Aquella calle
Entonces, a finales de los sesenta, era una calle relativamente nueva,
nacida en el extremo de un barrio moruno donde antes sólo hubo huerta. En realidad,
Gandía no se atrevió a salir más allá de las murallas hasta un centenar de años
antes y sólo el gueto musulmán, "El arrabal", o "El Raval"
en valenciano, se mantenía como barrio extramuros a cierta distancia de la
ciudad cristiana. Cuando se fue formando el nuevo vecindario empezó a llenarse
de casas nuevas, talleres, el nuevo colegio público o, ya casi en los setenta,
con el nuevo instituto de bachillerato.
Mis primeros recuerdos están en una calle, la Calle San Ramón, que nacía
recta casi desde el Prado, la plaza donde, por entonces, se realizaba el
mercado de abastos. En su lugar más cercano al centro se llamaba Cabanilles, y,
tras cruzar la entonces Avenida Menéndez y Pelayo, pasaba a tener el nombre del
santo “Nonato”. La mayoría de las edificaciones eran pequeñas. Casas de barrio sencillas
con poco criterio de arquitecto y mucho de obrero con oficio. Yo diría que
fueron construidas sin muchas pretensiones de estilo en el primer cuarto del
siglo pasado. Entrando desde la avenida, a la derecha, había un pequeño negocio
de venta de aceite, a la izquierda una de tantas curtidorías de las muchas que había
en el barrio. Recostados en las paredes, unos grandes bastidores taladrados por
clavos de muchos años, permitían que las pieles tensadas como un mapa, ya
curtidas, se secaran al sol. El olor agrio a la carne muerta, a piel curtida y
a los productos químicos, de aroma inconfundible a huevos podridos eran los
propios del barrio y, acostumbrado desde niño a ellos, no me molestaban en
absoluto en las idas y venidas al centro. Todavía se abrían en aquellos años
nuevas calles y se ordenaba el coqueto desorden de las casas de huerta previas.
Detrás de mi casa todavía hubo algún tiempo una casa de campo abandonada, con
puertas abiertas de par en par y escaleras misteriosas que llevaban a un
espacio solitario con vetustos objetos cubiertos de polvo que eran casi mágicos
por desconocidos a los ojos de un niño. La imparable urbanización del barrio se
la llevó por delante.
El tráfico en aquellos años era escaso y la calle era propiedad del peatón,
del labrador que silencioso caminaba o pedaleaba hacia los campos, del vecino
que sacaba en verano las sillas a la puerta de casa o de los niños que jugaban
sentados en el umbral de una puerta o recorriendo los diversos domicilios como
hormigas alborotadas. De noche la calle era oscura, apenas iluminada por unas
pequeñas bombillas que colgaban escuálidas de los cables de la luz y
proyectaban charcos de luz desparramados entre la oscuridad absoluta.
En mi infancia la industria de la naranja era todavía boyante y, en ausencia
de polígonos industriales, los almacenes se desperdigaban por los barrios de lo
que, entonces, eran las afueras. El almacén de García España, un edificio con
cierta modernidad y buena factura, abría uno de sus laterales a la calle
dejando ver, desde cierta distancia, sus entrañas secretas. El siguiente local
era una pequeña fábrica de muebles con una veintena de empleados en sus mejores
momentos. Cada mañana, poco antes de las ocho, se escuchaban las voces de los
trabajadores. A la hora en punto sonaba la sirena de entrada y yo sabía que era
el momento de levantarse de la cama. Cada cierto tiempo venía un camión cargado
de tablones en bruto que se descargaban con estrépito, a las bravas, sobre el pavimento
de la calle. Recuerdo que me encantaba ver el momento en que, superado el
rozamiento, se deslizaban en avalancha cayendo con estrépito mientras el camión
avanzaba con su plataforma elevada en ángulo.
La carpintería disponía de un pequeño camión de caja metálica cerrada de
color gris y cabina roja y un triciclo donde cargaban los aprendices, jóvenes
melenudos de la época Beatles, pequeñas piezas para hacer el reparto local. La
fábrica de Martí disponía también de una tienda en la calle Rausell donde
vendían sus productos. La hija de los propietarios, Anunciata, jugaba en
ocasiones con mi hermana ya que eran de la misma quinta. Por estas cosas del
Facebook supe que vivía en Cádiz, pero como tantos otros personajes de la
infancia el tiempo se la llevó quedando como un nombre hueco, sin cara, sin la
presencia del adulto ni el recuerdo del niño.
