El triunfador, cuento de navidad


En el laboratorio no había nadie ese día. Bueno, estaba yo revisando los cultivos en las placas de Petri, pero yo nunca fui alguien, así que ese día se podría decir con total propiedad. La radio sonaba con la cantinela de los niños de San Ildefonso.

En la adolescencia yo no era un tipo que llamara especialmente la atención. Bueno, seamos sinceros, en realidad era un ser un tanto extraño tímido y retraido con una cabeza siempre cortocicuitada con la expresividad de un cuerpo patoso y la timidez de una niñita.

Ella era preciosa. Su pelo largo y lacio, su cara redonda ligeramente pecosa, su cuerpo de niña menuda o sus ojos verdes: conocía cualquier detalle de su cuerpo, cualquier movimiento y gesto a fuerza de observarla agazapado tras el inmenso altavoz negro de la discoteca. Agarrado al cubata como un naufrago a su salvavidas, planeaba mil y una estrategias para acercarme a ella. En mis fantasías me acercaba suavemente por la pista hasta que, delante de ella, agarrado a mi cubata, le dedicaba una sonrisa sensual que ella contestaba con simpatía. Me imaginaba recogiéndola con mi Vespino rojo a la salida del instituto o sentados en una piedra de la escollera mirando la luna.

Queen sonaba con estrépito en el lugar con más decibelios de un local ya por si ruidoso. Agarrado al cubata, dando cortos sorbitos para simular tener algo que hacer, quedaba inmovilizado horas y horas, mirándola sin atreverme a dar un paso. A cada sueño de encuentro amoroso venía una pesadilla de desprecio y un sudor frío que me atenazaba y yo calmaba con un sorbito de brebaje con hielo. "El Faro", la discoteca a la que íbamos, era el local de los cachorros de algo parecido a una burguesía local que se mezclaba con los niños bien llegados de la capital. La ropa, en aquel tiempo mucho más cara que ahora, era de marca y eras mirado como un intruso si tu ropa se veía mínimamente de medio pelo. Bailar escandalosamente, a lo John Travolta, era visto como cosa de la discoteca de los horteras. Aquí el baile era un movimiento mímimo, como un balanceo que permitía sostener el tubo de bebida en una mano dando un trago de tanto en tanto.

Allí estaba ella, balanceándose con su vestido de punto que marcaba suavemente sus formas y dejaba ver las piernas lo suficiente sin llegar a la ostentación de la sexualidad ya rayando el mal gusto. ¡Qué bonita era! Ese día me sentía animado a dar el paso y superar todos mis miedos. Llegué a dar un trago largo de whisky y con contorneos suaves empecé a acercarme tácticamente a su rincón de la pista. A punto de decidirme me arrimé esperando el momento. Ella no dejaba de mirar la cabina del diskjockey con la más dulce de sus sonrisas y parpadeando mientras se apartaba el pelo de la cara. Desde la penumbra un par de figuras le saludaban y le decían que se acercara con ademanes. Jesús y Quino eran los gurús musicales del momento. Realmente tenían suficiente gusto y carisma para no caer en los tópicos discotequeros y combinar música de baile con el pop rock de mejor sabor del momento. Allá en la cabina ella reía mientras coquetamente se ponía los cascos y señalaba los dos platos de música mientras ellos le indicaban el funcionamiento.

Allí quedé yo, sintiéndome como un imbècil agarrado a un cubata. La música empezó a sonar como lejana y el ambiente ajeno a mí. La cabina la veía como en un tubo negro y sus personajes distantes como si fuera a través de unos prismáticos vueltos del revés.

Fueron la pareja perfecta. Siempre sonrientes, compuestos, bien relacionados. Parecían destinados a no envejecer jamás. Fueron la boda del año en iglesia de piedra con cuarteto de cuerda. Aunque aquí siempre nos casamos de traje, esta fue la boda de los chaqués, como en Madrid. Uno de sus amigos de la capital le prestó un Rolls Royce de su empresa de alquiler de coches de lujo. Todo salió rodado, perfecto, maravillosos.

Por mi parte me sumí en el silencio y continué con la carrera de Biología y acabé de técnico de laboratorio. Me fui del pueblo y sólo volvía esporádicamente cuando las obligaciones familiares me llevaban a rastras hasta la casa de mi madre.

Setenta y nueve mil ciento cuarenta... La voz de la niña sonó más aguda porque era el gordo el que cantaba. El corazón me dio un vuelco. El mío acababa en cuarenta. Al menos me iban a devolver el dinero. El grupo de locutores revisó las listas y dio la primera información. El premio había caído en Roquetas de Mar. Coño, que me ha tocado, pensé. Saqué el número y efectivamente era el décimo que trajo Manolo de Roquetas visitando una de nuestras producciones experimentales.

Ayer volví al pueblo. No dije nada a nadie del premio. Acompañado de mis sobrinas, paseando por por la calle mayor la vi pasar. La edad no la había tratado bien y apenas estaba reconocible. Bueno, eso nos pasaba a todos, por no hablar de mi mismo. La ropa que vestía estaba gastada y el pelo lo llevaba corto y mal tintado. Pregunté a mis sobrinas y me dijeron que tenía una tienda de ropa infantil con la que sobrevivía. ¿Qué fue del marido? Me contaron que cuando quebró su fábrica de ladrillos se divorciaron y acabó en una casita de huerta de su abuelo malviviendo. Cada día se acerca por el pueblo, da un par de sablazos aquí y allá, come de lo que le dan y se vuelve. Parece mentira, pero siempre va de mala leche y en general se le evita.

Lo vi a los dos días. Sentado en un banco con un perro como escudero. No me reconoció porque nunca fue visible para él. Yo sólo era uno de tantos pringados. Como hacía con todo quisqui me pidió dinero para un bocadillo. Saqué un billete de cincuenta euros y se lo di. Levantó la vista y me miró con cara de pez. Feliz Navidad, le dije.

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