El Plan



Siempre había tenido buena cabeza para los números. En los Salesianos su profesor de matemáticas, el sacerdote Ángel Galindo, se santiguaba al ver la rapidez con la que solucionaba problemas que a otros niños les llevaban minutos. Dudaba si era don divino o el mismo diablo dándole ventaja. Allí, en el risco con mejor vista de toda la comarca, con los pies acariciando el abismo, Alfredo Moratalla de 83 años seguía calculando mentalmente la distancia del horizonte según la altura, la extensión del barranco que nacía a sus pies y se unía al río en el cercano valle y, importante en su circunstancia, el tiempo que su cuerpo se aceleraría hasta reventarse en los peñascos más abajo.

No había tenido ninguna dificultad para llegar, todo lo tenía previsto. A unos centenares de metros, por una buena senda con pocos obstáculos, pasaba una pista forestal donde pudo aparcar el coche. Para su edad, y dado su empeño por mantenerse físicamente muy activo, Alfredo estaba fuerte y ágil y el pequeño paseo hasta el mirador le estimuló cuerpo y mente en aquella mañana de mayo.
Sus cálculos para aquel momento se remontaban treinta y tres años atrás. Ya pasados los cincuenta la madurez impone sus criterios y Alfredo se dio cuenta de que su trabajo, las horas que invertía en él, las difíciles relaciones con los jefes, recién llegados de las escuelas que daban grados por duplicado y triplicado a un precio módico y que realmente lo único que traían de nuevo era una agresividad antes desconocida, le habían hecho sentir como un elemento extraño en aquel ambiente que una vez le fue familiar. Hombre de vida austera con pocos placeres más allá del partido de los domingos y alguna escapada sexual, sin familia cercana, mujer ni hijos, había acumulado una más que razonable fortuna que superaba sus necesidades presentes y futuras.

En un país donde la propiedad y la transmisión de la riqueza a los descendientes era un dogma de fe, Alfredo era un hereje. No entendía el dinero más que como una forma de sobrevivir, vivir y, por qué no, de disfrutar intensamente de la vida. El único peligro, para él, era dejarse caer por la senda de los placeres, de la mala vida, convertirse en un manirroto y acabar arruinado y en la calle.
Fue en la moderna oficina de la zona financiera de la capital, allá en su despacho acristalado donde a Alfredo le vino la idea. El Plan. Experto como era en inversiones, sagaz en sus predicciones del futuro y hábil en las herramientas informáticas se preparó para los siguientes treinta y tres años. Contando la edad en la que sus familiares más cercanos habían fallecido calculó una cifra mágica. Ochenta y tres. Mi vida se acabará sí o sí el día en el que cumpla mi octogésimo tercer aniversario. No fue un cálculo para nada sencillo, las probabilidades de la evolución económica, la geopolítica y las circunstancias accidentales podían arruinar El Plan, pero en sus cálculos incluyó herramientas que le permitirían en el futuro corregir las desviaciones del cálculo. –Alfredo– dijo la secretaria, le dejo el sobre con la información sobre el plan de jubilación que ha preparado la empresa para sus trabajadores. – Gracias– , contestó lacónicamente antes de tirar el sobre a la papelera y seguir con sus cosas.

Alfredo, una vez que se despidió, viajó a Nepal y se alojó en monasterios tibetanos, visitó los Parques nacionales de Kenia, recorrió en crucero la Antártida en el verano austral, subió a los altiplanos andinos y disfrutó de Nueva York desde el mirador del Empire State Building. Desde el día que acabó su trabajo se dedicó a sí mismo, a una vida gozosa haciendo todo aquello que más amaba sin excesos, pero sin freno. Cada poco tiempo revisaba sus cuentas y veía cómo la inmensa montaña de dinero se transformaba en una colina con el paso de las décadas. No importaba, la erosión estaba calculada y con algunas correcciones derivadas de malos gobiernos, catástrofes naturales y otras contingencias El Plan funcionaba como un mecanismo de precisión. Alfredo era feliz. No buscaba especialmente la compañía de nadie, era un lobo solitario, pero en sus viajes y actividades tenía amigos y compañeros de sobra para llenar sus expectativas sociales.
Finalmente, gozando de una salud razonablemente buena, Alfredo se fue acercando a la fecha prevista. Sus últimas propiedades las había vendido unos años antes y sólo había conservado el vehículo hasta que necesitó los últimos miles de euros. El coche que le llevó al lugar donde El Plan llegaría hasta su final era un maravilloso todoterreno que había alquilado para la ocasión. Sus objetos personales, ropa, enseres y unos pocos libros se habían liquidado hasta el mínimo posible y un par de fiestas de última hora, la noche anterior, le habrían librado, según sus cálculos de los últimos euros. 
Con un sentimiento de libertad había salido del hotel dejando atrás la última maleta para quien la recogiera, por la sinuosa carretera de la sierra había llegado al camino forestal que partía del último pueblo y subido hasta el precioso bosque de alcornoques que tantas veces había visitado. Se encaminó hacia el este en una mañana de cielo azul con una luz limpia por el viento de poniente que pintaba de colores el paisaje de la sierra. Tuvo tiempo de sentarse unos minutos y contemplar la vista. Era un buen lugar para acabar El Plan.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo y lo depositó en una piedra. Seguro que así localizarán más rápido el coche y les causará menos problemas, pensó condescendiente. Y… preparado, al borde del risco. Ya…

Bzzzz, Bzzzz, Bzzzz, el teléfono empezó a vibrar sobre la roca. Algo contrariado Alfredo abortó por unos segundos El Plan. –Dígame– contestó con voz neutra. –Buenos días. ¿Es usted Don Alfredo Moratalla? –. –Sí, yo mismo–. ¿Qué demonios querrían justo ahora? – Mire, le llamo de TrustPension, somos una empresa de gestión de fondos de pensiones…–. –Mire, ahora mismo no les necesito ni tengo capital a invertir– Cortó Alfredo por lo sano. –No, no, disculpe si no me he explicado bien. Le llamo para informarle que su plan de pensiones va a ser disuelto en los próximos meses y deseamos saber en qué cuenta corriente desea que lo ingresemos–. Alfredo se quedó de piedra. – Yo no tengo plan de pensiones, dijo–. –Sí, disculpe, sí lo tiene. Su empresa cotizó por él hasta que Usted finalizó su relación con ellos. Dado que Usted hasta el momento no lo ha reclamado ha seguido adelante, por cierto, con excelentes resultados–. La empleada indicó para asombro de Alfredo la generosa cantidad que iba a ser depositada en sus cuentas. La mente privilegiada de Alfredo calculó y añadió unos, al menos, diez años más al El Plan, ahora trastocado por la novedad. Agradeció lacónicamente la llamada y quedó educadamente para una posterior conversación. La noticia más bien le sentó como un jarro de agua fría. Se sentó unos minutos temblando y bañado por un sudor frío que empapaba todo el cuerpo. Todo había cambiado, ahora tenía diez años más por delante de vida regalada.

Finalmente se decidió. Tambaleando, mucho más anciano que cuando había llegado, exhausto, sin fuerzas casi ni para llegar a la plataforma de piedra, se acercó al risco mucho más dubitativo. No, no iba a continuar. –Bueno, al final habrá bote para los que vengan detrás–. ¿Los sobrinos de su primo de Santander? Pensó justo antes de saltar, feliz y libre por unos breves instantes antes de pasar al estado material sobre unas afiladas piedras calizas.

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