La noche del fuego





Artículo publicado en el Libro de la Falla Plaza Prado. Traducido del valenciano.



"El amor, como el fuego, todo lo purifica" J.B.A. Karr

Jordi Garcia Polop



El frío glacial de sus ojos reflejaba la luz anaranjada que irradiaba de un fuego cada vez más potente. Su mirada saboreaba con placer las llamaradas que escapaban por cada hueco formando caprichosas volutas entre un torbellino de chispas que se atropellaban hasta fundirse con las estrellas. De fondo, a lo lejos, el ritmo acelerado de varias tracas se mezclaba con el retumbar de los petardos lanzados en la caja de resonancia de algún garaje. La banda sonora se completaba con el pasodoble de alguna charanga que se había quedado al fin de fiesta. Mientras tanto, una multitud comenzaba a congregarse en los alrededores contagiada por este espíritu entre místico y sobrecogedor del fuego.


Tomás siempre había tenido una atracción enfermiza por el fuego. Apenas gateaba y ya sus padres tenían que alejarlo una y otra vez del efecto hipnótico de la chimenea de casa. Tardó en hablar más que la mayoría de niños y, cuando lo hizo, fue siempre en forma casi explosiva. Las palabras se enredaban entre sus neuronas y cuando lograban liberarse lo hacían de repente, como escupidas por una lengua de trapo. En la escuela su tartamudez le había llevado a aislarse entre las constantes burlas de los más atrevidos y el silencio cómplice y burlón de la mayoría. Sin muchos amigos, por no decir ninguno, encerrado en sus pensamientos, privado de una comunicación fluida, escapaba siempre que podía al río y dejaba pasar las horas entre los cañaverales. Como un animal herido.


El año en que Tomás cumplió los ocho años fue con su tío Vicente por primera vez a ver las Fallas. El hermano menor de su madre tenía el don de comunicarse con Tomás sin necesidad de hacerlo hablar demasiado. Era día grande. Llegaron justo cuando la inmensa explanada empezaba a retumbar bajo las explosiones de la mascletà de mediodía. Las carcasas provocaban terremotos en el pavimento y ondas expansivas golpeaban el corazón y subían como un orgasmo por las piernas. La multitud, contagiada por el virus de la pólvora, levantaba las cabezas para ver los estallidos transmutados en blancas nubecillas que escapaban ingrávidas bajo el cielo azul del final del invierno. La plaza se llenó de un humo dorado y acre que difuminaba los edificios. Tío y sobrino sonrieron felices oliendo la pólvora, con esta complicidad de los que comparten pasiones. Tomás sintió entonces que el fuego era su vocación, su pasión, su vida y su destino.


Sentado en su lugar en el aula del instituto, Tomás lidiaba a diario con tareas que le superaban. Su mente era clara en el análisis de la realidad, pero incapaz de leer las frases, percibir su orden gramatical, tanto como su significado, y darle un sentido final coherente. Los profesores ya habían desistido hacía tiempo. Un día, enfrascado en un problema sobre gallinas y conejos, que no llegaba a entender, sintió un fuerte cachete. El mismo Jeremías. El mismo estúpido gigante gordo de mejillas rosadas que siempre la acosaba en el patio y que, entre risas, le hacía bromas pesadas en el autobús. El que había orinado en su mochila en el vestuario del gimnasio.


El fracaso al final de la secundaria le llevó a un taller municipal de silvicultura. Fue allí donde aprendió mucho de lo que llegaría a saber sobre los incendios forestales. Para sus compañeros fue una lección de cómo evitar un fuego, para Tomás de cómo reproducirlo con eficiencia en el mejor momento.


Tomás nunca había olvidado a Jeremías y sus ofensas a pesar de los veinticinco años que habían pasado. Alguna vez se habían cruzado por las calles de la ciudad, pero nunca pareció reconocer al que fue en otro tiempo el objeto de sus abusos. Jeremías seguía siendo el mismo gordo grasiento de siempre pero ahora con una cabeza completamente pelada para disimular la calva. Divorciado hacía unos años, vivía solo en la Torre de dieciséis alturas que coronaba el Barrio de los Quinientos Viviendas. En sus orígenes había sido la morada de jóvenes parejas de clase media trabajadora, orgullosos de su pisito que dominaba desde las alturas el mar y las colinas del interior. Pasadas unas décadas, las modas habían cambiado y, quien pudo, con la llegada de los inmigrantes, escapó hacia los adosados ​​de las afueras, sin vistas, pero con jardín y piscina. La torre se había convertido en una especie de Babel en que el olor de comida exótica llegaba a cualquier parte por el hueco de la escalera y donde el árabe o rumano eran más comunes que el propio castellano o menos del valenciano de la comarca. En el interfono de la entrada Tomás comprobó que Jeremías era el vecino del piso décimo izquierda de la escala A.