Junto a la carpintería había una pequeña finca de cuatro pisos sin ascensor.
Entonces era un edificio casi nuevo, de los creados en la dictadura franquista para
familias obreras y que tenían una placa con los símbolos de la falange. La
fachada de ladrillo rojo y líneas blancas se abría con cuatro ventanas por
planta, dos a cada lado, y en su eje de simetría un ventanal de bloques de
vidrio subía pegado a la fachada, iluminando toda la escalera. En los años
sesenta era una finca de parejas jóvenes de clase media trabajadora en
viviendas sencillas pero dignas. Eran familias con niños pequeños y con ilusiones
por un futuro más próspero que el de sus padres.
La calle siempre estuvo repleta de historias cotidianas: En su lado sur, a
ciertas horas del día, pasaba el tren de vapor que hasta 1969 unió Gandía y
Alcoy. La vía pasaba rodeada de campos y acequias de un presente rural que estaba
a punto de desaparecer. En alguno de nuestros paseos lo recuerdo pasar, como un
gigante prehistórico que lanzaba humo y al que se saludaba como si su trayecto
fuera a acabar en Siberia.
La ciudad crecía con nuevos bloques de pisos baratos hacia Benipeixcar y las
viejas casas de verano entre rosales daban las bocanadas de un pez que muere
fuera del agua poco antes de su muerte. En pocos años el abandono y la rapiña
degradaron como un cáncer los últimos restos de la vida rural.
En las noches de verano, siguiendo una senda que se quebraba recorriendo en
paralelo la linde del campo, íbamos a ver a mi familia materna de la Alqueria
de Martorell. Todavía se podían ver los gusanos de luz brillando en la
oscuridad. Hace décadas que los dejé de ver. Un poco más adelante, mi tío
Antonio, primo hermano de mi madre, tenía un pequeño huerto al que llegaba
pedaleando parsimonioso con su bicicleta. Visitarle suponía siempre volver a
casa con algún tomate, cebolla u hortaliza que estuviera cosechando. En el siguiente
cruce de caminos se veían los restos de una pequeña aduana donde en el pasado
se pagaban las tasas de entrada de alimentos en la ciudad. Por todos los lados
el agua corría fresca y limpia por las arterias del sistema de riego, tan
impoluta que se cazaban ranas para comer sus ancas. Las mujeres todavía lavaban
la ropa junto a las acequias en lavaderos excavados en el propio camino.
En una finca gris, a pocos metros de mi casa, vivían los F., malos vecinos
desde nuestra perspectiva. Tenían un negocio de curtidos y vertían directamente,
sin ninguna vergüenza, ni complejo al alcantarillado. Los vertidos de los
curtidos son altamente tóxicos, pero por entonces todo lo que no valía iba a
parar al río o al mar. Sin complejos. Tanto fue así que en una ocasión
bloquearon completamente la tubería. Una empresa de limpieza de pozas sépticas
fue llamada porque los líquidos pestilentes rezumaban ya sobre el asfalto.
Cuando de uno de los empleados abrió la trapa y entró en el pozo de registro se
desvaneció por los gases y por poco no murió asfixiado. Recuerdo el revuelo en
la calle. Contaba que lo sacaron desvanecido, medio muerto, y tuvo que ser
reanimado sobre el asfalto.
Siempre hay vecinos con los que, por algún motivo, surge la
discrepancia. Mi padre era de genio terrible y tuvo un incidente que hoy me
parece absurdo, pero que en su día creó un odio siciliano. El cubo de la basura
se depositaba a diario en la calle, forrado con papel de periódico y con su tapa.
El camión y los empleados de la limpieza los vaciaban y los dejaban en las
aceras. En una mañana de fallas algún gracioso tiró un petardo en su interior
que, al reventar, dejó una marca inconfundible que no impedía su uso. Pasado el
tiempo una noche desapareció el dichoso cubo con su cicatriz. No se sabía quién
podía haber robado un viejo cubo de la basura. El caso es que mis padres vieron
que lo estaban usando los F. Sin pretender otra cosa más que indicar que,
probablemente por una confusión, lo tenían, fue mi padre a reclamar el
recipiente. F. le contestó de malas maneras y mi padre saltó con ese genio que
nos atribuyen a los García. El odio desde ese día fue mayúsculo, el cubo volvió
a su lugar, pero la relación siempre estaba a punto de explotar entre los
machos territoriales. Parece que eran las mujeres de la familia las que
mantenían una especie de relación discretamente amable, pero con los hombres
todo era terrible. Cosas de la cultura mediterránea. Así empiezan las guerras.
