El Barranc de l'Enxina, en la boca del lobo


En la penumbra del alba de un día otoñal, las voces del grupo debían oírse desde las escarpadas laderas que encierran al río Serpis en su ruta de escape de la comarca de El Comtat a la Safor. Las obras de los ingenieros ingleses parecen ya parte del paisaje y no esa avanzadilla de civilización que abrió una vez el paso al caballo de hierro. La Fábrica de l'Infern, más bien sus ruinas, emergen entre la vegetación que intenta apoderarse de sus formas ortogonales para imponer la geometría del fractal. Acabábamos de acceder a una parte de la vía que quedó huérfana, aislada del resto, cuando se desmanteló el puente de hierro que cruzaba el río aguas abajo. La senda empezaba a cerrarse enroscándose a los pliegues del terreno. Tal como estaba previsto, la llovizna empezó a cubrir el paisaje de una capa de esferas diminutas. Era el momento de ponerse el chubasquero y de cubrir la mochila con la funda protectora. El único corral que veríamos, el Mas de la Garrofera, el único signo de civilización, en realidad, que veríamos en todo el trayecto, se alzaba desdentado en la misma boca del Barranco de la Enxina. En la pantalla del receptor del sistema de posicionamiento global se veía una línea magenta que nos llevaba directos al laberinto de desagües de las montañas que rodean La Cuta.

En un día gris, húmedo y frío. Armados de bastones, cargados de mochilas con aquello que cada uno consideraba necesario, fuimos entrando en un barranco de cauce amplio y despejado con paredes abruptas hasta los acantilados de la cima. Si hubiera sido una película de aventuras se diría que las tribus enemigas vigilaban escondidas desde las alturas a la espera de que los incautos entraran en la boca del lobo.

Realmente el Barranco de la Enxina o Engina, como aparece en otros mapas, es traicionero porque durante un buen trecho ofrece un paisaje agreste, salvaje, virgen, extremadamente bello y no muy difícil. El trayecto en su inicio es aceptable dentro de la incomodidad que se le presupone al tránsito por un barranco y la limpieza de la piedra, carente de líquenes al principio habla de aguas bravas que, ocasionalmente, dejan pelado el centro del cauce. Cada vez más adentro, el asombro que provoca la belleza de las formas naturales acariciaba las almas de espíritu montañero del grupo.

El amor por la montaña tiene estas cosas improbables. Un conjunto de individuos de orígenes variados, de edades diversas, hombres de mediana edad y una joven de dieciocho, de nacionalidades y profesiones diferentes trabajando en conjunto como una patrulla exploradora a la búsqueda de caza. Decimos de los perros que les gusta pasear porque con ello reproducen el ritual del control de la zona propia en la naturaleza. Yo creo que los senderistas sentimos, de alguna manera, ese placer de de los cazadores por la exploración que se ha transmitido por los genes desde los tiempos pretéritos  y si vistiéramos pieles, calzáramos cuero o portáramos lanzas no pareceríamos tan diferentes que los actuales con chubasqueros, pantalones de montaña o botas de suela de goma.

Conforme subíamos íbamos viendo alguna señal de anteriores visitantes. Un par de piedras apiladas, aquí y allá, marcaba un camino ya realizado. El cauce se iba cerrando conforme subíamos y la línea magenta se iba acortando lentamente, mucho más de lo que nos hubiera gustado. El permanente ir y venir de la lluvia empapaba lentamente la ropa, el calor del cuerpo se mantenía por el esfuerzo y las piedras cubiertas de oscuros líquenes se convertían en trampas que te hacían caer al menor descuido. Por momentos volvíamos a las prácticas cuatro patas de los mamíferos cuadrúpedos o a la condición del reptil que hace valer su modo de locomoción sobre cualquier superficie. Menos volar o nadar, pienso que adoptamos todas las formas posibles para ir superando un terreno cada vez más cerrado y amenazador. La exuberante vegetación taponaba el camino ante nosotros ofreciendo a la vez asideros amables o ramas espinosas que podían abrirte la piel en canal.