Tomás nunca dejó de ir a Fallas desde aquel primer año. Pedía días libres en el taller y escapaba a la ciudad. Se sentía realizado entonces en ese ambiente enloquecido en que el día empezaba entre petardos y música y terminaba entre tracas y castillos. Encerrado en sí mismo, no era ciertamente gregario y nunca llegó a ser fallero de uniforme. Sin embargo, asistía con fervor religioso a la ceremonia en la que los delegados de cada falla procedían al incendio controlado de los monumentos.


Vestidos de blanco, con el nombre de la falla en la espalda, se pavoneaban en su papel protagonista ante la multitud expectante. Con precisión envolvían los muñecos con collares de tracas y situaban cohetes de caña que reventarían en palmeras de color. Los falleros viejos, con décadas de fallas incendiadas en sus espaldas, enseñaban a los ansiosos jóvenes como romper la superficie para alimentar con oxígeno el imperio del fuego. Las fallas ya no quemaban como antes, se lamentaba uno de ellos. Los materiales modernos producían fallas de vistosa volumetría, que se consumían más que con el fuego entre un denso humo negro que enturbiaba el espectáculo y que las hacía desaparecer a toda velocidad. Por si fuera poco, eran los propios falleros los que parecían haber perdido su habilidad de antaño y, con ello, producían un rifirrafe con la traca que quedaba en casi nada a los pocos minutos. La multitud silbaba irritada hasta que finalmente el fuego se apoderaba de toda la estructura.


Tomás miraba cada una de sus operaciones con ojos expertos y se imaginaba los puntos donde atacar para producir el mayor rendimiento. Mentalmente repasaba los ingredientes, como un cocinero de cinco estrellas, para conseguir este fuego perfecto, contenido, gradual, bonito. Cada año repetía el ritual mental tras el cual volvía relajado y feliz al pueblo.


Aquel año, sería él mismo el coreógrafo, el artista del fuego. Cargado con una mochila encaminó sus pasos hacia su obra maestra. La Falla General Prim Escritor Baldoví se preparaba en esos mismos momentos para ser quemada. Las falleras cumplían con los rituales de las fotos y se guardaban las lágrimas para este instante en que el fuego se iniciaría desde la traca hasta la explosión final y el baile de las cenizas. Los bomberos estaban apostados en las cercanías y todo estaba preparado.


Esta vez no iba ni a esperar a ver quemar la falla. Sería él el sacerdote de la ceremonia que quema todo lo malo del pasado e inicia un nuevo futuro. Cruzó dos calles más allá y llegó a las inmediaciones de la torre. Los contenedores de la basura a unos doscientos metros serían el aperitivo. Con sólo atraer la atención, podría ir a la tienda de muebles del bajo que sería donde el fuego comenzaría. En la escalera haría estallar una traca conectada a una botella de plástico con gasolina. Sabía que Jeremías estaba en casa. Tenía turno en la madrugada y lo vio entrar horas antes. Había habido luces encendidas en su piso hasta hacía un rato.


El fuego se extendió con rapidez. Dos calles más allá la traca inició su carrera alocada hacia las decenas de muñecos que iban a morir con estos gestos grotescos propios de su naturaleza. La falla comenzó a arder. Alguien gritó entre la multitud. ¡Fuego! Nadie lo entendió al principio.

Tomás veía con fascinación como las llamas abarcaban las cuatro esquinas del prisma. Nada importaba, era su creación. El fuego que todo lo devora dejaba atrás años de burlas. Quien fue muñeco pasaba ser ejecutor, quien fue objeto, protagonista. Años de dolor se quemaban con rapidez. Nada importaba. Las pasiones salían de su alma dejándola calma. Aquel año no habría muñeco indultado. Al menos en la torre.

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