Otros de los personajes de mi niñez era la señora Lola de cuyo marido no
recuerdo el nombre. Teníamos una buena relación de vecindad. Nos prestaban el
teléfono, ya que no teníamos y la terraza para tender al sol si mi madre
necesitaba secar rápido la ropa en invierno. Fuimos invitados a la boda y a la
comunión de la hija en su propio patio. La señora Lola sufrió un accidente con
un sifón que explotó en sus manos. Perdió un ojo y, desde entonces, estaba yo
fascinado pensando que aquel ojo vago que tenía era de vidrio. De su casa
recuerdo un pez de cristal soplado de color azul y formas barrocas que, con esa
mente infantil que tanto gusta de las excentricidades, pasaba a ser una pieza
fantástica. Compartíamos el solar trasero. Su corral siempre tenía la puerta
abierta vigilada por una perra mezcla de bóxer y pastor alemán de nombre Selma.
Con nosotros era un encanto de animal, pero en una ocasión, al estar
casualmente libre de su cadena, atacó a unos niños que siempre la provocaban.
La vida en las casas, a la manera de la cultura clásica grecolatina, tenía
una segunda formulación en los patios interiores. Era nuestro paraíso privado:
El lugar de las hortensias y los tiestos, junto a un lavadero siempre lleno de
agua fresca con la que jugar. El corral, los helechos en su rincón húmedo, el
querido limonero, siempre dispuesto a regalar sus frutos, el árbol de pascua o
el jazminero que crecía emparrado sobre el patio, llenaban de olores y sabores
el paraíso íntimo de mi casa. Entre las cuatro paredes encajonadas construimos
tiendas de campaña, montamos fortines o aeropuertos de vehículos en miniatura.
Un cubo, tierra, agua, un palo o un tronco, sillas viejas y trastos de todo
tipo nos servían para vivir aventuras sin salir de casa. Los gatos del barrio,
por su parte, solían ignorar las fronteras y saltaban de casa a casa
convirtiendo todos los tejados en su espacio secreto. Nuestra gata, Linda, un
día desapareció misteriosamente para volver a casa cargada de cuatro gatitos de
origen desconocido.
Mis padres eran amigos de una joven pareja, Pepe y Asun que tenían dos hijas
Esperanza y, la pequeña Paloma. Al ser la mayor de la misma edad que mi hermana
frecuentábamos su casa, un pequeño apartamento con dos habitaciones a la calle
y comedor, baño y cocina mirando a las montañas. Mis padres se entendían bien
con ellos y nosotros con sus hijos. Con frecuencia estaban jugando por
casa o por la calle. Creo que el primer sentimiento de pérdida que tuve en mi vida fue cuando
decidieron ir a vivir a Madrid. Era una sensación extraña infrecuente en la
infancia cuando crees que el mundo es inmutable. En esos años el tiempo es eterno y lo que has
conocido te parece que nunca va a cambiar. La emigración era entonces dura. Se
sumaba a la distancia física la tecnológica que condenaba el contacto a las
esporádicas cartas y a los encuentros ocasionales en verano.
Todo cambió con el paso de los años.
Luisito y su padre con su impecable seiscientos. Murió de cáncer de colon.
Anabel y sus hermanos, ella ahora vecina en el pueblo. La señora Amparo y su
numerosa familia. Poco a poco los primitivos vecinos se fueron marchando. Fueron
llegando nuevos habitantes en la finca, cada vez gente más modesta. Hoy algún
piso está tapiado y la fachada pintada con un descomunal grafiti. Nosotros también nos fuimos a un barrio a la otra punta de Gandía. La casa de mi
abuela donde yo vivía fue vendida y demolida y hoy es la trasera de un local. Sólo
sobrevive la casa abandonada en mis sueños donde aparece como una fría
presencia de un pasado muerto.
Hace una semana recuperamos el contacto con Esperanza y Paloma después de
décadas. Seguimos sanos y salvos y bastante más maduros, como no podía ser de otra forma. Mis padres murieron,
los suyos están todavía bien salvo los achaques propios de la edad. Hemos
compartido fotos y toda una época de mi vida ha vuelto a la memoria. Aquella
calle y sus habitantes, aquellos años han revivido en las imágenes. El tiempo
no se detiene.
Genial Jorge, m'has fet retrocedir a eixa decada!
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