lo gozaron en su tiempo, perdió lustre y sólo el tiempo y las telarañas acompañan el rastro de una vida. La urgencia que crea una muerte explota entre lágrimas y arrebatos teatrales en un país donde la frialdad nórdica es vista como algo de mal gusto. Las semanas y los meses sin embargo ganan la partida y con el paso del tiempo las visitas se van espaciando y el afecto apenas queda como un circuito neuronal que a veces se enciende.

Hace 25 años que falleció mi abuela. La demencia senil de sus últimos tiempos, hasta cierto punto graciosa, se congeló en un estertor de muerte un sábado de inundaciones y su cuerpo acabó en aquel rincón discreto donde mi abuelo yacía. Recuerdo la apariencia parduzca de un cuerpo con treinta años de tumba, los restos de un traje de domingo y unos zapatos patéticos. Un cadaver profanado por el enterrador, metido sin contemplaciones en un saco blanco con cremallera y depositados sin más ceremonia sobre el féretro recién estrenado.

Yo estaba más cerca entonces de la vida que de la muerte. Ahora, con suerte, me veo a medio camino. Cada sábado mi madre me pedía que le acompañara al camposanto y así, cruzando el viejo puerte de hierro del ferrocarril nos acercábamos a asear la lápida de granito verde. Daisy, mi vieja perra pointer, nos acompañaba en el paseo e, ignorante de cualquier fin más allá de su propio deseo de libertad, olisqueaba los márgenes del camino. Casualmete ,en un círculo de unos pocos metros ,tengo a mis abuelos y bisabuelos, a una tía que falleció prematuramente y a familiares dispersos entre las calles. Mi madre recorría cada una mirando con el cariño que da el conocimiento y la visita finalizaba deshaciendo el camino. Yo mucho menos implicado buscaba joyas escondidas, historias truculentas de crímenes, anécdotas y fotos escondidos entre la multitud de nichos.

Han pasado veinticinco años. Daisy es sólo un recuerdo y mi madre una anciana. Ahora es Troy, mi perro, el que nos acompaña igual de feliz como fuera su antecesora. Cuando se convive con los animales y se intuyen sus estados de ánimo se empieza a sentir que ese orden aparente que hemos creado y que nos coloca en la cumbre de una pirámide animal no es más que la ilusión de un mono vanidoso. Ellos no sienten la cultura de la muerte, pero son seres tan dignos o más que nosotros. Conforme envejezco siento a Daisy y a Troy mucho más cercanos y con tanto derecho como las personas a ser honrados por aquellos que los quisieron. También ellos debería entrar en la categoría de todos los santos, porque su bondad y compañía es parte de ese orden, esa geometría perfecta que a veces manifiesta la naturaleza.

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