Sería a la mitad del trayecto, cuando la vuelta atrás ha dejado de ser una opción, cuando encontramos un primer obstáculo serio. Una pared vertical con un tramo final que, por suerte, algún barranquista caritativo había dejado provista de una cuerda bien anclada a la piedra para superar el obstáculo. Tal vez podría haber completado el favor dejando una referencia a la entrada del barranco porque, para nuestro horror, una vez pasada la cuerda, llegaba un segundo obstáculo más terrorífico si cabe. Una pared de unos seis metros con los asideros justos en una piedra resbaladiza por la humedad. En una primera exploración el compañero Ernest recorrió a media altura un saledizo para acceder al extremo contrario. En un instante el pie resbaló y, por fortuna, pudo mantener la posición ayudado, esta vez, por las plantas. Siguió por la pequeña plataforma de piedra y alcanzó salir por donde mejor parecía. Visto lo visto, con todas las precauciones y dificultades empezamos a pasar el obstáculo con cautela y bajando el centro de gravedad el máximo posible. George, una vez salió del obstáculo de la primera cuerda y, visto el espectáculo, compuso una cara de rey de tragedia Shakesperiana antes de la batalla. Supongo que yo tendría la misma cara amarilla y descompuesta, pero uno no se ve a si mismo. En el paso del obstáculo, de los obstáculos que irían llegando, surgió lo mejor del grupo. En cada nuevo reto uno de nosotros abría el camino óptimo y desde la altura y tras la cata sugería la mejor posibilidad y ayudaba estirando desde arriba mientras otros empujaban desde abajo.

El barranco no daba tregua. En ningún momento se vio traza de camino humano alguna más allá de los senderos falsos que, de tanto en tanto, parece que van a sacar a los exploradores del atolladero. En esos momentos, cuando la cruda realidad de la naturaleza se impone es cuando se comprende de forma cabal porqué la montaña no es un hábitat amable. Se adivina porqué el bandolero, el eremita o el paria siempre escogieron esta vida dura sin alternativas, allá donde nadie quiere llegar, donde la vida es dura y la comida y el agua escasas. La fragilidad de las fuerzas del individuo se mide con las mil y una trampas que le recuerdan que no es nadie si la naturaleza decide que es prescindible. También es un momento profundamente humano en el que se percibe la amenaza en un entorno que, si te atrapa, lo hace de manera fría y sin contemplaciones.

Las fuerzas empezaban a mermar en forma de calambres en un compañero. En esos momentos es cuando uno se pregunta sobre su propia estupidez al entrar en un lugar que sospechaba que era como estaba demostrando ser.Vicent, animoso nos empujaba hacia arriba antes de la lluvia prevista para después del mediodía llegara.

La línea magenta se iba acortando de una manera desesperadamente lenta. Un kilómetro, quinientos metros, trescientos. La vegetación se cerraba más y más en un túnel apenas practicable. La conversación en inglés, en valenciano, sobre literatura, sobre la propia ruta, sobre la vida y, sobre todo, la compañía, hacían más llevadero el aparentemente inalcanzable acceso a la senda prevista. Finalmente rompimos, según lo hacía la línea magenta, hasta llegar al sendero que conecta La Cuta con la zona alta de Terrateig. Nunca un sendero de montaña pareció más una autopista confortable. Sentados en la hierba empezamos a almorzar. Era casi la una: cinco horas de lucha con el barranco y esa euforia que da el haber superado el obstáculo y, lo que es más, haber superado los límites personales.

El camino de vuelta por la pista forestal del Pla de la Cuta nos llevaba entre nubes a Villalonga. La reflexión se imponía. Había sido una aventura digna de recordar, habíamos superado un barranco complicado, con un paisaje impresionante pero igualmente habíamos sido algo estúpidos sobrevalorando nuestras propias fuerzas. Bien está lo que bien acaba.

Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy